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Authors: J. J. Benitez

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Caballo de Troya 1 (25 page)

BOOK: Caballo de Troya 1
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Apenas si habíamos comenzado cuando, de pronto, el Maestro se dirigió a uno de los hombres del grupo. Al llamarlo por su nombre, el corazón me dio un respingo. ¡Era Judas Iscariote!

El discípulo se levantó lentamente y, aproximándose al rabí, le entregó algo. Después regresó a su puesto. Permanecí como hipnotizado, contemplando a aquel individuo flaco y larguirucho, de algo más de 1,70 metros de estatura y cabeza pequeña. Su nariz aguileña destacaba sobre una piel pálida, casi macilenta, dándole el clásico «perfil de pájaro» que yo había estudiado en la clasificación tipológica de Ernest Kretschmer. (El gran psiquiatra se hubiera sentido muy satisfecho al saber que su definición del «tipo leptosomático» coincidía de lleno, en este caso, con el temperamento «esquizotímico» de Judas: serio, introvertido, reservado, poco sociable y hasta esquinado. La verdad es que conforme fui conociendo el carácter de este hombre, me percaté que se trataba en realidad de un gran tímido que no había tenido oportunidad de desarrollar su inmenso caudal afectivo.) Su cabello negro, fino y abundante, contrastaba con su rostro prácticamente imberbe.

Al aproximarse a Jesús noté que su túnica, en lugar del simple cordón o ceñidor, iba sujeta por la cintura con una
hagorah
o faja oscura, de la que había extraído aquella pequeña bolsa de cuero. Al parecer, por lo que pude ir verificando, la mencionada faja servía, sobre todo, para guardar el dinero o pequeños objetos, amén de las armas. Judas portaba una pequeña espada, sujeta en su costado derecho. En aquellos instantes, sin embargo, no me percaté de un hecho singular: al igual que el Iscariote, otros discípulos ocultaban también sendas espadas bajo sus mantos y
hagorahs.

El rabí rogó a las hermanas de Lázaro que se aproximaran a Él. María fue la primera en abandonar los enseres que estaba manejando junto al fogón, situándose en una de las esquinas de la mesa, junto al Galileo. Al poco entraba Marta, secándose las manos en el delantal. La luz de una de las dos grandes lámparas o lucernas portátiles que habían sido colocadas sobre la mesa ponían al descubierto el atractivo perfil de María. Una espesa mata de pelo negro y cuidadosamente cardado le caía por la espalda, casi hasta la cintura. Sobre la frente, María, sujetando parte de los cabellos, lucía una cinta celeste que resaltaba sobre su cutis aceitunado.

Tenía las facciones pequeñas y delicadas, propias de sus dieciséis o diecisiete años.

Ni una sola vez había logrado hablar con ella y, no obstante, sus interminables ojos negros revelaban un corazón singularmente sensible.

Jesús puso la bolsita en las manos de María y, dirigiéndose a ambas, les pidió que aceptaran aquel pequeño obsequio. Mientras María se ruborizaba, Marta, presa de la curiosidad, arrebató el regalo de entre las manos de su hermana, abriéndolo con presteza. Desde mi asiento apenas si llegué a distinguir unos gránulos. Después supe que se trataba de semillas de bálsamo, compradas por el propio rabí a su paso por Jericó.

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Ante el regocijo general, María -siempre en silencio- se aproximó a Jesús, estampándole dos sonoros besos en las mejillas.

Poco a poco, sin embargo, el tono alegre y desenfadado de aquella comida fue decayendo, por obra y gracia de algunos de los hombres del Cristo. Saltaba a la vista que estaban seriamente preocupados por la dirección que iban a tomar los próximos pasos de su Maestro y que ellos, sin lugar a dudas, ignoraban totalmente. No tardó en surgir el asunto de la orden de captura de Jesús por parte del sumo sacerdote y las medidas que debían adoptarse para salvaguardar la seguridad del rabí, en primer lugar, y del resto del grupo al mismo tiempo.

Uno de los más fogosos y radicales era un discípulo de barba encanecida y bigote rasurado, prácticamente calvo y de ojos claros. Su cabeza redonda destacaba sobre un cuello grueso.

Aquel hombre de rostro acribillado por las arrugas -yo estimé que era uno de los de más edad (quizá rondase los 40 o 45 años)- no era partidario de la entrada en Jerusalén
1
. Temía, lógicamente, por la vida del rabí y trató, por todos los medios a su alcance, de convencer al grupo de lo peligroso del empeño.

Jesús asistió impasible y serio a toda la discusión. Dejaba hablar a unos y otros, sin pronunciar palabra. Hasta que en un momento álgido de la controversia, el Maestro dejó oír su voz grave. Y dirigiéndose al apóstol de los ojos azules, sentenció:

- Pedro, ¿es que aún no has comprendido que ningún profeta es recibido en su pueblo y que ningún médico cura a los que le conocen?...

Después, fijando aquellos ojos de halcón en los míos, añadió:

Si la carne ha sido hecha a causa del espíritu, es una maravilla. Si el espíritu ha sido hecho a causa del cuerpo, es la maravilla de las maravillas. Mas yo me maravillo de esto: ¿cómo esta gran riqueza se ha instalado en esta pobreza?

Un silencio denso quedó flotando en la estancia. Y el Maestro, levantándose, se retiró a descansar.

Aquella noche, y las siguientes, los discípulos -temerosos de todo y de todos- montaron guardia por parejas a las puertas de la casa de Simón, «el leproso». Tanto Judas Iscariote como Pedro, su hermano Andrés, Simón, llamado «el Zelotes» y los sorprendentes hermanos gemelos Judas y Santiago de Alfeo, iban armados con unas espadas cortas, prácticamente idénticas a los
gladius
de los legionarios romanos: la conocida
gladius Hispanicus
o espada española, como la definió Polibio. Eran unas armas de sesenta a setenta centímetros de longitud, de hoja ancha y doble filo, con una punta que las hacía temibles

Los discípulos de Jesús procuraban esconderías bajo los mantos

-generalmente en el costado derecho- y dentro de una vaina de madera.

Jesús no ignoraba que algunos de sus más cercanos seguidores llevaban armas. Sin embargo, salvo en el triste momento de su captura en la noche del jueves, en la finca de Getsemaní, jamás les hizo mención o reproche alguno.

1 DE ABRI, SÁBADO

A diferencia de las restantes jornadas, aquel amanecer del sábado no fui despertado por el rumor de la molienda del grano. La aldea parecía dormida, extrañamente silenciosa. Los hebreos -amos, sirvientes e, incluso, sus animales de carga- paralizaban prácticamente la vida, a partir de lo que ellos denominaban la vigilia del sábado; es decir, desde el crepúsculo del viernes. La Ley prohibía todos los trabajos mayores, los grandes desplazamientos, hacer el
1
Simón Pedro encajaba también en el tipo «pícnico» que cita Kretschmer: cara ancha, blanda y redondeada. Su rostro, visto de frente, recordaba un escudo. Su frente era amplia, conservando algo de pelo en las zonas temporales.

Sin embargo, Pedro no presentaba una excesiva obesidad. Su caja torácica, así como los hombros y brazos, eran fuertes y musculosos, muy propios de una vida consagrada al rudo trabajo de la pesca.

En lo que si coincidía con la clasificación de Kretschmer era en su temperamento «ciclotímico»: abierto, espontáneo, de amistad rápida y con grandes oscilaciones en su estado de humor. Por su gran capacidad de sintonización afectiva era fácil de contagiar de la alegría o de la tristeza. Y tuve oportunidades sobradas para confirmarlo. En suma: Pedro era muy sociable y bien aceptado por el resto del grupo. (N. del m.) 84

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amor, sacar agua de los pozos y hasta encender el fuego... Aquellas abrumadoras normas de origen religioso trastornaban por completo el ritmo diario de la vida social de los judíos. Y lo que en un principio debería haber sido un motivo de alegría y merecido descanso, había terminado por deformarse, convirtiéndose en un enmarañado código de disposiciones, en su mayoría absurdas y ridículas.

Lázaro y su familia, siguiendo el ejemplo de Jesús, adoptaban una postura mucho más liberal. Esa misma tarde tendría oportunidad de comprobar los muchos disgustos y quebraderos de cabeza que arrastraban, como consecuencia de la sincera puesta en práctica de la doctrina que venía predicando el rabí de Galilea.

A pesar de todo, quedé francamente sorprendido al ver -desde primeras horas de la mañana- un incesante gentío que, procedente de Jerusalén y del campamento levantado junto a sus murallas, pretendía saludar a Lázaro y al hombre que había sido capaz de desafiar al Gran Sanedrín. Según mis informaciones, uno de estos preceptos sabáticos especificaba que el hombre de la casa debía dar tres órdenes cuando comenzaba a oscurecer (es decir, en la tarde del viernes): «¿Habéis apartado el diezmo?»
1
. «¿Habéis dispuesto el
erub»?
Por último, el cabeza de familia debía ordenar que se prendiera la lámpara.

Pues bien, si la distancia de Jerusalén a Betania era de unos quince estadios (casi tres kilómetros), ¿cómo es que aquellos judíos incumplían una de las normas más severas del sábado: caminar más de los dos mil codos fijados por la Ley?
2
.

Lázaro, con una sonrisa maliciosa, vino a explicarme que, también en aquellos tiempos,

«hecha la ley, hecha la trampa....»

Los israelitas, para aligerar esta disposición de los dos mil codos, habían «inventado» el
erub.

Si una persona, por ejemplo, colocaba en la vigilia del sábado (el viernes) alimentos como para dos comidas dentro de ese límite de los dos mil codos o mil metros, aquello -el
erub-
era considerado como una «residencia temporal», pudiendo entonces caminar otros dos mil codos en cualquier dirección
3
.

Esto explicaba la masiva presencia de peregrinos y vecinos de Jerusalén en Betania, que -

según mi amigo- podían haber situado uno o dos
erub
en el mencionado sendero que une las tres poblaciones: Jerusalén, Betfagé y la aldea en la que me encontraba.

Mi condición de extranjero y gentil me proporcionó, al fin, una oportunidad para ayudar a la familia que me había acogido bajo su techo. Hasta la hora tercia (nueve de la mañana), y después de vencer la resistencia de Marta, me ocupé del transporte del agua, así como de alimentar el fuego de la chimenea, recoger los huevos del gallinero y de la limpieza y puesta a punto de un ingenioso artilugio que llamaban
antiki
y que no era otra cosa que una especie de calentador metálico, con un recipiente para las brasas. El descanso sabático prohibía retirar las cenizas del mismo y, por supuesto, volver a cargarlo. Aquel utensilio, provisto de un tubo interior en contacto con el fuego, era de gran utilidad para calentar agua. Al no ser judío, yo estaba liberado de aquellas normas y ello, como digo, me permitió compensar en parte la gentileza y hospitalidad de mis amigos.

Pero mi corazón ardía en deseos de salir al encuentro de Jesús. Marta, con su finísimo instinto, me sugirió que lo dejara todo y que fuera en busca del Maestro. Poco antes, en una de sus visitas a la casa de su vecino, Simón, con motivo de la preparación del festín que los
1
Las estrechas leyes del descanso sabático llegaban a tal extremo, que de los alimentos que habían de ser ingeridos había que apartar el diezmo antes del sábado. Durante este tiempo no se podía hacer tal operación. (N. del m.)

2
A diferencia del codo romano (cubitus), de 74 milímetros (es decir, la longitud de una mano), el codo judío -

también llamado filetérico, por el apodo de los reyes de Pérgamo (Philetairos)-, estuvo vigente en el oriente del Imperio romano desde la constitución de la provincia de Asia en el año 133 antes de Cristo. Tenía 52,5 centímetros de longitud.

Esta medida se empleaba corrientemente en Palestina y Egipto. En una conexión rutinaria con el módulo, nuestro ordenador central confirmó que según Dídimo de Alejandría (final del siglo I antes de nuestra era), el codo egipcio de la época romana equivalía a pie y medio del sistema tolemaico. Es decir, 525 milímetros También los escritos de Josefo daban esta medida como la descrita en la literatura rabínica. (N. del m.)
3
El mismo recurso se utilizaba entre varios vecinos, colocando los alimentos en un patio y creando así la presunción de que se trataba de una sola casa. De este modo quedaba permitido el transporte de objetos en su interior.
(N. del m.)

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habitantes de Betfagé y Betania querían ofrecer al rabí, había tenido ocasión de verle en el jardín.

Cuando me disponía a salir de la casa, la «señora» me recordó que yo también había sido invitado y que, si así lo consideraba, ella misma me conduciría hasta el lugar que se me había asignado. Yo sabía muy bien que en aquella cena iba a producirse un acontecimiento

«especial». Lo que no podía imaginar entonces era la gravísima repercusión que entrañaría para el Maestro...

La hacienda de Simón, el hombre más rico e importante de Betania desde la muerte del padre de Lázaro, se levantaba a escasa distancia y también en el núcleo oriental de la población. La única diferencia sustancial con la casa de mi amigo era el frondoso jardín cuajado de cipreses, algarrobos y palmeras- perfectamente cercado por un muro de piedra de dos metros de altura. En Jerusalén, excepción hecha de la rosaleda, los jardines estaban prohibidos.

Aquella norma, en cambio, no obligaba a las restantes ciudades. Simón, fervoroso creyente y seguidor del Cristo, era, además, un enamorado de las plantas, pasando buena parte de su ya avanzada ancianidad entre sus rosas, gálbanos, luminosos y perfumados estoraques de flores blancas, jaras y los curiosos tragacantos, de cuyas ramas y troncos fluye una preciada goma blanquecina, altamente medicinal.

A las puertas de la hacienda se apiñaba una silenciosa muchedumbre, a la espera de poder ver al Maestro. Como si se tratase de un estadista del siglo XX, varios discípulos de Jesús permanecían apostados junto al portón, con las espadas ocultas por la faja y el manto controlando las entradas y salidas de los amigos, familiares y servidores de la casa: los únicos autorizados a traspasar el umbral.

No tuve el menor problema para cruzar ante los hombres del Galileo. Mi amistad para con Lázaro y el oportuno gesto de Jesús, saludándome la tarde del día anterior, habían hecho que me ganara las simpatías y confianza de los apóstoles. Al verme, uno de los discípulos -Judas de Santiago, gemelo del otro Alfeo- me preguntó si buscaba a alguien en particular. Le dije que a Jesús y se brindó encantado para acompañarme. Al traspasar la puerta principal me encontré ante el cuidado y dilatado jardín. Un estrecho camino, adoquinado con piedras blancas (caliza, sin duda), nos condujo en línea recta hasta la explanada abierta al pie mismo de la escalinata de mármol que daba acceso a la casa.

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