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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

Caballo de Troya 1 (72 page)

BOOK: Caballo de Troya 1
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Para el retorcido hebreo, aquel gesto constituía delito, ya que incitaba al asesinato...

La grotesca escena se vio un tanto distendida cuando, súbitamente, los 23 jueces y el resto de los miembros del Sanedrín se pusieron en pie. En la sala se hizo un espeso silencio y uno de los saduceos el que se sentaba a la derecha de Caifás- se retiró de su puesto, cediendo el lugar a un individuo menudo y encorvado que acababa de irrumpir en la sala.

-Es Anás -me susurró Juan.

Durante mi estancia en el palacete del ex sumo sacerdote no había tenido oportunidad de conocerle. Ahora, al verle subir al estrado ayudado por dos de sus siervos, sentí cierta decepción. El poderoso suegro de Caifás y padre de la influyente familia sacerdotal era en realidad un viejo decrépito, muy próximo a los 70 años y aquejado de una avanzada dolencia de Parkinson. Como
sâgan
o presidente de la cámara de los «ancianos» ocupó el asiento ubicado a la derecha del sumo sacerdote en funciones aquel año. Inmediatamente, el resto de los jueces volvió a acomodarse y Caifás, con un displicente gesto de sus regordetas manos, indicó a los testigos que prosiguieran.

A pesar de su más que probable esclerosis cerebral, Anás o Anano -como lo llama Josefo-conservaba unos ojos de rapaz nocturna, grandes y vertiginosos. Nada más sentarse recorrieron la sala, yendo a posarse en los del Maestro. Y el temblor de sus manos se acentuó.

Jesús sostuvo su mirada y Anás, indeciso, trató de esconder las apergaminadas manos bajo el ropón de púrpura que le cubría. Después, desviando su atención hacia el inquisidor de turno, pareció olvidarse del Galileo.

Este hombre -había empezado a proclamar el testigo- afirmó que destruiría el templo y que en tres días edificaría otro, pero sin la ayuda de la mano del hombre.

Los
archontes
o jefes del templo habían encontrado, al fin, un argumento condenatorio lo suficientemente sólido. Por supuesto, aquello no era lo que había dicho Jesús. Además, ni este testigo ni el siguiente, que ratificó cuanto había dicho su compañero, hicieron alusión alguna al decisivo gesto del rabí cuando, al tiempo que pronunciaba aquellas proféticas palabras, señalaba hacia su cuerpo con el dedo.

Si no recuerdo mal, aquél fue el único testimonio en el que dos sujetos lograron ponerse de acuerdo.

Antes de que concluyeran 105 testigos, el clamor de los
archiereis
o sacerdotes jefes fue general, turbando el orden de la sala con exageradas muestras de desagrado e incredulidad.

Caifás levantó sus brazos pidiendo calma, mientras una cínica sonrisa se dibujaba en su rostro. Y el silencio se restableció poco a poco. En esos momentos, Anás hizo una señal a su yerno. Este se inclinó y el ex sumo sacerdote le comentó algo al oído. Al terminar, ambos tenían los ojos fijos en Jesús. Este seguía imperturbable. Ninguna de las alegaciones había logrado alterar su ánimo.

-¿No contestas a ninguna de las acusaciones? -le gritó de pronto Caifás, con aquella voz chillona y desagradable.

Los jueces, testigos, levitas y el resto de 105 asistentes, incluido Judas, esperaron la respuesta del Galileo. Fue inútil. El Maestro, con los ojos puestos en Caifás, no despegó sus labios.

Aquel silencio del acusado, unido a su gran entereza, hizo enrojecer a Caifás. Sus párpados empezaron a cerrarse y abrirse rítmicamente, presa de un «tic» nervioso. Es muy posible que el odio de aquel hebreo hacia Jesús de Nazaret alcanzase en aquellos minutos unas cimas extremas. Y estoy casi seguro también que, por encima de las enseñanzas y milagros del Cristo, lo que verdaderamente alimentaba la venganza del sumo sacerdote era el dominio de que hacía constante gala el Maestro. Si Jesús se hubiera humillado o adoptado una postura conciliadora, quizá el simulacro de proceso no hubiera arrastrado tan dolorosas consecuencias para la persona del rabí de Galilea.

Cuando todo parecía indicar que Caifás estaba a punto de estallar, Anás se incorporó. Extrajo un rollo de pergamino del interior de su manga derecha y, mientras procedía a desplegarlo, anunció al tribunal que «aquella amenaza del Galileo de destruir el Templo era razón más que suficiente como para considerar las siguientes acusaciones...»

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Y con voz premiosa y vacilante, pegando casi el documento a los ojos, dio lectura a los cargos que, obviamente, habían sido fijados antes, incluso, de la sesión del Sanedrín:

«... El acusado desvía peligrosamente a las gentes del pueblo y, además, les enseña.

»… El acusado es un revolucionario fanático que aconseja la violencia contra el Templo sagrado y, además, puede destruirlo.

»... El acusado enseña y practica la magia y la astrología
1
. La prueba de que prometa edificar un nuevo santuario en tres días y sin ayuda de las manos es concluyente.»

Juan, estupefacto, me hizo ver algo que estaba claro como la luz: la redacción de semejantes acusaciones tenía que haber sido hecha de mutuo acuerdo con los falsos testigos.

Pero las indignidades de aquel consejo no habían hecho más que empezar.

Anás volvió a enrollar el pergamino y aguardó, en pie, la respuesta del reo. Sin embargo, Jesús no movió un solo músculo.

El anciano, visiblemente contrariado, se dejó caer sobre el banco y aquel denso y amenazante silencio inundó de nuevo la cámara.

En un acceso de ira, Caifás saltó de su puesto y llegando frente al Maestro le conminó con el dedo, gritándole:

-En nombre de Dios vivo -¡bendito sea!- te ordeno que me digas si eres el liberador, el Hijo de Dios..., ¡bendito sea su nombre!

Esta vez, Jesús, bajando sus ojos hacia el menguado y colérico sumo sacerdote, sí dejó oír su potente voz:

-Lo soy... Y pronto iré junto al Padre. En breve, el Hijo del Hombre será revestido de poder y reinará de nuevo sobre los ejércitos celestiales.

Las palabras del Nazareno, rotundas, retumbaron en la sala como un mazazo. Caifás retrocedió dos pasos. Tenía la boca abierta y temblorosa y sus ojos aparecían inyectados desangre, al igual que su cara y cuello. Sin dejar de mirar a Jesús echó mano de las cinco hazalejas que rodeaban su pecho y, con un tirón, hizo saltar los pasadores que sujetaban dichas bandas por la espalda
2
.

La sagrada ornamentación del sumo sacerdote cayó sobre el piso, con un casi imperceptible chasquido de las agujas de marfil al estrellarse contra el enlosado.

Y Caifás, fuera de sí, exclamó con voz quebrada por la congestión, al tiempo que una involuntaria «lluvia» de gotitas de saliva saltaba por los aires:

-¿Qué necesidad tenemos de testigos...? ¡Ya han oído la blasfemia de este hombre...! ¿Qué creen y cómo hemos de proceder con este violador?

La treintena de saduceos, fariseos y escribas se puso de pie como uno solo hombre, vociferando a coro:

-¡Merece la muerte...! ¡Crucifixión...! ¡Crucifixión!

La acelerada palpitación de las arterias del cuello de Caifás demostraban muy a las claras que su organismo estaba experimentando una importante descarga de adrenalina. Y con la misma furia con que había desgarrado parte de sus vestiduras volvió a encararse con el Maestro, lanzando un violento revés a la mejilla izquierda de Jesús. Los sellos de la mano izquierda del sumo sacerdote (llegué a identificar una piedra de jaspe, un sardio y una cornerina) hirieron el pómulo y dos finísimos reguerillos de sangre se abrieron paso hacia la barba.

Pero el Galileo no dejó escapar un solo lamento. Bajó los ojos y ya no volvería a levantarlos hasta que la policía del Templo le condujo a la sala donde había visto congregados a los testigos.

El yerno de Anás se retiró a su puesto, mientras el coro de jueces seguía vociferando:

«¡Muerte...! ¡Muerte...!»

Juan se aferró a mi brazo, mordiendo el manto en un ataque de impotencia y desesperación.

Pero nadie, ni siquiera el legionario, movió un solo dedo en defensa de Jesús.

1
La astrología estaba entonces severamente penada. Rops asegura que era una «ciencia funesta» que engendraba todas las maldades.
(N. de
J. J.
Benítez.)

2
En aquel tiempo, ni los hombres ni las mujeres usaban botones. En Israel no eran conocidos. En su lugar utilizaban pasadores: una especie de aguja grande con un orificio en el centro al que se aseguraba un cordón. Se usaba insertándolo en la tela y pasando el cordón por detrás de la punta y la cabeza.
(N. del m.)
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El suegro del sumo sacerdote, que fue el único que permaneció sentado y en silencio, solicitó calma. Y cuando el último de los sanedritas había obedecido la orden de Anás, éste se dirigió al alterado Consejo sugiriendo que se buscaran nuevas acusaciones. Especialmente, cargos que pudieran comprometer al Nazareno frente a la autoridad romana. Con una inteligencia mucho más sutil que la del resto de los allí congregados, el veterano ex sumo sacerdote les dio a entender que aquellas alegaciones podían no satisfacer a Poncio Pilato.

Pero los sacerdotes, con Caifás a la cabeza, se opusieron rotundamente. Y durante un buen rato, los jefes del templo, escribas y fariseos discutieron acaloradamente, pisándose la palabra unos a otros. De aquella agria polémica deduje que los
archiereis
-tal y como ya había demostrado Caifás- no deseaban demorar el proceso por dos razones básicas: Primera, porque era el día de la «preparación» de la Pascua y, según la Ley, todos los trabajos debían concluir antes del mediodía.

Segunda, porque el temor general apuntaba hacia la posibilidad de que el procurador dejara Jerusalén, regresando a su base: Cesárea.

Este último extremo pesó mucho más que el primero. Si Poncio dejaba la ciudad santa, las maniobras del Sanedrín habrían resultado estériles.

Anás no pudo controlar la situación y los jueces, imitando al sumo sacerdote, se levantaron, abandonando la sala. Pero antes, uno tras otro, pasaron por delante del Maestro, escupiéndole en el rostro. Si no recuerdo mal fueron treinta salivazos. Mejor dicho, esputos y salivazos, quizá a partes iguales.

Cuando el Maestro pasó a nuestro lado, camino de la estancia donde iba a tener lugar una de las más salvajes y denigrantes afrentas de aquella jornada, el joven discípulo volvió su cara, impresionado por las repugnantes expectoraciones que ocultaban casi el rostro y barba del dócil Jesús. Juan fue presa de una serie de fuertes arcadas, terminando por vomitar en uno de los rincones de la sala.

De esta forma, en mitad de una gran confusión, se dio por concluida la primera parte de aquel «juicio». Eran las seis y media de la madrugada...

Aquel alto en el proceso judío a Jesús de Nazaret iba a ser en realidad una nueva y grotesca caricatura de lo que debería haber ocurrido en un juicio objetivo. Las normas hebreas -como iré desmenuzando al final de esta doble comparecencia del rabí de Galilea ante el irregular Consejo del Sanedrín- eran muy estrictas en todo lo relativo a causas «de sangre». En su «orden cuarto» (Capítulo V), la
Misná
israelita establece con gran rigor y meticulosidad que, «si el reo es encontrado inocente, es despedido. En caso contrario, los jueces aplazan la sentencia para el día siguiente...»

Pues bien, esta importantísima prescripción jurídica no sólo no fue tenida en cuenta por aquellos treinta secuaces del sumo sacerdote, sino que, además, resultó vilmente manipulada.

De mutuo acuerdo, Caifás y sus partidarios se retiraron de la sala del tribunal, reduciendo las 24 obligadas horas de reflexión y ayuno, previas a la emisión definitiva de la sentencia, a 30

escasos minutos. Una media hora que, en mi opinión, alcanzó una de las más altas cotas de salvajismo a que pueda llegar un grupo que se autocalifica de «civilizado»...

Es posible que por ignorancia, o por un respeto muy humano, los evangelistas no nos digan prácticamente nada de lo que padeció el Maestro en aquellos momentos y en aquel lugar.

Personalmente me inclino por la primera razón: la falta de información. Como detallaré de inmediato, el joven Juan no pudo estar presente en aquella espeluznante media hora. Los escritores sagrados hacen algunas alusiones -siempre muy superficiales y como no queriendo entrar en detalles- sobre una bofetada, algunos salivazos y golpes propinados por los siervos del Sanedrín...

Creo, honestamente, que los evangelistas -quizá en un afán de no mortificar a sus lectores con los sufrimientos del Cristo- hicieron un flaco servicio a la Verdad no exponiendo con mayor minuciosidad ese amargo trance del Nazareno. Precisamente al conocer con exactitud lo sucedido aquella mañana en una de las cámaras del Sanedrín, uno puede llegar a intuir que aquél fue, quizá, el momento más amargo y humillante de toda la Pasión. Mucho más, por supuesto, que la flagelación o que la terrorífica escena del enclavamiento... Entiendo que, para cualquier persona normal -y mucho más, lógicamente, si ese hombre «es» la propia Divinidad-, los ultrajes y ataques a su dignidad pueden resultar más dolorosos que los golpes o torturas 232

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propiamente dichos. Y esto fue lo que aconteció, mientras los jueces deliberaban en el jardín central del edificio.

Sin dudarlo un instante me fui detrás del soldado que custodiaba a Jesús, mientras Juan, muy afectado por aquella repulsiva deshonra de la persona de su Maestro, salía al exterior, tratando de respirar aire puro y de recuperarse física y emocionalmente.

Pero, a los pocos minutos, lo vi entrar en la sala donde los levitas habían conducido a Jesús.

Nos encontrábamos en un cubículo de reducidas dimensiones, totalmente vacío, desnudo de muebles y sin ventilación alguna. Dos de los domésticos del Sanedrín sostenían sendas antorchas que, juntamente con tres pequeñas lucernas de aceite colgadas en los muros de ladrillo, iluminaban el rectángulo con una luz rojiza y fantasmagórica.

El Nazareno fue situado en el centro del húmedo y maloliente aposento, mientras los policías y criados del templo -una docena, más o menos- tomaban posiciones, bien recostándose sobre las paredes o sentándose en el duro suelo.

Mi primera impresión, al comprobar el silencio y total indiferencia de aquellos individuos, fue relativamente tranquilizadora. Estaba claro que los sicarios de Caifás habían recibido órdenes de custodiar al reo y esperar la reanudación del proceso. Pero, cuando apenas habían transcurrido un par de minutos, uno de los levitas que había acompañado al Consejo se asomó a la puerta, llamando por señas a uno de los que portaban una tea. Después de un breve cuchicheo, el recién llegado desapareció y el de la antorcha dio unos pasos hacia sus compañeros de habitación, transmitiéndoles la orden que, sin duda, acababa de traer aquel policía.

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