miembros. Y aquél, como ya dije, sólo constaba, oficialmente, de 23.
12.ª Por último, aunque, como digo, el rosario de fallos e irregularidades en esta causa podría ser muy extenso, los jueces no respetaron tampoco las normas legales, que señalaban los lunes y jueves, como fechas oficiales para las distintas comisiones y asambleas de los tribunales de justicia (así lo marca la
Misná
en su Orden Tercero, capítulo 1).
Mientras duró mi entrenamiento para esta misión, tuve la oportunidad de investigar en numerosas fuentes, observando cómo, hasta hoy, entre los exegetas y demás autores y estudiosos de esta parte de la Biblia no existe acuerdo sobre quiénes fueron los responsables del juicio y posterior condena a muerte del Nazareno. Para muchos (fundamentalmente autores judíos), el Sanedrín de aquella época gozaba de la prerrogativa de la pena capital. «Y si Jesús de Nazaret -dicen- fue ejecutado al estilo romano es porque el conflicto no iba con ellos»
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.
1
Así piensan y escriben, entre otros, autores como 8. Zeitlin
(The crucifixion of Jesus reexamined»),
H. Mantel
(Studies in
the Story
of the Sanhedrin),
P. Winter
(On the trial of Jesus),
J. Carmichael
(The death of Jesus),
D. Flusser, J. Isaac, H. Cohn, W. R. Wilson, Catchpole y un largo etcétera.
(N. del m.)
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Caballo de Troya
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Para otros, el Consejo Supremo de la comunidad israelita cl Sanedrin- podía juzgar, pero nunca aplicar y ejecutar la pena máxima. En este supuesto, las castas sacerdotales no tuvieron más remedio que acudir ante Poncio Pilato, para que confirmase la sentencia
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.
Nunca he podido comprender el porqué de estas diferencias de criterios, al menos entre los exegetas y escritores católicos. La mayoría se manifiesta conforme con el misterioso y difícilmente comprobable suceso de la resurrección de Jesús (siempre desde un punto de vista histórico-científico) y, sin embargo, corren ríos de tinta a favor y en contra de la jurisdicción penal del Sanedrín. Si profundizasen de verdad en el asunto -amén de las numerosas referencias históricas sobre la potestad de Roma y de sus procuradores- observarían que, teniendo en cuenta el odio de Caifás y sus correligionarios hacia Jesús, lo fácil hubiera sido dictar esa pena capital y ejecutarla sin más. El hecho incuestionable de su visita a la fortaleza Antonia y e] sometimiento general judío al juicio de Poncio están gritando un hecho objetivo: era Roma quien, en definitiva, tenía la última palabra. En los casos de las muertes de Esteban (año 36 de nuestra Era) y de Santiago, uno de los hermanos de Jesús de Nazaret (año 62
después de Cristo), muchos de los defensores de la « culpabilidad romana» en la ejecución del Maestro de Galilea han pretendido ver dos muestras decisivas de esa capacidad legal del Sanedrín para dictar y ejecutar sentencias máximas. Entiendo, no obstante, que ambas lapidaciones o apedreamientos -llevados a cabo, efectivamente, por el Sanedrín- ocurrieron en sendos períodos en los que la provincia romana de Judea se encontraba temporalmente sin procurador. En el año 36, Vitelio envió a Pilato a Roma para rendir cuentas ante el emperador Tiberio y en el 62, según narra Flavio Josefo
(Antigüedades,
XX,197 y ss.), el procurador romano Festo acababa de morir y su sustituto, Albino> no había llegado aún a Judea.
Existe, además, otro contrasentido. Si el Sanedrín hubiera gozado verdaderamente de esa capacidad legal para aplicar y consumar la pena de muerte, ¿por qué Jesús no fue ajusticiado al
«estilo judío»?
La ley judía, una vez más, era sumamente cuidadosa en este aspecto. En el Orden Cuarto (capítulo VII), la
Misná
dice textualmente: «El tribunal podía infligir cuatro tipos de penas de muerte: la lapidación, el abrasamiento, la decapitación y el estrangulamiento.»
Generalmente, la lapidación o apedreamiento era la pena más dura. Era aplicada -y sigo citando la ley hebrea- a los siguientes: «al que tiene relación sexual con su madre o con la mujer de su padre o con la nuera o con un varón o con una bestia; la mujer que trae a sí una bestia (para copular con ella); el blasfemo; el idólatra; el que ofrece sus hijos a Molok (un ídolo); el nigromántico; el adivino; el profanador del sábado; el maldecidor del padre o de la madre; el que copula con una joven prometida; el inductor, que induce a un particular a la idolatría; el seductor, que lleva a toda una ciudad a la idolatría; el hechicero y el hijo obstinado y rebelde».
En cuanto al «abrasamiento» -que tuve la oportunidad de contemplar en mi segundo «gran viaje»-, la ley establecía que eran reos de semejante ejecución «el que tenía relación sexual con una mujer y con su hija y la hija del sacerdote que había fornicado (después de haber contraído matrimonio)».
Morían decapitados «el homicida y los habitantes de una ciudad apóstata».
Por último, la pena de estrangulamiento recaía en los siguientes:
«En el que hiere a su padre o a su madre; en el que rapta a una persona en Israel; en el anciano que se rebela contra la sentencia del tribunal; en el falso profeta; en el que profetiza en nombre de un ídolo; en el que tiene relación sexual con la mujer de otro; en el que levante falso testimonio contra la hija de un sacerdote o se acueste con ella.»
Admitiendo, en consecuencia, que el Sanedrín hubiese tenido la potestad para ejecutar a Jesús, y silos cargos más importantes eran los de «blasfemo», «falso profeta», «mago» y «
profanador del sábado», lo lógico hubiera sido que los hebreos lo hubiesen lapidado o estrangulado. ¿Por qué pidieron entonces su muerte por crucifixión?
En mi opinión sólo puede obedecer a una doble razón: primera, porque el tribunal sabía que era el procurador romano quien debía decidir. Y segunda, porque en aquel simulacro de juicio, la mayor parte de los jueces fueron saduceos. En otras palabras, la rama «dura» de las castas
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Entre los defensores de esta segunda hipótesis se hallan, por ejemplo, Blinzler
(El proceso de Jesús),
Jeremías, E.
Lohse
(Sunedrion),
Strack-Billerbeck, Mommsen
(Römische Strafrecht),
Sherwin-White
(Roman Society and Roman Law
in the New Testament),
A. Strobel
(Die Stunde der Wharheit),
E. Schurer, etcétera.
(N. del m.)
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Caballo de Troya
J. J. Benítez
sacerdotales. Caifás era uno de ellos y supo ganarse a un importante grupo, que fue el que asistió a la sesión matinal del «pequeño Sanedrín». Como ya cité, los saduceos -calificados en los
Hechos de los Apóstoles
(5,17) como «el cerco del sumo sacerdote Caifás»- estaban en abierta oposición a los fariseos, disfrutando de una «teología» y «código penal» propios. Si el Tribunal hubiera estado constituido por una mayoría de fariseos, posiblemente las cosas habrían sido muy distintas y Jesús habría terminado su vida apedreado o estrangulado. Pero la muerte por crucifixión era mucho más vil y humillante que las dictadas por la ley mosaica y es casi seguro que la mayoría saducea se inclinara por aquélla, apurando hasta el límite su odio contra el impostor. Sin embargo, la duda seguía llameando en mi cerebro. ¿Por qué los inquisidores sanedritas habían gritado y volverían a gritar frente a Poncio Pilato la pena de crucifixión?
Sólo al tener cumplido conocimiento de las acusaciones que, en efecto, figuraban en uno de los pergaminos que llevaba Caifás pude despejar la incógnita.
Antes, un hecho totalmente imprevisto me obligaría a cambiar los planes de Caballo de Troya...
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Faltaban pocos minutos para las ocho de la mañana cuando la reducida comitiva dejó atrás el barrio alto de Jerusalén. Caballo de Troya había creído desde un principio que el encuentro de los sanedritas con el procurador romano tendría lugar precisamente por el portalón y túnel de la fachada oeste de la Torre Antonia (aquella por la que yo había tenido acceso en compañía de José, el de Arimatea). Pero no fue así. Caifás y los saduceos cruzaron ante el muro de protección situado frente al foso y, sin dudarlo, doblaron la esquina noroeste, en dirección a otra de las puertas de entrada al cuartel general de Poncio en la ciudad santa. Yo había convenido con Pilato y su primer centurión, Civilis, que mi ingreso en la fortaleza se produciría por el puesto de guardia ya mencionado. Y durante algunos segundos, mientras mi cerebro buscaba una solución, me dejé arrastrar -casi por inercia- por el pelotón. Al doblar aquella esquina de Antonia, la súbita presencia del anciano José de Arimatea y otro joven hebreo hizo que olvidara momentáneamente mis dudas. José, lógicamente, estaba al tanto de los pasos de Jesús y del sumo sacerdote. Aunque no lo había visto en el juicio, deduje que sus «contactos»
le mantenían puntualmente informado. El hecho de estar allí era una prueba.
Caifás tuvo que ver a José. Pasó prácticamente a su lado. Sin embargo, ni siquiera le saludó.
El anciano, al descubrir al Maestro, se sobrecogió. Aunque posiblemente estaba informado también de la tortura a que había sido sometido, al comprobarlo por si mismo palideció. Sin levantar demasiadas sospechas fui quedándome atrás, hasta unirme a él y a su compañero. Y
así seguimos al pelotón.
El de Arimatea, que parecía haber perdido las esperanzas que había tratado de contagiarme en el patio del palacete de Anás, al captar mi desconfianza por la presencia de aquel joven desconocido me insinuó que hablase abiertamente. Su acompañante era uno de los «correos»
de David Zebedeo. Estaba allí, según me explicó, para transmitir las últimas noticias al cuerpo de emisarios que había sido centralizado por David en el campamento de Getsemaní.
De esta forma, conforme nos aproximábamos a la puerta norte de la Torre Antonia, José y el emisario me pusieron en antecedentes de la suerte que habían corrido los restantes discípulos y de los que no tenía noticia alguna desde el prendimiento.
La mayor parte de los griegos y discípulos que fueron testigos de la captura del Maestro en el camino que discurre por la falda del Olivete terminó por volver al huerto de Simón, «el leproso», despertando a los ocho apóstoles y demás seguidores, que permanecían ajenos a lo que estaba ocurriendo.
Minutos más tarde, era el jovencísimo Juan Marcos quien corría hasta la cima del Monte de las Aceitunas, poniendo sobre aviso a David Zebedeo, que seguía montando guardia y al margen de los últimos sucesos.
Tras unos primeros momentos de lógica confusión, el grupo se concentró en torno al molino de piedra situado a la entrada de la finca, iniciándose una viva polémica. Andrés, como jefe de los apóstoles, se hallaba tan confuso que no pudo pronunciar palabra alguna. Y fue Simón, el Zelote; quien, por último, terminó por encaramarse al muro de la almazara, arengando a sus compañeros para que tomaran las armas y se lanzaran en persecución de los guardias, liberando a Jesús.
Según el «correo» -testigo presencial de aquellos acontecimientos-, casi todos los presentes en aquella madrugada en el huerto (alrededor de medio centenar) respondieron con vehemencia a la invitación del «revolucionario» Simón, miembro activo como ya he insinuado en alguna ocasión- del grupo clandestino y terrorista de los «Zelota».
Y es muy posible que se hubiesen lanzado monte abajo en busca del Maestro, de no haber sido por la oportunísima mediación de Bartolomé. Una vez que Simón el Zelote hubo hablado, Bartolomé pidió calma y recordó a sus amigos las continuas enseñanzas sobre la no violencia que les había impartido Jesús. El apóstol, con una gran cordura, refrescó la memoria de los excitados discípulos, hablándoles de las palabras que había pronunciado el rabí aquella misma noche y a través de las cuales había ordenado que protegieran y conservaran sus vidas, en espera del momento crucial de la dispersión y de la propagación del reino de los cielos.
La tesis de Bartolomé fue apoyada vivamente por Santiago, el hermano de Juan Zebedeo, quien explicó también a sus compañeros cómo Pedro, algunos de los griegos y él mismo habían 242
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desenvainado sus espadas en el momento de la captura de Jesús y cómo el Maestro les había invitado a que guardaran las armas.
Los ánimos, al parecer, fueron apaciguándose. Después intervinieron también Felipe y Mateo y por último Tomás, que insistió con su característico sentido práctico, en la necesidad de «no exponerse a peligros mortales», tal y como Jesús había sugerido a su amigo Lázaro. Los razonamientos de Tomás -rogando a los discípulos, que se dispersasen en espera de nuevos acontecimientos- terminaron por doblegar el ansia de lucha de los seguidores del Cristo y los discípulos desaparecieron definitivamente.
Hacia las dos y media o tres menos cuarto de esa madrugada, el huerto quedó desierto. Sólo David Zebedeo y un reducido grupo de mensajeros continuaron en el campamento, preparándose para una misión que, como ya insinué, resultaría vital. El intrépido discípulo supo organizarse de tal forma que, bien a través de Juan Zebedeo, de José de Arimatea y de otros
«agentes», pudo disponer de una notable y precisa información sobre el discurrir de los acontecimientos. Cada hora, aproximadamente, uno de sus veloces mensajeros se entrevistaba con los anteriormente citados, trasladando las noticias al improvisado «cuartel general» de Getsemaní. Desde allí, a su vez, David enviaba a otros «correos» a los puntos donde hablan acordado ocultarse los apóstoles: cinco de ellos -Bartolomé, Felipe, los dos gemelos y Tomás-en las aldeas de Betfagé y Betania. Los cuatro restantes -Simón Zelote, Santiago, Tomás y Andrés- en Jerusalén.
Cuando pregunté al emisario por Pedro, el joven me tranquilizó. Poco después del amanecer, David lo había encontrado en los alrededores del campamento, sin rumbo fijo y lleno de tristeza. Es posible que en aquellos momentos, ni David Zebedeo ni el emisario ni ninguno de los discípulos supieran la verdadera razón de aquella inmensa angustia del fogoso Simón. El caso es que David ordenó a uno de los «correos» que le acompañase hasta la casa de Nicodemo, en la ciudad santa, lugar de concentración de su hermano Andrés y de los otros tres apóstoles.