Caballo de Troya 1 (76 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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Aquel mismo emisario que acompañaba a José de Arimatea me informó también que, poco después de la partida de Pedro, llegó al huerto Judas, uno de los hermanos carnales del Maestro. Se había anticipado al resto de su familia y allí supo del trágico arresto de Jesús. A petición de David Zebedeo, regresó a la carrera por el sendero que atraviesa el Olivete, reuniéndose con María, su madre, y con los demás componentes de su familia. Las órdenes de David eran que la familia del Maestro permaneciese, de momento, en la casa de Marta y María, en Betania. Y así se hizo.

Esto significaba que María, la madre de Jesús de Nazaret, se hallaba ya en las proximidades de Jerusalén..., y que, por supuesto, debía estar advertida de cuanto ocurría con su hijo.

La posibilidad de ese encuentro con María me estremeció...

El viento soplaba con mayor fuerza. Cuando alcanzamos a Caifás y a sus huestes, uno de los dos legionarios que montaban guardia en la cara norte del muro exterior que rodeaba la fortaleza había acudido al interior del cuartel, con el anuncio de la presencia de aquel destacado grupo de sacerdotes. Al parecer, el sumo sacerdote había advertido al centinela que el procurador sabía ya de aquella temprana visita. José y yo nos miramos, deduciendo que Poncio Pilato podía haber tenido conocimiento de este hecho por los judíos que le habían solicitado una escolta la noche anterior.

Sea como fuere, el caso es que Poncio hacía rato que aguardaba la llegada de esta representación del Sanedrín.

Mientras esperábamos a las puertas del parapeto de piedra, anuncié al de Arimatea que, aprovechando la orden que me había extendido el propio procurador, intentaría adelantarme a Caifás y a su pelotón. José asintió, añadiendo que él tenía intención de seguir al lado del Maestro y que, presumiblemente, nos volveríamos a ver en el interior de la residencia del procurador.

Así que, olvidando mi proyectada entrada en la Torre Antonia por el túnel del ala Oeste, extraje el salvoconducto, mostrándoselo al legionario. Este, al leer la autorización y escuchar el nombre de Civilis, me franqueó el paso, señalándome a varios soldados que montaban guardia al otro lado del foso, junto a una gran puerta practicada en la muralla y flanqueada por dos torretas de vigilancia.

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Al cruzar el puente levadizo, similar al que facilitaba el acceso por el túnel, uno de los guardias me salió al paso. Tuve que repetir la operación. El centinela revisó la orden del procurador y me ordenó que esperase. Después salió del puesto de guardia, adentrándose en el interior de la fortaleza. Aquella monumental puerta, coronada por un arco de medio punto, estaba provista de dos grandes batientes de madera, asegurados a unos postes verticales, susceptibles de girar en cajas de piedra. Supuse que, de esta manera, en momentos de peligro o ataque, los batientes podían cerrarse, siendo atrancados desde el interior.

Pocos minutos después, el legionario me llamaba desde unas escalinatas de piedra existentes al fondo. Caminé en solitario hacia el centinela, salvando un ancho patio, perfectamente adoquinado con cantos rodados. Al pie de las escalinatas, el soldado me indicó a un oficial, comentando:

-Éste te conducirá hasta Civilis...

Y así fue. Al final de aquellos quince peldaños me aguardaba un centurión.

La escalinata permitía el acceso a una especie de terraza rectangular, cuidadosamente embaldosada y cercada por ambos flancos con una serie de balaustres de mármol de un metro de altura.

Aquélla era la entrada principal de lo que podríamos denominar la residencia privada del procurador: un edificio suntuoso y relativamente apartado del conjunto, aunque dentro de la fortaleza.

El oficial me condujo al interior: un «hall» de extraordinarias dimensiones del que arrancaban tres escalinatas, todas de mármol blanco.

-Espera aquí -me dijo mientras se dirigía a las escaleras situadas frente a la puerta de doble hoja del vestíbulo. Al pie de dicha escalinata montaban guardia otros dos soldados, con sus lanzas y cotas de malla.

Obedecí, contemplando con admiración la serie de grandes vidrieras multicolores que se alineaban a lo largo de los muros, proporcionando a la estancia una abundante luz natural. En las paredes, revestidas de granitos procedentes de Siena, habían sido abiertos numerosos nichos en los que reposaban bustos del emperador, jarrones griegos decorados con escenas mitológicas y candelabros de plata.

El piso del «hall» había sido recubierto con un extenso mosaico, que nada tenía que envidiar a los que yo había visto en las ruinas de Pompeya.

Ensimismado con aquella exquisita decoración no me percaté de la llegada de Civilis.

El centurión y comandante de la legión me saludó sonriente. En esta ocasión se tocaba con un casco de metal sumamente pulido y rematado por un penacho de plumas rojas.

Antes de que pudiera explicarle que deseaba cambiar mis planes, Civilis se adelantó hasta la puerta del «hall» y señalando el portalón de la muralla me anunció que « el día acababa de complicarse».

-Poncio deberá recibir esta mañana -me dijo con un gesto de disgusto- a varios representantes del Consejo de Justicia de los judíos...

-Lo sé -repuse- y precisamente quería hablarte de ello...

El centurión me miró sorprendido.

He oído que los judíos tratan de juzgar a un mago. Lo he visto al pasar. Sabes que me intereso por los astros y sus designios y quisiera pedirte y pedirle al procurador un pequeño cambio de planes.

Civilis siguió escuchándome con atención.

-Tengo entendido -proseguí- que ese hombre al que llaman Jesús de Nazaret ha obrado grandes portentos y, abusando de vuestra hospitalidad, desearía estar presente cuando sea presentado a Poncio.

Y antes de que el centurión pudiera responder, remaché mis palabras con una afirmación que, tal y como esperaba, sólo a medias prendió la curiosidad del romano: He sabido que hoy mismo, tú, el procurador, yo y toda la ciudad tendremos la oportunidad de asistir a un extraño suceso celeste...

El pragmático e incrédulo oficial sonrió burlonamente, limitándose a contestar:

-Está bien, Jasón. Se lo diré a Poncio...

Civilis desapareció por la escalinata central, en busca del procurador, no sin antes advertirme que no me moviera de allí.

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-Esas ratas -me comentó refiriéndose a los sacerdotes que aguardaban junto al parapeto exterior- no tienen escrúpulos para pedirnos que se ejecute a uno de los suyos y, sin embargo, no quieren entrar en el pretorio por miedo a contaminarse y no poder celebrar su maldita Pascua...

Civilis llevaba razón. Los judíos -y muy especialmente los miembros de las diferentes castas sacerdotales- tenían prohibido entrar durante la celebración de la fiesta anual de la Pascua en las casas de los gentiles (todas ellas eran sospechosas de albergar alimentos que pudieran contener levadura, y este contacto con sustancias fermentadas estaba rigurosamente prohibido)
1
.

Esto me hizo pensar que el procurador y sus hombres no tendrían más remedio que escuchar a Caifás y a los saduceos «a las puertas» del pretorio. (Casi seguro -deduje- muy cerca de esas escalinatas que acabo de subir.) Y dispuse mi «vara de Moisés» para el que iba a ser el primer encuentro oficial de Poncio con los miembros del Sanedrín.

En efecto, hacia las ocho y quince minutos de aquella mañana del viernes, 7 de abril, el obeso procurador apareció en lo alto de la escalera central del «hall» donde yo esperaba. Venía acompañado de Civilis y de tres o cuatro centuriones más.

Al verme se apresuró a bajar las escalinatas, saludándome con el brazo en alto. Poncio había cambiado la indumentaria. En esta ocasión, y dada su calidad de representante del César, se había enfundado en una coraza de metal, corta y «musculada», bellamente trabajada y brillante como un espejo, al estilo de los mejores blindajes griegos de la época. Bajo la armadura lucía una túnica corta de seda, de media manga, de color hueso, meticulosamente planchada y rematada por flecos de oro. El voluminoso vientre del procurador sobresalía por debajo de la coraza, proporcionándole un perfil muy poco caballeresco.

Alrededor de su cuello y colgando por la espalda traía un manto o
sagum
de una tonalidad

«burdeos» muy apagada. Pero lo que más me llamó la atención fueron sus piernas: aparecían totalmente ceñidas con bandas de lino. Aquello me hizo sospechar que el procurador padecía de varices.

El centurión jefe le había puesto en antecedentes de mis deseos y de ese «presagio» celeste que había adelantado a Civilis y, sin poder contener su morbosidad, me interrogó, al tiempo que me invitaba a caminar junto a él hacia la puerta de entrada a su residencia.

Le expliqué como pude que «los astros habían anunciado para esa misma mañana un funesto augurio y que, por el bien de todos, extremase sus precauciones...».

No hubo tiempo para más. Poncio Pilato y sus oficiales se detuvieron en la «terraza», mientras uno de los centuriones descendía las escaleras, en busca, sin duda, de Caifás y de aquel galileo que había empezado a estropear la apacible jornada del procurador. El viento despeinó a Poncio, poniendo en dificultades su postizo. Aquello debió acrecentar su ya evidente malhumor. El hecho de tener que salir a las puertas del pretorio para recibir al sumo sacerdote y a los miembros del Sanedrín no le había hecho muy feliz...

Al poco vi aparecer por el arco de la muralla al grupo que encabezaba Caifás.

Inmediatamente detrás de éste, Jesús, el legionario romano que le había custodiado durante toda la noche, Juan Zebedeo y los levitas y criados del Sanedrín.

Al llegar al pie de la escalinata, los saduceos se detuvieron, advirtiendo al procurador que su religión les impedía dar un solo paso más. Poncio miró a Civilis y con un gesto de disgusto avanzó hasta situarse en el filo mismo de los peldaños. Una vez allí, y en tono desabrido, les preguntó:

-¿Cuáles son las acusaciones que tenéis contra este hombre?

Los jueces intercambiaron una mirada y, a una orden de Caifás, uno de los saduceos respondió:

-Si este hombre no fuera un malhechor no te lo hubiéramos traído...

Poncio guardó silencio. Sujetó su manto y comenzó a descender las escaleras.

Inmediatamente, Civilis y los centuriones se apresuraron a seguirle, rodeándole.

El romano, siempre en silencio, se aproximó a Jesús, observándole con curiosidad El Maestro permanecía con la cabeza baja y las manos atadas a la espalda. Sus cabellos, revueltos por el fuerte viento, ocultaban en parte las excoriaciones de su rostro.

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En su Orden Segundo, la
Misná
establece que en la noche del 14 del mes de Nisán (vigilia de la fiesta de Pascua)

«debía rebuscarse toda sustancia con levadura (generalmente cereales) a la luz de una vela».
(N. del m.)
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Poncio dio una vuelta completa en torno al Nazareno. Después, sin hacer comentario alguno, pero con una evidente mueca de repugnancia en sus labios, volvió a subir los peldaños. Sin lugar a dudas -y Civilis me confirmaría esta sospecha poco después-, el procurador había sido previamente informado de la sesión matinal del Sanedrín, así como de las discrepancias surgidas entre los jueces a la hora de fijar las acusaciones. (Según Civilis, una de las sirvientas y el intérprete de la esposa de Pilato, Claudia Prócula, conocían las enseñanzas de Jesús de Nazaret, habiendo informado al procurador de los prodigios y de las predicaciones del rabí.) Cuando se encontraba en mitad de la escalinata, Pilato se detuvo y, girando sobre sus talones, se encaró de nuevo con los hebreos, diciéndoles:

-Dado que no estáis de acuerdo en las acusaciones, ¿por qué no lleváis a este hombre para que sea juzgado de conformidad con vuestras propias leyes?

Aquellas frases del procurador cayeron como un jarro de agua fría sobre los sanedritas, que no esperaban semejante resistencia por parte de Poncio. Y, visiblemente nerviosos, respondieron:

-No tenemos derecho a condenar a un hombre a muerte. Y este perturbador de nuestra nación merece la muerte por cuanto ha dicho y hecho. Esta es la razón por la que venimos ante ti: para que ratifiques esta decisión.

Pilato sonrió maliciosamente. Aquel público reconocimiento de la impotencia judía para pronunciar y ejecutar una sentencia de muerte, ni siquiera contra uno de los suyos, le había llenado de satisfacción. Su odio por los judíos era mucho más profundo de lo que podía suponer.

-Yo no condenaré a este hombre -intervino el romano, señalando a Jesús con su mano derecha- sin un juicio- Y nunca consentiré que le interroguen hasta no recibir, por escrito -

recalcó Poncio con énfasis-, las acusaciones...

Sin embargo, el procurador había subestimado a los sanedritas. Y cuando Pilato consideraba que el asunto había quedado zanjado, suspendiendo así el enojoso asunto, Caifás entregó uno de los dos rollos que portaba a un escriba judicial que los acompañaba, rogando al procurador que escuchase las «acusaciones que había solicitado».

Aquella maniobra sorprendió a Poncio, que no tuvo más remedio que detener sus pasos cuando estaba a punto de entrar en su residencia. Cada vez más irritado por la tenaz insistencia de Caifás y los saduceos, se dispuso a escuchar el contenido de aquel pergamino.

El escriba lo desenrolló y, adoptando un tono solemne, procedió a su lectura:

-El tribunal sanedrita estima que este hombre es un malhechor y un perturbador de nuestra nación, en base a las siguientes acusaciones:

»1.ª
Por pervertir a nuestro pueblo e incitarle a la rebelión.

»2.ª Por impedir el pago del tributo al César.

»3.ª Por considerarse a sí mismo como rey de los judíos y propagar la creación de un nuevo reino.

Al conocer aquellas acusaciones oficiales comprendí que dicho texto -que nada tenía que ver con lo discutido en el juicio- había sido amañado por Anás y el resto de los miembros del Consejo en su segunda entrada en la sala del Tribunal, mientras el Maestro y todos los demás esperábamos en el patio central del edificio del Sanedrín. Ahora me explicaba el porqué de aquellas agrias discusiones entre Caifás, Anás y los jueces y la súbita aparición de un segundo pergamino en las manos del sumo sacerdote, momentos antes de salir hacia la Torre Antonia.

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