Caballo de Troya 1 (30 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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Obviamente, ninguno de los que escucharon aquellas frases podía intuir siquiera el trágico fin que acababa de profetizar el rabí. Treinta y tres años más tarde, desde el 66 al 70, el general romano Tito Flavio Vespasiano primero caería sobre Israel con tres legiones escogidas y numerosas tropas auxiliares del Norte. Su hijo Tito remataría la destrucción del Templo y de buena parte de Jerusalén, en medio de un baño de sangre. Más de ochenta mil hombres, integrantes de las legiones 5.ª, 10.ª 12.ª y 15.ª, reforzadas por la caballería, llegarían poco antes de la luna llena de la primavera del año 70 ante la murallas de la ciudad santa. En agosto de ese mismo año, y después de encarnizados combates, los romanos plantaban sus insignias en el recinto sagrado de los judíos. En septiembre, tal y como había advertido Jesús, no quedaba piedra sobre piedra de la que había sido la ciudad «ombligo del mundo». Según los cálculos de Tácito, en aquellas fechas se habían reunido en Jerusalén -con el fin de celebrar la tradicional Pascua- alrededor de seiscientos mil judíos. Pues bien, el historiador Flavio Josefo afirma que, durante el sitio, el número de prisioneros -sin contar a los crucificados y a los que lograron huir- se elevó a 97000. Y añade que, en el transcurso de tres meses, sólo por una de las puertas de la ciudad pasaron 115000 cadáveres de israelitas. Los que sobrevivieron fueron vendidos como esclavos y dispersados.

Las lágrimas y los lamentos del Nazareno estaban más que justificados...

El joven Juan, uno de los discípulos más queridos por Jesús -sin duda por su inocencia y generosidad- se aproximó hasta el Maestro y con el alma conmovida le tendió un pañolón, de los usados habitualmente para quitar el sudor del rostro y que solían guardar anudado en cualquiera de los brazos. Cristo, sin pronunciar una sola palabra más, se enjugó las lágrimas y volvió a montar en el jumento, iniciando el descenso hacia la ciudad.

La riada de gente que habíamos visto desde la cima subía ya por la ladera, arreciando en sus vítores.

Jesús, fuertemente escoltado por sus hombres, correspondía a aquellas manifestaciones de afecto, avanzando cada vez con mayores dificultades. El gentío que salía a raudales por las murallas de Jerusalén no se contentaba sólo con aclamarle a ambas orillas del camino. Muchos de ellos, especialmente los niños y adolescentes, se arremolinaban en torno al borriquillo, obligando a los discípulos a abrir paso entre empujones y gritos. ¡Era el delirio!

El bullicio había conmovido de tal forma a los hebreos de la ciudad y de los campamentos levantados en su entorno que, al poco, cuando la comitiva pujaba por cruzar bajo el arco de la puerta de la Fuente, en el vértice sur de Jerusalén, un grupo de fariseos y levitas -alertados por el tumulto y que, según los indicios, salía precipitadamente con idea de prender al impostor-hizo su aparición entre la muchedumbre. Los policías del templo, armados con espadas y mazas, permanecieron a la expectativa, esperando la orden de los sacerdotes. Pero el entusiasmo y el clamor de aquellos miles de judíos eran tales que debieron pensarlo con más calma y, prudentemente, dejaron pasar a Jesús y a sus seguidores. El rabí, con una envidiable astucia, había evitado su tumultuosa entrada por la zona nororiental de Jerusalén. Desde la cumbre del Olivete, el ingreso en la ciudad santa hubiera resultado mucho más rápido, salvando el cauce seco del Cedrón y penetrando por la llamada Puerta Probática o por la del Oriente, en el costado oriental de las murallas. Aquella maniobra, sin embargo, entrañaba un riesgo latente: pasar muy cerca de la fortaleza Antonia, sede y cuartel general de las fuerzas romanas de ocupación. Por otra parte, al planear la entrada triunfal por la zona más meridional, Jesús se veía obligado a cruzar por algunas de las calles más populosas de la parte baja y vieja de la capital. Aunque tampoco llegué a preguntárselo jamás, al contemplar aquella imponente 99

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manifestación del pueblo judío, volcado con y por Jesús
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, tuve la certidumbre de que el Maestro quiso dirigir sus pasos a través de aquel sector de Jerusalén, precisamente con una doble intención: permitir así un más prolongado y caluroso recibimiento que -de paso- le protegiera a El y a sus hombres contra la orden de caza y captura dictada por el Sanedrín. Aquel estallido fue tan sincero y clamoroso que, como ya he mencionado, los sacerdotes no se atrevieron a consumar el prendimiento.

Al entrar en las calles de Jerusalén, la multitud se volvió tan expresiva que muchos de los jóvenes y mujeres, al alcanzar la rosaleda (único jardín permitido en la ciudad santa), arrancaron decenas de flores, arrojándolas al paso de Cristo.

Aquel gesto desbordó los perturbados ánimos de los fariseos y escribas que habían ido saliendo al encuentro del «impostor» y algunos de ellos -los más audaces- se abrieron camino a codazos y empellones, cerrando la marcha del Nazareno.

Alzando sus voces por encima del tumulto, los sacerdotes le gritaron a Jesús:

-¡Maestro, deberías reprender a tus discípulos y exhortarles a que se comporten con más decoro!

Pero el rabí, sin perder la calma, les contestó:

-Es conveniente que estos niños acojan al Rijo de la Paz, a quien los sacerdotes principales han rechazado. Sería inútil hacerles callar... Si así lo hiciera, en su lugar podrían hablar las piedras del camino.

Los fariseos, desalentados y rabiosos, dieron media vuelta y con la misma violencia, se perdieron en la cabeza de la manifestación, camino sin duda del templo, donde -según pude verificar poco después- el Sanedrín celebraba uno de sus habituales consejos. Estos sacerdotes dieron cuenta a sus colegas de lo que estaba sucediendo en las calles del barrio viejo de Jerusalén. José de Arimatea, miembro de este Sanedrín y buen amigo de Jesús, relataría a la mañana siguiente a Andrés y al resto de los apóstoles cómo los fariseos irrumpieron con los rostros desencajados en la sala de las «piedras talladas» (lugar de sesiones del Sanedrín), exclamando:

«¡Mirad, todo lo que hacemos es inútil! Remos sido confundidos por ese galileo. La gente se ha vuelto loca con él... Si no paramos a esos ignorantes, todo el mundo le seguirá.»

La triunfal comitiva prosiguió su marcha por las estrechas y empinadas callejas de la ciudad.

Las gentes se asomaban a las ventanas o le saludaban desde los terrados y muchos -que veían en realidad al Nazareno por primera vez- preguntaban: «¿Quién es este hombre?» La propia multitud y los discípulos se encargaban de responder a voz en grito: «¡Este es el profeta de Galilea! ¡Jesús de Nazaret!»

A eso de las tres y media o cuatro de la tarde, llegamos al largo muro oeste del hipódromo.

Una vez allí, al sur del gran recinto del templo, Jesús descendió definitivamente del jumento, pidiendo a los gemelos Alfeo que regresaran a Betfagé y devolvieran el burrito a su dueño.

Atraídos por el incesante griterío de los judíos, algunos de los miembros del Sanedrín se asomaron por entre los altos arcos del acueducto que unía el vértice suroccidental de templo con la zona alta de la ciudad, contemplando atónitos cómo la multitud solicitaba a gritos que Jesús hablase y que fuese proclamado rey. En el ánimo general -incluyendo a los más íntimos del Nazareno- flotaba la creencia de que aquél era el libertador esperado. Por un momento me dejé llevar por la fantasía e imaginé qué hubiera podido ocurrir si el rabí hubiera accedido a las incesantes peticiones del pueblo...

Pero no eran esas -ni mucho menos- las intenciones del Galileo. Muy al contrario. Haciendo caso omiso de las sugerencias de sus propios discípulos, que le suplicaban que se dirigiera a la
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Nuestro ordenador central, en base a los cálculos estimados en la Misná, nos había prevenido sobre la afluencia de hebreos que podríamos encontrar en aquellos días en la Pascua en Jerusalén. De acuerdo con las medidas de los diferentes atrios del templo, Santa Claus fijaba en unos dieciocho mil los israelitas que podían tener acceso al recinto sagrado, en tres turnos y que representaba el sacrificio de otros tantos corderos pascuales. Teniendo en cuenta que cada víctima podía ser consumida por un promedio aproximado de diez personas, ello significaba un volumen de unos ciento ochenta mil asistentes a la fiesta. De éstos, unos veinte mil eran vecinos de la propia ciudad de Jerusalén y quizá otros cinco o diez mil más acampaban fuera de las murallas. En suma, los peregrinos llegados en aquellos días hasta la ciudad santa podían oscilar alrededor de los cien mil o ciento veinticinco mil. Esto nos da una idea bastante aproximada de lo que realmente constituyó la aglomeración al paso de Jesús y de sus discípulos en aquella tarde del domingo, 2 de abril. (N. del m.)

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muchedumbre, Jesús de Nazaret, en silencio y con su peculiar paso rápido, dejó a la gente plantada, entrando a la gran explanada del templo por la llamada puerta Doble.

Los diez apóstoles y las mujeres recordaron las órdenes de Cristo de no dirigirse públicamente a los hebreos y, a regañadientes y malhumorados, siguieron al Maestro hasta el interior del recinto. Yo permanecí unos instantes al pie del imponente muro sur del templo, observando cómo parte de los que le habían venido aclamando se dispersaba, mientras otros cientos se decidían finalmente por acompañar al Mesías.

Al penetrar en la gran explanada que rodeaba el santuario -y a pesar de haber visto aquel formidable «rectángulo» desde el aire- quedé sobrecogido por la magnificencia de la obra.

Herodes se había jugado el todo por el todo en la construcción de aquel templo. Enormes bloques de piedra -meticulosamente escuadrados y encajados (los mayores de 4,80 x 3,90

metros)- constituían las hiladas inferiores de los sillares. El inmenso patio de los Gentiles, que rodeaba totalmente el santuario propiamente dicho, había sido cercado con una soberbia columnata. Una balaustrada aislaba el templo de la zona destinada a los no judíos (el mencionado atrio de los Gentiles). Sobre dos de sus trece puertas de acceso al interior, y en las que montaban guardia los levitas o policías al mando de siete guardianes permanentes, pude leer sendas advertencias -en griego- que, naturalmente, respeté en todo momento. Decían textualmente: «Ningún extranjero puede penetrar dentro de la cerca y muralla en torno al santuario. Todo el que sea sorprendido violando esta orden será responsable de la pena de muerte que de ahí se seguirá.»

Realmente, los historiadores como Josefo o Tácito no habían exagerado al describir aquella maravilla. Al ingresar en el gigantesco «rectángulo» -daba igual el acceso que se utilizase para ello- uno quedaba deslumbrado por el lujo. Todas las puertas -tanto la Probática como la Dorada o los pórticos Doble, Triple y el Real- habían sido recubiertas con planchas de oro y plata. (Sólo había una excepción, aunque no me fue posible verificarlo ya que se hallaba en el centro mismo del templo. Era la denominada Puerta de Nicanor. Según Josefo y la
Misná,

«todas las puertas que allí había estaban doradas, exceptuada la puerta de Nicanor, pues en ella había sucedido un milagro; según otros, porque su bronce relucía como el oro».)
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A aquellas horas del atardecer, con la luz solar incidiendo oblicuamente sobre Jerusalén, las agudas puntas que sobresalían en el tejado -enteramente bañadas en oro- relucían y destelleaban, proporcionando al conjunto un halo casi mágico y fascinante.

El patio de los Gentiles -en especial toda la zona próxima a las columnatas del llamado Pórtico Regio- presentaba un movimiento inusitado. Buena parte de esta área sur del gran

«rectángulo» del templo se encontraba atestada de tenderetes, mesas y jaulas con palomas.

Teniendo en cuenta que dicha explanada media en su parte más estrecha justamente al pie de la columnata del Pórtico Regio) 735 pies
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, es fácil hacerse una idea del volumen de puestos de venta que -en tres o cuatro hileras- habían sido montados en la mencionada explanada. No
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El archivo contenido en el ordenador central del módulo ponía de manifiesto -según el escrito rabínico
Middot,
II,3- que la citada puerta de Nicanor, situada entre el atrio de las mujeres y el de los israelitas (todo en el interior del templo), era de bronce de Corinto. Según datos escritos por Josefo, «nueve puertas del templo, junto con dinteles y jambas, estaban completamente revestidas de oro y plata. Una sola era de bronce de Corinto, la cual superaba con mucho a las otras en valor». Al incendiar las puertas para tomar el templo, se fundió el revestimiento y las llamas alcanzaron así las partes de madera. Siguiendo con esta suntuosidad, Flavio Josefo aseguraba que el vestíbulo estaba enteramente recubierto de placas de oro «de cien codos cuadrados y del grosor de un denario de oro». De las vigas del vestíbulo colgaban cadenas de oro. Allí mismo había dos mesas; una de mármol y otra de oro; esta última era de oro macizo. Sobre la entrada que conducía del vestíbulo al Santo se extendía una parra también de oro, la cual crecía continuamente con las donaciones de sarmientos de oro que los sacerdotes se encargaban de colgar. Además, sobre esta entrada pendía un espejo de oro que reflejaba los rayos del sol naciente a través de la puerta principal (que no tenía hojas). Había sido una donación de la reina Helena de Adiabene. En el Santo, situado detrás del vestíbulo, se hallaban singulares obras de arte, que constituyeron los trofeos de Tito a su entrada triunfal en Roma: el candelabro macizo de siete brazos, dedos talentos de peso (cada talento equivalía a 34 kilos y 272 gramos) y la mesa maciza de los panes de la proposición, también de varios talentos de peso. El «sanctasanctórum», finalmente debía de hallarse vacío y sus paredes totalmente recubiertas de oro.

Una vez dentro del atrio de las mujeres, el oro resplandecía también por doquier. Había candelabros de oro, con cuatro copas en sus vértices. Las tesorerías del templo estaban abarrotadas de objetos de plata y oro. Según cuenta Josefo, al registrarse la destrucción del templo por los romanos, la Provincia de Siria se vio inundada por una gigantesca oferta de oro que trajo Como consecuencia la caída de la «libra de oro». (N. del m.)
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Unos 245 metros, aproximadamente (N. del t.)

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llegué a sumarías en su totalidad, pero dudo mucho que las mesas de los vendedores bajasen de trescientas o cuatrocientas.

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