Caballo de Troya 1 (20 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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Durante mi estancia en Betania tuve la oportunidad de saber que Jesús de Nazaret sentía una especial predilección por el fruto de aquellas parras.

Lázaro y sus amigos cruzaron el empedrado piso del patio y se dirigieron a una de las puertas de la izquierda. Al pasar bajo el soportal reparé en cuatro mujeres, sentadas en uno de los dos bancos de piedra adosados en cada una de las cuatro fachadas existentes bajo el claustro. Todas ellas vestían cumplidas túnicas de colores claros -generalmente verdosos-, con las cabezas cubiertas por sendos pañolones. Ninguna, sin embargo, ocultaba su rostro.

Guardaré siempre un grato e imborrable recuerdo de aquella sala rectangular a la que me había conducido el amigo de Jesús. Allí transcurrirían algunos de los momentos más apacibles de mi incursión en Betania...

Se trataba de la sala «familiar». Una especie de salón-comedor de unos ocho metros de largo por cuatro y medio de ancho. Tres ventanas estiradas y angostas, practicadas en el muro opuesto a la puerta, apenas si dejaban entrar la claridad. Una blanca mesa de pino presidía el centro de la estancia, cuyo suelo había sido revocado con mortero.

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En una de las esquinas chisporroteaban algunos troncos, alimentados por el fuerte tiro del hogar. El fogón cumplía una doble misión. De una parte, servir de calefacción en los rudos meses invernales y, por otra, permitir la preparación de los alimentos. Para ello, los propietarios habían levantado a escasa distancia de la chimenea propiamente dicha un murete circular de unos treinta centímetros de altura, formado por cuatro capas en las que alternaban el barro y los cascotes. En su interior, entre las brasas, se depositaban los pucheros, así como unas bateas convexas que servían para cocer tortas hechas con masa sin levadura. Cuando se deseaba cocinar sin la aplicación directa del fuego, las mujeres depositaban unas piedras planas sobre la candela. Una vez caldeadas, las brasas eran apartadas y el guiso se realizaba sobre las piedras.

En casi todas las paredes habían sido dispuestas alacenas y repisas de madera en las que se alineaban lebrillos, bandejas, soperas y otros enseres, la mayoría de barro o bronce.

En el muro opuesto al fogón, y enterradas como una cuarta en el piso, se distinguían dos grandes y abombadas tinajas, de una tonalidad rojiza acastañada. Alcanzaban algo más de un metro de altura y, según me comentaría Marta días después, eran destinadas al consumo diario de grano y vino. Una de ellas, en especial, era tenida en gran aprecio por Lázaro y su familia.

Había sido rescatada muchos años atrás en las cercanías de la ciudad de Hebrón y había pertenecido -según el sello real que presentaba una de sus cuatro asas- a los viñedos reales. En una minuciosa inspección posterior pude corroborar que, en efecto, la tinaja en cuestión presentaba un registro superior con las letras «lmlk», que significaban «perteneciente al rey».

Su capacidad -sensiblemente inferior a la de la tinaja destinada al trigo- era de dos «batos»

israelitas
1
. Siempre permanecía herméticamente cerrada con una tapa de barro, sujeta a su vez con bandas de tela.

El techo del aposento, situado a dos metros, estaba cruzado por seis vigas de madera, probablemente coníferas, muy abundantes en los alrededores. Otras partes techadas de la casa, excepción hecha de las terrazas, presentaban una construcción menos sólida. La cuadra y el almacén de los aperos propios del campo, por ejemplo, hablan sido cubiertos con materiales muy combustibles: paja mezclada con barro y cal. Este tipo de techumbre -según me explicó Lázaro- tenía un gran inconveniente. Cada vez que llovía era necesario alisaría de nuevo, con el fin de consolidar el material de la superficie y evitar las goteras. Para ello se valían de pequeños rodillos de piedra de unos sesenta centímetros de longitud.

Lázaro y los restantes hebreos se situaron en torno al crepitante luego y tomaron asiento sobre algunas de las pieles de cabra que alfombraban el piso. Yo hice otro tanto y me dispuse al diálogo.

En ese momento, una mujer entró en la sala. Llevaba en su mano izquierda una frágil astilla encendida. Sin decir palabra fue recorriendo las seis lámparas de barro que colgaban a lo largo de las blancas paredes y que contenían aceite. Tras prenderías, tomó una lucerna -también de arcilla- e introdujo la llama de su improvisada antorcha por la boca del campanudo recipiente.

Al instante brotó una llamita amarillenta. La mujer, con paso diligente, situó aquella lámpara portátil sobre el extremo de la mesa más próximo al grupo. A continuación se acercó al hogar y arrojó sobre las brasas los restos de la astilla y dos bolitas de aspecto resinoso. Las cápsulas de cañafístula -un perfume empleado con frecuencia entre los hebreos- prendieron como una exhalación, invadiendo el recinto un aroma suave y duradero.

De pronto, sin apenas crepúsculo, la oscuridad llenó aquel histórico aposento.

-Te rogamos excuses nuestro recelo -solicitó uno de los amigos de Lázaro. Desde que el sumo sacerdote José ben Caifás y muchos de los
archiereis
2
del Sanedrín acordaron poner fin a la vida del Maestro, todas nuestras precauciones son pocas...

1
Medida equivalente a unos veintidós litros. (N. del m.)
2
Aquella noche, en mi último contacto con el módulo, Eliseo me aclaró el significado de archiereis. Se trataba de un nutrido grupo de sacerdotes-jefes que ocupaban cargos permanentes en el templo y que, en virtud de dicho cargo, tenían voz en el Sanedrín. Santa Claus aportó documentación complementaria (Hechos de los Apóstoles, 4,5-6, y Antigüedades, de Josefo, XX 8,11/189 ss.) en la que se especifica que el jefe supremo del templo y un tesorero del mismo eran miembros del mencionado Sanedrín. El número mínimo de este grupo era de uno (sumo sacerdote) más uno (jefe supremo del templo) más uno (guardián del templo, sacerdote) más tres (tesoreros). Es decir, seis. A este número mínimo había que añadir los sumos sacerdotes cesantes y los sacerdotes guardianes y tesoreros. El Sanedrín, por tanto, estaba formado por 71 miembros.

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-Sabemos que los betusianos y esbirros de Ben Bebay
1
-terció otro de los asistentes a la reunión- tienen órdenes de prender a Jesús. La fiesta de la Pascua está cercana y nuestros informantes aseguran que los bastones y porras de la policía del Gran Sanedrín estarán dispuestos para caer sobre el rabí. Sólo aguardan una oportunidad.

-¿Por qué? -intervine, mostrando vivos deseos de comprender-. El Maestro, según tengo entendido, es hombre de paz. Nunca ha hecho mal a nadie...

Lázaro debió notar una especial vibración en mi voz. Aquél fue el primer paso hacia la definitiva apertura de su corazón.

-Tú eres griego -respondió el resucitado, dándome a entender que yo ignoraba muchas de las circunstancias que rodeaban al rabí de Galilea-. No sé si conoces la profecía que acaricia y contempla nuestro pueblo desde tiempos remotos. Un día nacerá en Israel un Mesías que hará libres a los hombres. Pues bien, la casta sacerdotal cree y ha hecho creer al pueblo que ese Salvador tendrá que ser, primero y sobre todo, un sumo sacerdote.

-¿El Mesías deberá ser miembro del Gran Sanedrín?

-Eso dicen ellos. Los largos años de dominación extranjera han fortalecido la esperanza de ese Mesías, convirtiéndolo en un 'efe político que libere a Israel del yugo romano. Los sacerdotes saben que el Maestro predica otro tipo de «liberación» y por eso lo consideran un impostor. Esto seria suficiente para terminar con la vida de Jesús. Pero hay más...

Lázaro seguía observándome con los ojos brillantes por una progresiva e incontrolable cólera.

Esos sepulcros encalados -como los llamó el Maestro- no perdonan que Jesús les haya ridiculizado públicamente. Es la primera vez en muchos años que alguien les planta cara, minando su influencia sobre el pueblo sencillo. Jesús, con sus palabras y señales, arrastra a las muchedumbres y eso multiplica su envidia y rencor Por eso han jurado matarle...

-Pero no lo conseguirán -apostilló otro de los hebreos.

Interrogué a Lázaro con la mirada. ¿Qué querían decir aquellas rotundas palabras?

El amigo amado de Jesús desvió la conversación.

-Por favor, disculpa nuestra descortesía. A juzgar por el polvo de tus sandalias y la fatiga de tu rostro, debes de haber caminado mucho Te suplico que -como hermano nuestro- aceptes mi hospitalidad...

Aquel brusco giro en la conducta de Lázaro me desconcertó. Pero le dejé hacer.

El hombre abandonó la estancia, regresando a los pocos minutos, en compañía de una mujer.

-Marta, mi hermana mayor -explicó Lázaro refiriéndose a la hebrea que le acompañaba- te lavará los pies...

El corazón me latió con fuerza. Y sin cerciorarme del error que estaba cometiendo, me puse en pie. El resto del grupo permaneció sentado. Era demasiado tarde para rectificar. Procuré serenar mis nervios. No podía negarme a los requerimientos de mi anfitrión. Hubiera sido considerado como un insulto al arraigado sentido oriental de la hospitalidad. Así que, colocando mis manos sobre los hombros del resucitado, le sonreí, agradeciéndole su delicadeza lo mejor que supe.

No tuve casi tiempo de fijarme en Marta, la «señora», puesto que éste es el verdadero significado de dicho nombre. Antes de que su hermano hubiera terminado de hablar, ya había traspasado el umbral de la sala, perdiéndose en el patio porticado.

Lázaro me rogó que tomara asiento sobre uno de los pequeños y desperdigados taburetes de cuatro patas y asiento de mimbre que rodeaban la mesa.

A los cinco minutos, la figura de Marta se recortaba nuevamente en la puerta. Sujetaba en las manos un lebrillo vacío y de su antebrazo izquierdo colgaba un largo lienzo blanco. Le seguía un niño con una jarra de bronce llena de agua.

Como si se tratara de un hábito de lo más rutinario, la hermana mayor de Lázaro depositó el barreño a mis pies, ciñéndose lo que hoy llamaríamos toalla. Me apresuré a soltar las tiras de
1
El ordenador central del módulo confirmó el nombre de Ben Bebay como uno de los «jefes» del templo, con el cargo concreto de «esbirro» (Escrito rabínico Sheqalim, V, 1-2). Este personaje estaba encargado, entre otros menesteres, de azotar, por ejemplo, a los sacerdotes que intentaban hacer trampas en el sorteo de las funciones del culto. Otra de sus funciones era la fabricación y colocación de la mechas, que se confeccionaban con los Calzones y cinturones viejos de los sacerdotes. (N. del m.)

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cuero que formaban los cordones de mis sandalias, mientras la mujer vaciaba parte del contenido de la jarra en el lebrillo. Al introducir los pies en la ancha vasija de barro experimenté una reconfortante sensación. EI agua estaba caliente!

-Gracias... -murmuré-. Muchas gracias...

Marta levantó el rostro y sonrió, dejando al descubierto un hilo de oro que servía para sujetar algunos dientes postizos. Aquel era otro signo inequívoco de la acomodada posición de la familia.

Mientras la mujer procedía a la limpieza de mis doloridos pies (las cuatro vueltas de los cordones habían dejado otras tantas marcas rojizas en la piel), procuré observarla con detenimiento. Sin duda, Marta era mayor que Lázaro. Aparentaba entre 45 y 50 años. Sus manos, robustas y encallecidas, reflejaban una intensa y larga vida de trabajo. Era de una talla muy similar a la de su hermano -alrededor de 1,60 metros-, pero más gruesa y con un rostro redondo y curtido. Deduje que sus cabellos -cubiertos por un velo negro que caía hasta la espalda- debían ser negros, al igual que sus ojos y las cejas.

Una vez concluido el lavatorio, Marta envolvió mis pies en el lienzo con el que se ceñía la cintura y fue presionando el suave tejido (probablemente de algodón) hasta que ambas extremidades quedaron completamente secas. Tomó las sandalias y, ante mi sorpresa, se las pasó al muchachito. Guardé silencio, imaginando que la buena mujer trataba de asearlas.

Cuando pensaba que la operación había terminado, Marta me rogó que arremangara las mangas de mi túnica. Obedecí y con suma delicadeza tomó mis manos, situándolas sobre el lebrillo. Vertió sobre ellas el resto del agua que contenía la jarra, invitándome a que las frotara enérgicamente. Por último, las secó, retirando a un lado el barreño. En ese instante, la «

señora» de la casa -que seguía arrodillada frente a mí- echó mano de un cordoncito que rodeaba su cuello, extrayendo de entre sus pechos una bolsita de tela, color azabache. La abrió, volcando el contenido sobre la palma de su mano izquierda. Se trataba de un puñado de suaves y diminutos gránulos -con forma de lágrimas- que destelleaban a la luz de los candiles.

Marta trotó aquella sustancia de aspecto gomorresinoso sobre cada uno de mis pies. Después hizo otro tanto con mis manos, devolviendo el oloroso producto a la bolsa.

No pude contener mi curiosidad y le pregunté el nombre de aquel perfume.

-Es mirra.

En los días que siguieron a mi salida del módulo, pude saber que muchas de las mujeres israelitas -en especial las de las clases media y alta- llevaban bajo su túnica, al igual que Marta, sendas bolsitas con mirra. Ello les proporcionaba una permanente y gratísima fragancia. Tanto la mirra como el áloe, la hierba del bálsamo y otras resinas aromáticas eran consumidos con gran profusión por el pueblo judío, que las utilizaba, no sólo para aromatizar los templos, sino en el aseo personal, en el hogar e incluso en el lecho
1
.

Marta y el niño abandonaron la estancia y yo, agradecido y aliviado, me incorporé al grupo.

Lázaro atizaba el fuego. En mi mente bullían tantas preguntas que no supe por dónde reanudar la conversación. Deseaba conocer la doctrina y la personalidad del Maestro de Galilea, pero también sentía una aguda curiosidad por aquel ejemplar único: un hebreo devuelto a la vida después de muerto y enterrado. Como tampoco era cuestión de desperdiciar aquella inmejorable ocasión -programada, además, en el esquema de trabajo del general Curtiss-, rogué a mi amable anfitrión que me sacara de algunas dudas en torno al conocido milagro de
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En mis indagaciones durante aquellos días en Palestina verifiqué que, aunque muchas de estas plantas que servían de base para la fabricación de perfumes se cultivaban en suelo israelita, la mayoría procedía originariamente de otros países. El incienso, por ejemplo, que se obtenía de la bosvelia, había peregrinado desde Arabia y Somalilandia. Y

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