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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

Caballo de Troya 1 (73 page)

BOOK: Caballo de Troya 1
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Los criados y levitas formaron un corrillo, dialogando en voz baja y dirigiendo continuas ojeadas al preso. Algo tramaban...

En esos críticos momentos, Jesús volvió a levantar el rostro, buscando con la mirada. Al fin, se detuvo en Juan, que seguía muy cerca de la puerta.
Y
sin pronunciar una sola palabra le hizo un gesto con la cabeza, ordenándole que saliera de la habitación. Aquella señal fue tajante.

Pero el discípulo dudó, respondiéndole con una negativa. El Maestro, por segunda y última vez, echó su cabeza hacía la derecha, indicándole la puerta. En los ojos del Nazareno había una fuerza y una seguridad tales que, al final, Juan terminó por ceder, saliendo del lugar.

El legionario, testigo, como yo, de la silenciosa orden del reo, me interrogó con su mirada.

Pero sólo pude encogerme de hombros. En ese instante no podía entender por qué Jesús de Nazaret había obligado a su inseparable amigo a que nos abandonase. Lamentablemente, no tardaría en averiguarlo...

Una vez que Juan hubo salido, el Maestro se limitó a observarme durante escasos segundos.

En aquellos ojos, semientornados como consecuencia de los salivazos -ya resecos-, adiviné una mezcla de infinita tristeza y resignación. A continuación, el gigante bajó nuevamente la cabeza, hundiéndose en sus pensamientos.

Aquella tensa calma no tardó en estallar. El grupo de asesinos a sueldo fue rodeando al Maestro. Los de las hachas se situaron uno a cada lado de Jesús y, sin previo aviso, el criado que había recibido la misteriosa orden se deshizo de su manto, arrojándolo a un extremo de la cámara. A continuación, situándose a cuatro dedos del pecho del rabí, levantó sus ojos y comenzó a interrogarle:

-Di, «príncipe de Belcebú»... ¿cómo se llaman tus cómplices?

Pero Jesús no levantó siquiera el rostro.

En ese momento empecé a intuir en qué podía haber consistido aquella orden que acababan de recibir los policías y servidores del Sanedrín. Si no recordaba mal, Anás le había formulado esa misma pregunta. Era más que probable que el Consejo de los saduceos, escribas y fariseos, que se había tomado un receso en el juicio, hubiera decretado que los guardianes del Maestro trataran de aprovechar aquellos minutos para seguir interrogando y sonsacando al impostor.

-… Conocemos a Judas -añadió el lacayo con una sonrisa que me hizo temer lo peor-, también a Simón, el Zelota y a ese Juan Zebedeo... Pero, ¿quiénes son los demás...? ¡Contesta!

El Galileo no parpadeó. Su cara, fija en las losas grises del pavimento, estaba ausente.

-… Así que te niegas a responder.

Y el criado le dio la espalda, avanzando un corto paso. Pero, instantáneamente, se volvió, abofeteándole con la izquierda. El golpe fue tan duro como inesperado. Y el cuerpo entero de Jesús se tambaleó.

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Los restos de los esputos de la mejilla derecha del rabí quedaron adheridos a la palma de la mano del esbirro quien, con una mueca de repugnancia, sacudió sus dedos una y otra vez, tratando de liberarse de aquellas inmundicias. Finalmente aproximó su mano al manto del Nazareno, restregándola sobre la tela.

Cuando el legionario intentó cortar aquel súbito y salvaje ataque, uno de los guardianes del Templo le tomó por el hombro y, apartándole del rabí, le entregó una pequeña bolsa de cuero, susurrándole que no interviniese y que repartiese aquellas monedas conmigo. El soborno volvió mudo y sordo al soldado, quien, a partir de ese momento, no se movió ya de uno de los ángulos de la sala. Su satisfacción creció cuando me negué a aceptar mi parte.

A pesar del resentimiento que había empezado a quemar mis entrañas, no pude hacer otra cosa que observar y tratar de no alterar los acontecimientos, tal y como marcaba el código de Caballo de Troya...

Y desde ese instante, una lluvia de puñetazos y bofetadas empezó a caer sobre el cuerpo del Maestro.

De vez en cuando, entre golpe y golpe, algunos de los levitas volvían a interrogarle...

-¡Responde...! ¿Cuántos sois...? ¿Cómo se llaman tus seguidores...? ¿Quién ha tomado el mando...?

Jesús, con los labios rotos por los impactos, no cedía. Algunos de los puñetazos habían ido a estrellarse contra sus ojos, provocando una lenta pero alarmante hinchazón.

En medio de aquella iniquidad quedé maravillado una vez más ante la serenidad y fortaleza física de aquel galileo. Muchos de aquellos golpes, lanzados con frialdad sobre puntos tan delicados y vulnerables como ojos, labios, oídos, riñones y estómago, hubieran tumbado a un hombre normal. Sin embargo, el Nazareno -aunque llegó a tambalearse en varias ocasiones- no dejó escapar un solo lamento, conservando siempre el equilibrio.

El hermético silencio del reo fue avivando el furor de los levitas, que arreciaron en sus agresiones.

Sudorosos, jadeantes y arrastrados por el paroxismo, aquellos energúmenos, no satisfechos con el violento castigo que estaban infligiéndole, fueron en busca de una cántara de agua, sometiendo a Jesús a uno de los suplicios más angustiosos que haya podido inventar el ser humano.

Uno de los sicarios se situó a espaldas del Galileo, tirando violentamente de sus cabellos.

Automáticamente, el fornido cuerpo se dobló hacia atrás. Y un segundo policía procedió a abrir los labios de Jesús mientras un tercero, que cargaba el cántaro, comenzaba a vaciar el agua en la boca del Nazareno. El liquido fue penetrando a borbotones durante varios e interminables segundos, hasta que, finalmente, el rabí se vio atacado por un seco e intenso golpe de tos que puso punto final á la tortura. Sin saberlo, aquellas bestias humanas habían aliviado -¡y de qué forma!- el castigado organismo del prisionero. (A raíz del «stress» registrado en el huerto de Getsemaní, el Maestro de Galilea había empezado a experimentar un grave y determinante proceso de deshidratación, que se vería sensiblemente incrementado después de los azotes.) El doméstico que sostenía el recipiente de barro se echó a un lado y, mientras el levita seguía tirando del pelo del reo, otro de los esbirros levantó su pierna izquierda, lanzando un puntapié contra el bajo vientre del indefenso prisionero.

Fue una de las pocas veces que escuché un gemido en boca de Jesús. El dolor tuvo que ser tan lacerante que, a pesar de hallarse doblado hacia atrás, el tronco y la cabeza del Galileo se enderezaron en un movimiento reflejo, al tiempo que sus rodillas se doblaban. Y en décimas de segundo, el Cristo cayó sobre el piso, golpeándose el rostro contra las losas.

-¡Estúpidos! -intervino el legionario, acudiendo en socorro del inmóvil cuerpo del preso-. ¿Es que pretendéis acabar con él...?

El policía que había estado tirando de sus cabellos soltó el mechón de pelo que había quedado entre sus dedos y arrebatándole el cántaro a su compinche arrojó el contenido sobre la nuca del Nazareno.

Sinceramente, y puesto que Jesús había caído de bruces, no pude comprobar si -como me temía- había perdido el conocimiento. Al seguir con las muñecas atadas a la espalda, tuvieron que ser los criados y levitas quienes, ayudados por el centinela romano, le incorporasen.

Cuando, al fin, acerté a ver su rostro un escalofrío me recorrió el vientre: Jesús había palidecido en extremo y una de sus cejas (la izquierda) se había abierto, posiblemente como consecuencia del encontronazo con el suelo. Su nariz, aunque con algunos hematomas, no parecía 234

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gravemente lastimada por la caída. Ello me hizo pensar que el Maestro aún se hallaba consciente en el instante del choque con el pavimento, pudiendo, quizá, «amortiguar» el violento impacto con un giro de la cabeza. La sangre, sin embargo, había empezado a manar en abundancia, cubriendo en seguida la mitad izquierda de la cara.

Instintivamente, el Nazareno comenzó a inspirar profundamente. Poco a poco fue recuperándose, aunque su rostro no guardaba semejanza alguna con aquel semblante majestuoso y sereno que presentaba al entrar en la sede del Sanedrín.

La sangre había empezado a gotear desde su barba, manchando el manto y parte de la túnica.

Los secuaces de Caifás, algo más apaciguados, se aislaron en uno de los ángulos de la estancia, iniciando otro cambio de impresiones. Y al poco, el que se había desembarazado de su ropón, lo recogió del suelo, lanzándolo sobre la cabeza del rabí. Una vez cubierto, otro de los levitas se aproximó a Jesús, gritándole entre fuertes risotadas:

-¡Profetiza, liberador...! Dinos, ¿quién te ha pegado?

Y blandiendo un bastón de unos cuatro centímetros de diámetro con la mano izquierda descargó un porrazo seco y aterrador sobre el rostro del silencioso Maestro. Este retrocedió unos pasos como consecuencia del golpe, pero, antes de que pudiera desplomarse, otro de los criados lo abrazó por la espalda, sosteniéndole.

Las carcajadas se contagiaron rápidamente y, uno tras otro, aquella chusma fue participando en aquel juego despiadado
1
.

Las bofetadas y bastonazos se sucedieron durante los últimos diez minutos. Y a cada golpe, el agresor entonaba la misma y cínica pregunta:

-¡Profetiza...! ¿Quién te ha pegado...? ¡Profetiza, bastardo!
2
.

Hacia las siete de la mañana, cuando el Nazareno, encorvado y apoyado contra uno de los muros, parecía a punto de desfallecer, entraron en la estancia varios levitas, ordenando a sus colegas que trasladasen al detenido ante el Consejo.

Cuando aquellos salvajes retiraron el manto de la cabeza del Maestro la sangre se me heló en las venas. De no haber sabido previamente que aquél era Jesús, creo que no hubiera podido reconocerle. El bastonazo -supongo que el primero-, y a pesar de que el tejido había

«acolchado» el golpe, había caído sobre el pómulo derecho y parte de la nariz, provocando la hinchazón de ambas zonas. Este garrotazo o quizás los restantes puñetazos y bofetadas habían ocasionado una aparatosa hemorragia nasal. Los regueros de sangre, ya reseca, salían de ambas fosas, corriendo sobre los labios y empapando el bigote y la barba.

Los hematomas en ambos ojos eran tan acusados que el rabí apenas si podía abrirlos.

Aquel rostro roto, inflamado y con la mitad izquierda ensangrentada, dejó sin habla a algunos de los criados y sicarios del Sanedrín. Evidentemente, el castigo había sido brutal. Y

ante mi sorpresa, varios de los levitas, nerviosos, empezaron a discutir sobre la conveniencia de lavar y adecentar un poco la faz del Maestro. No por misericordia, por supuesto, sino por temor a posibles represalias o recriminaciones de los jueces y, quizá, de los seguidores del Nazareno. Y, al fin, uno de los sirvientes apuró el agua de la cántara, empapando un extremo del ropón o manto con el que le habían cubierto.

En un arranque que nunca he logrado explicarme satisfactoriamente, me adelanté hacia el policía, identificándome como médico y rogándole que me permitiera proceder al lavado del rostro del Galileo y, de paso -les dije-, examinar las posibles fracturas.

Los policías accedieron un tanto aliviados, pero sugirieron que fuera diligente en el

«arreglo». El Consejo esperaba.

1
En los antiguos textos griegos se describe un juego, denominado «muïnda», que consistía en tapar los ojos de uno de los jugadores (bien con un lienzo o con la propia mano). Este debía adivinar el objeto que se le presentaba o a la persona que le tocaba. Si acertaba, ocupaba su puesto aquel que había perdido.

2
El «bastardo», aunque existían diferentes interpretaciones, era, en líneas generales, el hijo nacido del adulterio.

No eran admitidos en la asamblea de Israel y tampoco sus descendientes, «hasta la décima generación». No podían contraer matrimonio con ningún miembro legítimo de la comunidad judía, discutiéndose vivamente, incluso, si las familias de bastardos podrían participar en la liberación final de Israel. Este insulto era considerado como una de las peores injurias. Aquel que lo empleaba podía ser condenado a 39 azotes.
(N. del m.)
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Obviamente, dentro de los planes de Caballo de Troya no se contemplaba la posibilidad de que yo «reparase», ni mucho menos, las heridas que pudiera sufrir Jesús de Nazaret. Tal y como ya he citado, ello estaba rigurosamente prohibido. Sin embargo, y puesto que los levitas se disponían a asear la machacada faz del prisionero, consideré que aquélla era una irrepetible ocasión de comprobar de cerca y personalmente los daños exteriores y visibles más graves. Sin embargo, y a pesar de esta justificación, también hubo «algo» interno que me empujo a tomar semejante decisión...

Tomé, pues, el pico del tosco manto y con toda la delicadeza de que fui capaz, comencé a limpiar los grumos de sangre que se habían adherido al pómulo y mejilla izquierdos. Las hemorragias, tanto la producida por la rotura de la ceja izquierda como la nasal, habían sido espectaculares, aunque tuve la impresión de que la pérdida de sangre no era importante. A juzgar por los reguerillos, plastones y sangre acumulada en barba, manto y túnica, no creo que fuera superior a los 200 o 300 centímetros cúbicos.

Pude deducir igualmente que la capacidad de coagulabilidad de la sangre de Cristo era normal. Tanto la brecha de la ceja como los cortes de los labios y los dos riachuelos que nacían en los orificios de la nariz habían coagulado muy rápidamente.

Cuando aquella mitad del rostro quedó prudentemente limpia me deshice del manto y, antes de que los domésticos de Caifás pudieran reaccionar, introduje mis dedos en el desgarrón que había ocasionado la daga del bandido que había tratado de asaltarme en la noche del pasado jueves y, con dos fuertes tirones, conseguí un reducido trozo de mi túnica. Lo introduje en la boca del cántaro, humedeciéndolo cuanto me fue posible. Y acto seguido regresé a la pared sobre la que seguía apoyado Jesús, pasando el suave lienzo color hueso sobre la deformada nariz, labios, cejas y párpados
1
.

Al tentar la hinchazón del pómulo derecho deduje que el bastonazo había interesado una amplia área del hueso malar, alcanzando parte de ese ojo derecho. Si aquel hematoma seguía prosperando, lo más probable es que el Nazareno terminase por experimentar serias dificultades a la hora de mantener abierto dicho ojo.

En cuanto a la nariz, la lógica imposibilidad de no poder practicar una radiografía me dejó con la duda de si aquel impacto había fracturado los huesecillos «propios» o nasales. Estos dos huesos, como saben todos los médicos, son frágiles, pudiendo ser hundidos con un puñetazo.

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