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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

Caballo de Troya 1 (24 page)

BOOK: Caballo de Troya 1
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Minutos después salía del jardín, tomando una de las veredas que corría en dirección oeste y que, según la «señora», me llevaría al encuentro de su hermano.

La temperatura a aquellas horas de la mañana era todavía fresca: «diez grados centígrados y un moderado viento del norte de diez nudos», me confirmaría Eliseo. La noche anterior, el cilómetro especial de la «cuna» --en base a un haz de luz láser- había detectado una barrera de nubes tormentosas (cumulonimbus) de unos trescientos kilómetros de longitud, que se levantaba a seis mil pies sobre el perfil de la costa fenicio-israelita. De momento, estas amenazantes nubes de desarrollo vertical parecían frenadas en su avance hacia Jerusalén por una corriente de aire frío procedente del norte.

«No hay que descartar, sin embargo -me anunció mi compañero-, que puedan cambiar las condiciones y que en 24 o 48 horas se registren lluvias sobre nuestra área.»

Me arropé en la «chlamys» y proseguí por el tortuoso camino, entre los ondulantes campos de cebada. Algunos campesinos habían iniciado ya la siega. Los segadores tomaban los tallos con la mano derecha y con la otra los cortaban a escasa distancia de la base de las espigas. Las hoces consistían en pequeñas hojas curvadas de hierro, sólidamente engastadas con remaches a una empuñadura de madera. La trilla se realizaba en una era próxima al camino. Las mujeres cargaban los haces, esparciéndolos sobre el suelo. Después separaban el grano de la paja, bien a mano o con la ayuda de los bueyes. En este último caso -el más frecuente, según pude comprobar- los animales pisaban la cebada. Después, los hombres pasaban el trillo por encima, tirado por estos mismos bueyes. Los más comunes estaban construidos con una tabla plana en cuya cara inferior habían sido incrustados pequeños trozos de pedernal. Otros eran simples rodillos, también de madera.

En una segunda operación, las mujeres aventaban la paja, cerniendo el grano y guardándolo finalmente en sacos. Varios asnos y algunos carros se encargaban del transporte de los mismos hasta la aldea, donde era trasvasado a silos o grandes tinajas de barro como la que había visto en la casa de Lázaro.

No tardé en encontrar al resucitado y a sus obreros. Lázaro se alegró al verme pero rechazó de plano mi idea de ayudarles en las labores de siembra. Nos encontrábamos en pleno forcejeo dialéctico cuando algunos de los servidores llamaron nuestra atención. Procedente de la aldea se acercaba un jinete.

Lázaro colocó su mano izquierda a manera de visera y observó atentamente. De pronto, sin hacer el menor comentario, soltó el sementero que colgaba de su hombro y salió a la carrera hacia la vereda. El jinete llegó al trote hasta mi amigo y, descabalgando, abrazó a Lázaro. Un instante después volvía a montar, alejándose hacia Betania. El resucitado hizo señales para que me acercara. Al llegar junto a él su rostro aparecía iluminado.

-¡Viene el Maestro! -me soltó a bocajarro, con una alegría incontenible-. Al fin podrás conocerlo... Vamos, tenemos mucho qué hacer.

-Pero, ¿dónde está?… ¿Ha llegado ya? -comencé a preguntarle atropelladamente, mientras trataba de seguirle. Pero Lázaro no me respondió.

Antes de que pudiera reaccionar, me había sacado medio centenar de metros de ventaja. A pesar de su aparente debilidad, corría como un gato salvaje.

Al entrar en la casa me di cuenta de que la noticia había alterado a la familia y amigos.

Marta, sobre todo, corría de un lado para otro, sonriente y nerviosa. Al vernos se abrazó a Lázaro, confirmándole la buena nueva:

-¡Viene!... ¡Viene Jesús!...

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El hermano intentó calmarla, preguntándole algunos detalles. Dicen que está a unos diez estadios de Betania -añadió la «señora».

Rice un rápido cálculo mental. Eso significaba que el rabí se hallaba a unos 1 860 metros de la aldea.

Puedo jurar que, a pesar de mi intensa preparación, de los largos años de entrenamiento y de mi condición de escéptico, la familia de Lázaro consiguió contagiarme su nerviosismo. Sin poder evitarlo, un escalofrío me sacudió la columna vertebral. Inexplicablemente, mi garganta se había quedado seca. Pero, en un esfuerzo por serenarme, lo atribuí a la loca carrera desde los campos. (Una vez más me equivocaba...)

Siguiendo los consejos de Lázaro, permanecí en la casa. Mi primera intención fue salir al encuentro del Nazareno, pero el resucitado me sugirió que era mucho mejor aguardarle allí.

-El viene siempre a nuestro hogar... Además -insinuó-, la noticia habrá llegado ya a Jerusalén y dentro de poco no se podrá caminar por las calles de Betania.

-Entonces -comenté con preocupación- el Maestro ha aceptado el reto y pasará la Pascua en la ciudad santa...

Mi amigo no quiso responder. Sin embargo, adiviné en su mirada un velo de pesadumbre.

Ellos presentían que aquélla podía ser la última Pascua de Jesús de Nazaret... Ni que decir tiene que el sumó sacerdote y sus secuaces podían estar ya enterados de la presencia del impostor en la vecina aldea. Y eso, como sabía muy bien Lázaro y sus hermanas, era peligroso.

Poco después de la hora nona -quizá fuesen las cuatro o cuatro y media de la tarde- la agitación entre las numerosas personas que se hallaban en el patio porticado de la hacienda se disparó súbitamente. Marta y María se precipitaron hacia el atrio y desaparecieron entre los grupos de hombres y mujeres que taponaban prácticamente la entrada principal.

Mi corazón se aceleró. Desde el exterior se oía un rumor de voces, gritos y saludos. Sin saber por qué, sentí miedo. Retrocedí unos pasos, ocultándome detrás de una de las columnas del ala derecha del patio. Las palmas de mis manos habían empezado a sudar. Presioné disimuladamente mi oído y, en voz baja, informé a Eliseo de la inminente llegada de Jesús.

A los pocos minutos, los servidores, amigos y familiares de Lázaro fueron apartándose y un nutrido grupo de hombres irrumpió en el patio.

Entre risas, besos y mantos multicolores mis ojos quedaron clavados de pronto en un individuo que sobresalía muy por encima de los demás... ¡Aquél tenía que ser Jesús!

Su extraordinaria talla -en un primer momento la calculé en algo más de 1,80 metros- lo convertía, al lado de la casi totalidad de los allí reunidos, en un gigante. Vestía un manto color

«burdeos», fajando el tórax y con los extremos enrollados en torno al cuello y cayendo sobre unos hombros anchos y poderosos. Una larga túnica blanca de amplias mangas le cubría casi hasta los tobillos. No le vi ceñidor o cinturón alguno. Traía un lienzo blanco arrollado sobre la frente, que caía sobre el lado derecho de sus cabellos.

Ni siquiera en el instante de la inversión de la masa del módulo, en aquella noche del 30 de enero de 1973, experimenté una aceleración cardíaca como la que estaba soportando en aquellos momentos.

El gigante caminó despacio hacia el centro del patio. Su brazo derecho descansaba sobre el hombro de Lázaro. A su alrededor, Marta y María gesticulaban y daban palmas, entre el alborozo general.

Era, sin duda, un hombre blanco, de rostro alto y estrecho, propio de los pueblos caucásicos.

El cabello, lacio y de una tonalidad ligeramente acaramelada, le caía sobre los hombros. Poco después, al soltarse la banda de tela que llevaba arrollada sobre la frente y que portaban también casi todos los hombres de su grupo, comprobé que se peinaba con raya en medio.

Presentaba un bigote y una fina barba, partida en dos, de un color oro viejo, similar a los cabellos. El bigote, aunque pronunciado, no llegaba a ocultar los labios, relativamente finos. La nariz me desconcertó. Era larga y ligeramente prominente.

Desde su entrada en la casa, Jesús no había dejado de sonreír, mostrando una dentadura blanca e impecable, muy distinta a la que padecía la mayoría de los hebreos.

El Maestro fue a sentarse al filo de la piscina central, sobre uno de los taburetes que alguien había rescatado del «comedor». Los hombres, mujeres y niños se arremolinaron a su alrededor.

Los rayos de sol incidieron entonces sobre su rostro y quedé maravillado. El contraste con 81

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aquellas caras endurecidas, sembradas de arrugas y avejentadas de sus amigos y seguidores, era sencillamente admirable. Su piel aparecía curtida y bronceada.

Tímidamente fui asomándome por detrás de la pilastra. Jesús, a poco más de cuatro o cinco metros, levantó repentinamente su rostro y me perforó con su mirada. Una especie de fuego me recorrió las entrañas. Ante la sorpresa general, el rabí se levantó, abriéndose paso entre las personas que habían empezado a sentarse sobre los ladrillos rojos del pavimento. Las rodillas empezaron a temblarme. Pero ya no era posible escapar. Aquel gigante estaba frente a mí...

Jamás olvidaré aquella mirada. Los ojos del Galileo -ligeramente rasgados y de un vivo color de miel- tenían una virtud singular: parecían concentrar toda la fuerza del Cosmos. Más que observar, traspasaba. Unas pestañas largas y tupidas le proporcionaban un especial atractivo.

La frente, despejada, terminaba en unas cejas rectas y suficientemente separadas. No pestañeó. Su faz, apacible y tibiamente iluminada por el sol, infundía un extraño
respeto.

Levantó los brazos y depositando unas manos largas y velludas sobre mis hombros, sonrió, al tiempo que me guiñaba un ojo.

Un inesperado calor me inundó de pies a cabeza. Traté de responder a su gesto, pero no pude. Estaba confuso y aturdido, emocionado...

Sé bien venido.

Aquellas palabras, pronunciadas en griego, terminaron por desarmarme. Había tal seguridad y afecto en su voz que necesité mucho tiempo para reaccionar.

El rabí volvió junto a la cisterna, mientras sus amigos le contemplaban en un mutismo total.

Algunos de los discípulos rompieron al fin el silencio y preguntaron al resucitado quién era yo.

El joven, con indudable satisfacción, les explicó que era su invitado: «Un extranjero llegado expresamente desde Tiro para conocer a Jesús.»

Yo permanecí inmóvil -como petrificado- tratando de ordenar mis pensamientos. «No puede ser -me repetía una y otra vez-. Es imposible que haya adivinado... ¿Cómo puede?...»

Por más vueltas que le di, siempre llegaba a la misma encrucijada. Si nadie le había hablado de mí -por qué iban a hacerlo- ¿cómo podía saber quién era y por qué estaba allí? En el patio había medio centenar de personas. A muchos los conocía -eso estaba claro-, pero a otros no.

Este era mi caso y, sin embargo, había caminado hasta mí...

Nunca, ni siquiera ahora, cuando escribo estos recuerdos, estuve seguro, pero sólo un ser con un poder especial podría haber actuado así.

Para qué voy a mentir. El resto de la tarde fue para mí como un relámpago que rasga los cielos de Oriente a Occidente. Apenas si me percaté de nada. Sé que Marta, al igual que hiciera conmigo, lavó los pies del Nazareno y que los frotó con mirra. Recuerdo vagamente -entre saludos constantes- cómo Jesús salió de la casa, acompañado por Lázaro y un nutrido grupo.

Marta me informaría después que las habitaciones de la hacienda estaban totalmente ocupadas por los amigos y familiares que habían ido acudiendo hasta Betania y que -de común acuerdo con Simón, un anciano incondicional del Maestro y viejo amigo de la familia- Jesús pernoctaría en la casa de este antiguo leproso.

Al principio, muchos de los habitantes de Betania y de los peregrinos llegados hasta la aldea discutieron entre sí, creyendo que el rabí entraría esa misma tarde del viernes en Jerusalén, como desafío al decreto de prendimiento que había promulgado el Sanedrín. Pero se equivocaban. Jesús y su gente se dispusieron a pasar la noche en la casa de Simón, así como en otros hogares de amigos y parientes de la familia de Lázaro. Todos -esa es la verdad-hicieron lo posible para que el Maestro se sintiera feliz durante su estancia en la pequeña población.

Según Marta, Simón había querido agasajar convenientemente a Jesús y había anunciado un gran banquete para el día siguiente, sábado. Eso significó un nuevo ajetreo en ambas casas, ya que -de acuerdo con las estrictas prescripciones de la ley judía- el día sagrado para los hebreos comenzaba precisamente con el crepúsculo del día anterior.

Durante el resto de la jornada, el Maestro de Galilea recibió a infinidad de amigos y visitantes, departiendo con todos.

Al anochecer, Jesús regresó a la casa de Lázaro y allí, en compañía de sus íntimos y de la familia del resucitado, repuso fuerzas, mostrándose de un humor excelente.

Lázaro me rogó que les acompañara. Los hombres tomaron asiento en torno a la gran mesa rectangular del «comedor» y las mujeres -dirigidas por Marta- comenzaron a servir. En un 82

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primer momento me mantuve prudentemente al amor de la chimenea. Pero Lázaro insistió y me vi obligado a compartir con ellos las abundantes viandas: algo de caza, judías, legumbres, frutos secos y vino. Me sorprendió comprobar que en ninguna de las comidas se probaba el agua. Esta era sustituida habitualmente por vino.

Antes de iniciar la tardía «cena», el Maestro y las catorce o quince personas que compartían los alimentos se pusieron en pie, entonando un breve cántico. Yo hice otro tanto, aunque permanecí lógicamente en silencio. Al terminar, Marta -en una de las presurosas idas y venidas-me explicó que aquel himno, titulado
Oye, Israel,
era en realidad una oración. Me sorprendió ver cómo el rabí, a pesar de sus públicas y acusadas diferencias con los doctores de la ley, respetaba las viejas costumbres de su pueblo. No sé si he mencionado que el Maestro había hecho gala durante toda la tarde de un contagioso sentido del humor, riendo y haciendo bromas por cualquier cosa. Aquél iba a ser -al menos en los días que precedieron al jueves, 6

de abril- otro de los aspectos que me sorprendieron de Él. ¡Qué lejos estaba de esa imagen grave, atormentada y lejana que se deduce al leer muchos de los libros del siglo XX!... Jesús de Nazaret era una mezcla de niño y general; de ingenuo pastor y concienzudo analista; de hombre que vive al día y de prudente consejero. Pero, sobre todo, se le notaba feliz. Mucho más alegre y despreocupado que sus propios discípulos y amigos, visiblemente alterados por las amenazas del sumo sacerdote.

Acto seguido, Jesús -que presidía la mesa junto a Lázaro- se hizo cargo de una de las hogazas de pan y, según su costumbre, lo troceó y distribuyó entre los comensales.

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