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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

Caballo de Troya 1 (71 page)

BOOK: Caballo de Troya 1
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»-¡Tú lo has dicho! -le dijo al fin.

»Entonces fue cuando entraron esos sacerdotes. Venían de parte de Caifás. Y acercándose a Anás le murmuraron algo al oído. No puedo decirte el qué, aunque supongo que tiene mucho que ver con el Consejo del Sanedrín. Como te decía, no tardaremos en saberlo.

»EI resto ya lo sabes: Anás ordenó que condujeran a Jesús a la presencia de su yerno y abandonamos la casa...

Poco antes de las seis de la mañana el pelotón que conducía a Jesús se detuvo frente a un caserón muy rústico, situado a escasa distancia del gran rectángulo del Templo.

Concretamente, junto a la esquina suroccidental, en una reducida zona ajardinada, perfectamente aislada de aquel sector de la ciudad baja por los arcos de Wilson y Robinson al norte y sur y por la muralla meridional y el muro del Templo, al este y Oeste, respectivamente.

Unas madrugadoras golondrinas aleteaban juguetonas entre los aleros del segundo piso de aquella casona de algo más de 50 metros de largo por unos 34 o 35 de ancho. Los trinos de estos negros emigrantes y el sordo y rítmico rugido de la molienda del grano, levantándose desde todas las casas de Jerusalén, fueron los últimos v agradables sonidos que escuchamos antes de penetrar en aquel «antro».

Durante esta nueva conducción de Jesús, la posibilidad de que nos dirigiéramos a la tradicional sede del Sanedrín, en el interior del Santuario, me hizo temblar. De haber sido así, ni el legionario que custodiaba al Maestro ni yo hubiéramos podido tener acceso al mismo.

Afortunadamente -tal y como había sabido por los textos del historiador Flavio Josefo, pocos meses antes de iniciarse el año 30, las castas sacerdotales habían «descongestionado» la célebre sala de las «piedras talladas» (emplazada en uno de los ángulos suroccidentales del atrio de los Sacerdotes), trasladando el lugar de reunión del Sanedrín a este edificio de gruesas piedras grises y apenas desbastadas
1
. El juicio que Caifás había planeado -como iremos viendo-no era muy ortodoxo y, aunque el Consejo Supremo israelita seguía reuniéndose en ocasiones en el santuario, en esta ocasión -y con gran contento por mi parte-, el sumo sacerdote y sus correligionarios habían preferido liquidar el asunto en la nueva sede, mucho más discreta que la cámara de las «piedras talladas».

Los levitas atravesaron un angosto y oscuro pasillo, desembocando en el reducido patio central del
bouleyterion
o «cuartel general» del Sanedrín. Desde allí, y sin pérdida de tiempo, penetramos en una sala cuadrada, bastante espaciosa y de alto techo, situada -a juzgar por el camino que habíamos recorrido- en el ala más occidental del edificio. La escasa claridad que entraba por las troneras obligaba a mantener encendidas las lucernas de aceite.

Tal y como me temía, nada más pisar la estancia donde debía celebrarse el «juicio» contra el Galileo, uno de los criados del sumo sacerdote se interpuso en mi camino, exigiendo que me identificara. Fueron segundos de gran tensión. En mi condición de simple mercader griego, yo no tenía por qué asistir a dicha asamblea. De cara a aquellos hebreos, mi presencia no era justificable desde ningún punto de vista. Y cuando creía que todo estaba perdido, el legionario, que se hallaba aún a mi lado, cortó el suspense, con una oportunísima respuesta:

-¡Alto...! Este hombre viene conmigo. Como yo, representa al procurador romano.

Aquella mentira -consecuencia del denario de plata que había entregado al legado del suboficial Arsenius- fue determinante. Y sin más explicaciones nos dirigimos al centro de la cámara.

Algo más de la mitad de aquella sala (de unos 10 metros de lado) se hallaba ocupada por un banco corrido de madera en forma semicircular o de media luna. Este asiento común, sin brazos y dotado de altos respaldos, minuciosa y primorosamente labrados, había sido dispuesto sobre un entarimado de unos 40 centímetros, de tal forma que sus ocupantes pudieran dominar la estancia.

1
Tanto Josefo en su obra
Guerras de los Judíos
(V.4,2 y VI.6,3) como la
Misná (Mid.
V.5;
Sanb.
XI.2 y
Tamid
II.5, entre otros documentos) aseguran de forma muy precisa que el Sanedrín se «trasladó» 40 años antes de la destrucción del templo, de la sala de las «piedras talladas» a una especie de «bazar», adosado prácticamente al santuario por su cara oeste. Así lo deja entrever también
Hechos
(23,10).
(N. del m.)
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Frente a estos asientos -cerrando el semicírculo-, observé tres filas de bancos, igualmente de madera, pero sobre el enlosado del piso y, por tanto, en un nivel mucho más bajo.

Cuando entramos, el asiento en forma de media luna estaba ya ocupado por un total de 23

sacerdotes. Otros seis o siete se habían acomodado en la primera de las tres hileras de bancos ya mencionadas. Las otras dos filas permanecían vacías. (Posteriormente al contrastar estas informaciones con las del ordenador central de la «cuna» pude sacar en conclusión que aquella media docena de saduceos y fariseos que se sentaba fuera del semicírculo había obrado así, simplemente porque aquel lugar era la sede del llamado «Sanedrín menor»
1
, formado única y exclusivamente por 23 miembros. Caifás había logrado reunir a una treintena de «adeptos» y, en consecuencia, no todos pudieron tomar asiento en el tribunal oficial.) Sentados en el filo del entarimado, y frente a cada uno de los dos extremos del semicírculo, se hallaban dos escribas «judiciales». Vestían sus tradicionales túnicas de lino blanco, portando en sendas fajas unas cajitas de madera de las que empezaron a extraer sus útiles de escritorio: plumas de caña, dos reducidos frascos que hacían las veces de tinteros y varios rollos de cuero.

A decir verdad, aquellos dos escribas fueron lo único legal y correcto en todo aquel simulacro de juicio. (Uno, según la
Misná,
se encargaba de ir recogiendo las alegaciones en favor de la absolución del detenido o detenidos, y el segundo escribía las propuestas de condenación.) Jesús, siempre en compañía del legionario que controlaba la cuerda que amarraba sus muñecas, fue obligado a situarse al píe mismo del entarimado, de cara a los jueces y dando la espalda a las tres filas de bancos.

Juan y yo, en compañía de otros levitas y domésticos del Sanedrín, tomamos posiciones por detrás de esas hileras de asientos y a la izquierda del Maestro. Al fondo de la sala, a través de una puerta situada a nuestras espaldas y que permanecía entreabierta, descubrí un grupo de hebreos. Pero, a juzgar por su indumentaria, no parecían sacerdotes ni miembros del Sanedrín.

(La incógnita no tardaría en despejarse.)

Desde un primer momento me llamó la atención un personaje que ocupaba el centro de aquel tribunal. Debía rondar los cincuenta años. No era muy alto y en su cuerpo sobraba grasa por todas partes. Su obesidad destacaba especialmente en su cara, redonda y congestionada, y en una gran papada, sobre la que descansaba una barba canosa. La cabeza, sin el turbante que lucían algunos de sus compañeros de banco, estaba rematada por un cabello negro y muy corto, al estilo «juliano».

Su gran humanidad se veía notablemente multiplicada por unas vestiduras muy distintas a las del resto de los jueces. Mostraba una túnica y unos calzones, todo ello de seda y en una tonalidad leonada. Su pecho aparecía ceñido por cinco bandas o hazalejas, cada una de un color: oro, carmesí, grana, cárdeno y leonado.

Aquel individuo era José ben Caifás, sumo sacerdote desde el año 18, por designación del procurador romano Valerio Grato, antecesor de Pilato.

A derecha e izquierda del yerno de Anás, como digo, se sentaban otros 22 miembros del Sanedrín, casi todos cubiertos por amplios mantos multicolores. Juan, en voz baja, me fue señalando a los más venenosos e intrigantes: Semes, Dothaim, Leví, Gamaliel, Jairo, Neftalí y un tal Alejandro, en su mayoría saduceos.

En los rostros de aquellos individuos -casi todos con edades que oscilaban alrededor de los 60 años- había perplejidad. El porte majestuoso y calmado del Nazareno debió causarles una honda impresión. Desde el momento en que Jesús fue situado frente a ellos no cesaron en sus cuchicheos.

Pero Caifás parecía tener prisa, y a una orden suya, algunos de los policías invitaron al grupo de judíos que aguardaba en la sala contigua a que se aproximara al consejo.

Ante la sorpresa primero, y la indignación después, de Juan, aquellos «testigos» comenzaron a declarar contra las enseñanzas y la persona del Galileo. Sus ataques, tan exaltados como desordenados, se centraron fundamentalmente en las numerosas violaciones del sábado y de
1
Santa Claus aportó los siguientes datos sobre la composición oficial del Sanedrín en aquellos tiempos: una institución superior o «Sanedrín mayor», formado por 72 miembros y un «Sanedrín menor», constituido por 23

miembros. Ambos tribunales eran competentes en casos criminales. Los dos miembros más destacados del «gran Sanedrín» eran el
nasí
o presidente y el
ab bet din
o «padre del tribunal», títulos, al parecer, puramente honoríficos.

Las tres hileras de bancos del «Sanedrín menor» eran destinadas a los discípulos de los sabios. Dadas las características de aquel «juicio» y lo irregular de la hora, era lógico que los «alumnos» de los jueces no estuvieran presentes.
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las leyes mosaicas que -según ellos- habían cometido Jesús y su «grupo de desarrapados galileos». Los perjuros, a todas luces comprados de forma precipitada por el Sanedrín, se contradecían incesantemente, convirtiendo la sesión en una farsa. El desfile de falsos testigos llegó a ser tan lamentable que algunos de los jueces, avergonzados, bajaban la cabeza o se revolvían nerviosos y violentos en sus asientos.

El Maestro, que en esta ocasión sí había levantado su rostro, permanecía impasible, sobresaliendo sobre sus acusadores, no sólo por su talla sino, sobre todo, por su porte majestuoso. Aquel talante sereno, sin la más débil sombra de orgullo o engreimiento, exasperó aún más a Caifás y a sus cómplices, que no entendían cómo un hombre podía guardar semejante calma cuando todo apuntaba hacia una posible sentencia de muerte.

-Este profanador del sábado -afirmó uno de los testigos- es reincidente, ya que consta que fue amonestado por los sacerdotes en varias ocasiones. Por tanto, es reo de exterminio...

(De acuerdo con la
Misná
-capítulo «Sanedrín-Makkot»- el que profanaba el sábado con premeditación y de forma reincidente debía ser muerto por lapidación.) Otro de los falsos testigos tomó la palabra y señalando al Galileo recordó a la sala la multiplicación de los panes y peces.

-… De acuerdo con nuestra leyes -aseguró-, este hombre es un mago que engaña al pueblo con sus actos. Aquiba dice en nombre de Yehosúa: «Si dos reúnen pepinos sirviéndose de la magia, uno de los colectores no es culpable y el otra sí. El que realiza el acto es culpable y el que sólo engaña la vista no es culpable.» Muchos pudimos ver entonces cómo este enviado del Príncipe de los demonios llevaba a cabo el acto y sus discípulos le secundaban...

Un murmullo de aprobación se extendió entre los jueces. Pero el Maestro seguía mudo.

-Según el Levítico -argumentó otro de los hebreos-, el reo adquirió impureza por contacto con cadáveres. Y, por si no fuera culpa suficiente, se atrevió a violar la sagrada creencia de la resurrección de los muertos, sacando de la tumba a Lázaro...

Algunos de los saduceos, cuya filosofía rechazaba de plano la resurrección de los muertos, movieron la cabeza negativamente, sonriendo sin disimulo. Caifás, que pertenecía a esta casta, pasó por alto la impertinencia de los saduceos. No era aquél el momento de entrar en polémicas con los fariseos, que habían fruncido el ceño con claro disgusto por las irónicas y silenciosas manifestaciones del resto del tribunal. La momentánea tensión entre los jueces se vio disipada cuando aquel testigo desvió su acusación hacia el nuevo «hecho mágico» de haber levantado a Lázaro del sepulcro en un tiempo «inferior al toque del sofar». (Aquel dato me hizo pensar que, puesto que cada uno de estos toques de cuerno de los levitas del templo nunca se prolongaba más allá de los 15 segundos, la resurrección de Lázaro -desde que Jesús le llamó hasta que aquél volvió a la vida- pudo suceder en un tiempo de 12 a 15 segundos.

La acusación, como casi todas, resultaba tan pueril y falta de base que el sumo sacerdote -

cada vez más descompuesto- apremió a los siguientes testigos para que continuaran. Pero las siguientes alegaciones no fueron más brillantes...

Varios de los judíos, acompañando sus palabras con grandes aspavientos, recordaron al tribunal otro de los «delitos» de Jesús:

«No haber comido el obligado cordero pascual...»

Aquella información sólo podía haber sido suministrada por Judas. El Iscariote, que había llegado al edificio del Sanedrín mucho antes que nosotros, permanecía detrás del grupo de testigos, aunque en ningún momento llegó a testificar. (Las normas de aquellas gentes prohibían que un traidor se dirigiera públicamente al Consejo.) La ley mosaica, efectivamente, establecía que todos los israelitas estaban obligados a comer cordero o cabrito en la fiesta de la Pascua. Sólo años más tarde, después de la destrucción del Templo, la
Misná,
en su capítulo IV

(«pesahim»)
1
suaviza las normas, diciendo textualmente que «en el lugar donde no sea costumbre comer carne, no se coma».

Uno de los últimos acusadores llegó a rizar el rizo en aquella sarta de incongruencias y despropósitos. Aludiendo a otra de las leyes judías, llego a acusar al Nazareno de «homicidio frustrado». Su endeble e irrisorio argumento se basaba en otra norma que decretaba la culpabilidad de aquel que golpease a su prójimo con una piedra, de manera tal que resultase muerto.

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Tras la destrucción del Templo, algunos no comían carne asada para evitar la apariencia de que fuera carne de sacrificio pascual, prohibido tras la referida destrucción.
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El aleccionado testigo expuso entonces el incidente protagonizado por una adúltera, salvada del apedreamiento popular cuando Jesús, dirigiéndose a la muchedumbre, invitó a que «aquel que estuviera libre de pecado arrojase la primera piedra».

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