En mi opinión, y después de aquella exploración, los trece huesos de la cara de Jesús parecían intactos. Insisto, sin embargo, en mis serias dudas sobre la pareja de nasales. Dada la violencia del golpe, cabía la posibilidad de que hubieran sido dañados. (Entiendo, además, que la famosa profecía en la que se recoge que «ninguno de los huesos del Mesías sería fracturado»
bien pudo referirse a los huesos «largos».) Hubo un especial detalle que, con la debida reserva, me inclinó a creer desde el primer momento que dichos huesecillos nasales podían hallarse hundidos.
A lo largo de esta segunda limpieza, y cuando toqué la inflamada masa muscular de la nariz («piramidal» y «transverso», fundamentalmente), al palpar el área del cartílago nasal, el rabí retrocedió levemente. A pesar de mi extrema suavidad, el simple roce del tejido con aquel punto de su nariz multiplicó su dolor.
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Gracias a aquel gesto, Caballo de Troya pudo hacerse con una Inestimable muestra de la sangre de Jesús de Nazaret. Y aunque los análisis practicados sobre los coágulos que pasaron al trozo de mi túnica no pudieron efectuarse con la velocidad aconsejada en estos casos, si pudimos averiguar, entre otras cosas, que el volumen de eritrocitos por milímetro cúbico de sangre en aquellos momentos (siete de la mañana) era, aproximadamente, de 4 900 000 (algo menos de lo normal, posiblemente como consecuencia de las pérdidas que había empezado a registrar). También observamos algunos leucocitos (muy pocos). A través de análisis comparativos se estableció que, tanto el número de estas células (7000 por milímetro cúbico), como los tipos examinados (neutrófilos, eosinófilos, basófilos, linfocitos y monocitos) correspondían a lo normalmente exigido en un individuo sano. Y aunque el primer análisis fue hecho antes de las 36 horas, no fue posible encontrar plaquetas. Todas habían desaparecido. Sin embargo, sí encontramos restos de trombina y algunos productos propios de la degradación de la fibrina. En uno de los coágulos -que conservaba leves restos de humedad- fue posible detectar algunas proteínas del plasma (fundamentalmente albúminas y globulinas), así como ligeros indicios de glucosa, vitaminas, hormonas y diversos aminoácidos. No pudimos descubrir restos de colesterol. En cuanto a la coagulación, y sólo a través de la observación personal de las heridas, pudimos establecer que era normal. Esta deducción se vio reforzada por el análisis de una de las proteínas del plasma -el fibrinógeno-, que, tras convertirse en fibrina, había quedado degradada.
(N. del m.)
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En ese momento, el gigante -que seguía silencioso- entreabrió como pudo sus ojos, fijando su mirada en mí. Traté de sonreírle y creo que lo conseguí. Era cuanto podía darle. Jesús captó mi pobre pero sincera muestra de amistad y sus labios se estremecieron. Y, de pronto, ante mi desconsuelo, una lágrima resbaló por su ojo izquierdo, hundiéndome aún más en la impotencia...
El sicario que había advertido a los verdugos volvió a asomarse a la puerta y, con un gesto de impaciencia, se abrió paso hasta el reo. Y tomándole por uno de los brazos le empujó hacia la salida.
El Maestro, con paso vacilante, entró de nuevo en la sala del Sanedrín. La falta de sueño, el dolor y el cansancio después de aquella paliza habían empezado a hacer mella en su organismo.
Fui el último en abandonar aquel trágico lugar. Intencionadamente esperé a que hubiera salido el último de los levitas para, agachándome, recoger el mechón de pelo que uno de los policías había arrancado involuntariamente del cráneo de Jesús. Lo oculté en mi bolsa junto al jirón ensangrentado de mi túnica y me apresuré a reincorporarme al Consejo del Sanedrín.
Los jueces habían ocupado los mismos puestos y el Nazareno, escoltado por el legionario y otros dos sirvientes, trataba de mantenerse en pie frente al semicírculo. Su aspecto, a pesar del rápido lavado de su rostro, era tan lamentable que aquella treintena de judíos no pudo reprimir la sorpresa. Durante algunos minutos intercambiaron algunas sarcásticas miradas, imaginando el suplicio a que había sido sometido el impostor y regocijándose, supongo, por el súbito cambio de aquel majestuoso y sereno rostro.
Juan, que se había unido a mí, no acertaba a pronunciar palabra alguna. Sus ojos, espantados, miraban y remiraban el semblante de su Maestro, sin poder dar crédito a lo que, desgraciadamente, sólo era el principio del fin...
Cuando los escribas judiciales tomaron asiento en sus puestos, Anás hizo uso de la palabra y señalando un pergamino que sostenía su yerno entre las manos incidió nuevamente en la idea que ya había expuesto en la primera parte de aquella reunión. Para el ex sumo sacerdote, la acusación de blasfemia carecía de fuerza, al menos de cara al procurador romano. E insistió en la necesidad de redactar una serie de alegaciones que comprometiera al rabí de Galilea con la justicia que representaba Pilato.
Al escuchar al suegro de Caifás imaginé que aquel rollo al que había hecho alusión debía contener la sentencia definitiva contra Jesús. Y, sin poder reprimir la curiosidad, le pregunté a Juan qué era lo que había sucedido en la deliberación de los jueces.
El cada vez más desmoralizado discípulo ni siquiera me escuchó. Tuve que zarandearle ligeramente para que, al fin, atendiera mi pregunta. Y con los ojos húmedos me explicó que, durante la improvisada reunión de los saduceos y fariseos en el patio central del edificio,
«aquellos indignos sacerdotes sólo habían llegado a un acuerdo: ejecutar a Jesús».
Juan, a pesar de haber permanecido muy cerca de los jueces, no llegó a conocer el texto de la sentencia, redactado por el propio Caifás y después de no pocas discusiones.
Por un momento creí que el sumo sacerdote leería la acusación o acusaciones. Pero no fue así. Después de varios rodeos y divagaciones por parte de los allí congregados, tres de los fariseos se levantaron de sus asientos, renunciando a seguir en aquel «proceso». Aunque se mostraron conformes con dar muerte al rabí, su tradicional sentido de la «pureza» les aconsejaba según manifestaron públicamente- no formar parte de aquella flagrante ilegalidad,
«a menos que el Nazareno fuera conducido ante Poncio, una vez se le hiciera saber por qué había sido condenado».
Caifás no se conmovió por este desaire de los llamados «santos» o «separados» y, después de consultar con el resto del tribunal, dio por aplazada la vista.
Y a las siete y media de la mañana, los saduceos, escribas y los escasos fariseos que se habían mantenido fieles a Caifás desfilaron por segunda vez ante la maltrecha figura de Jesús de Nazaret.
El Maestro no tardó en seguir los pasos de sus jueces. Fuertemente escoltado, el Galileo permaneció unos minutos en el jardín interior del edificio del Sanedrín. En una de las esquinas, Caifás y sus hombres siguieron discutiendo acaloradamente. Volvieron a entrar en el hemiciclo y, al cabo de un rato, reaparecieron en el patio central. El voluminoso sumo sacerdote llevaba dos pergaminos en su mano izquierda. Aquello me extrañó.
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Acto seguido, Caifás se puso a la cabeza de los levitas y siervos, ordenando que extremaran el cerco en torno al blasfemo mientras se dirigían al cuartel general romano. Anás y la mayor parte de los jueces se despidieron de Caifás, regresando al interior de la estancia donde se había celebrado aquella primera parte del proceso.
Judas Iscariote, que no había cruzado una sola palabra con nosotros, se unió también a la comitiva.
El sumo sacerdote en funciones, la media docena de saduceos y el pelotón que rodeaba al Maestro, se adentraron en las calles de la ciudad alta, en dirección a la Puerta de los Peces. Al cruzar frente a los bazares, las gentes se levantaban, saludando reverencialmente al sumo sacerdote. En mi opinión, ninguno de los asombrados testigos llegó a reconocer a Jesús. Los hematomas de sus ojos, nariz y pómulo derecho habían deformado su rostro hasta hacerle casi irreconocible.
Mientras marchábamos a toda prisa hacia la fortaleza reparé de nuevo en los dos rollos que portaba Caifás. ¿Qué podían contener? ¿Se trataría de la sentencia que debía mostrar a Poncio Pilato?
En mi mente giraba sin cesar aquel anuncio del tribunal, prometiendo una segunda parte en el proceso. Si mis informaciones eran correctas, Jesús no volvería a pisar el Sanedrín. ¿Qué iba a suceder entonces?
Aunque, bien mirado, y ante el récord de irregularidades que se había alcanzado en aquel
«simulacro» de juicio, ¿qué podía esperarse de una segunda y supuesta vista?
Haciendo un somero estudio del referido juicio, los sanedritas habían infringido, al menos, doce de las normas básicas que marcaban las leyes hebreas para procesos relacionados con la pena capital. Veamos algunas de las más irritantes:
1.ª Para empezar, y según la
Misná
(Orden Cuarto, Sanedrín), los procesos llamados de pena capital debían abrirse alegando la inocencia del reo y no su culpabilidad.
2.ª Los procesos de sangre -o donde se presume que puede estar en juego la vida del acusado-debían celebrarse de día y la sentencia, si era condenatoria, jamás podía pronunciarse durante la misma jornada. «Por eso -dice la ley judía- no puede realizarse un proceso de sangre en la vigilia del sábado de un día festivo»
1
.
El «pequeño Sanedrín», al reunirse, por tanto, el viernes, 7 de abril, víspera del sábado y de la Pascua, cometió un doble delito.
3.ª En estos procesos capitales, el juicio debía ser abierto siempre por uno de los jueces que se sentaba al lado del más anciano, «a fin de que los jueces de menor autoridad no fuesen influenciados por los ancianos» (en el juicio contra el Maestro fueron los falsos testigos los que iniciaron la causa).
4.ª Y hablando de los falsos testigos, sólo la actuación de este grupo habría invalidado ya cualquier otra vista similar. La ley judía era y es sumamente rigurosa en este sentido. Antes de iniciarse el proceso, los testigos debían ser amonestados severamente: Se les introducía en el interior de un recinto -dice la
Misná-
y se les infundía temor, diciéndoles: que no hablaran por mera suposición, por oídas, por la deposición de otro testigo, por la declaración de un hombre digno de fe que hubieren oído o que no fueran a creer que en último término no sería examinada y analizada su deposición. «Habéis de saber -se les decía a los testigos- que en los procesos de sangre, la sangre del reo y la sangre de toda su descendencia penderá sobre el falso testimonio hasta el fin del mundo...»
Nada de esto sucedió en la sede del Sanedrín. Es más: los sobornados testigos cayeron en continuas y abrumadoras contradicciones. La misma ley aclaraba que los falsos testigos debían ser flagelados o, incluso, condenados a muerte. Es obvio, por tanto, que aquellos individuos se prestaron a semejante riesgo porque, previamente, se les había garantizado su inmunidad y, naturalmente, alguna sustanciosa cantidad de dinero.
5.ª «Si el reo era encontrado culpable -sigue diciendo la ley mosaica- la sentencia debía ser aplazada para el día siguiente.» Como ya he mencionado, nada de esto se respetó. A lo sumo, el tribunal levantó la sesión durante media hora, regresando a la sala de inmediato. «En el entretanto -prosigue la ley-, los jueces se reúnen de dos en dos, comen muy frugalmente, no
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Así lo dice la ley
(Misch.,
tratado «Sanedrín», capítulo IV, n.º 1).
(N.
del m.)
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beben vino durante todo el día, pasan discutiendo y deliberando toda la noche y, por la mañana, se levantan temprano y van al tribunal.»
6.ª Si después de todo esto siguen considerando al prisionero culpable de la pena capital, la sentencia definitiva debía emitirse mediante votación. «Si doce lo declaraban inocente y doce lo declaraban culpable, era declarado inocente. Si doce lo declaraban culpable y once inocente o, incluso, once lo declaraban inocente y otros once culpable y uno decía "no sé", o incluso si veintidós lo declaran inocente o culpable y uno dice “no se”, se han de añadir más jueces.»
¿Hasta cuántos habían de añadirse?
«Siempre de dos en dos hasta alcanzar los 71»
En el proceso presidido por Anás y Caifás no se produjo ninguna votación.
7.ª La ley hebrea prohibía que una misma persona fuera juez y acusador. En nuestro caso, Caifás acaparó ambos puestos.
8.ª Tampoco fue anunciada la sentencia, tal y como prescribía la ley: «... Se escribe (la sentencia) y se envían mensajeros a todos los lugares, diciendo fulanito de tal, hijo de fulanito de tal, ha sido condenado a muerte por el tribunal.»
Esta fue una de las razones por la que los tres fariseos que formaban parte del Consejo decidieron retirarse. Y en el colmo de la irregularidad jurídica, ni siquiera el propio procesado conoció el texto definitivo de dicha sentencia a muerte. (Tal y como veremos más adelante, Jesús de Nazaret murió sin saber «oficialmente» su culpa...)
9.ª Incluso la respuesta dada por el Maestro a Caifás, cuando éste le conjuró a que declarase si era el Mesías, no fue motivo de blasfemia, tal y como señalaba la ley. Según la
Misná,
«el blasfemo no es culpable en tanto no mencione explícitamente el Nombre». En la contestación de Jesús, como se recordará, no se citaba el «Nombre»; es decir, Yavé, Dios o el Divino. Jesús dijo: «Lo soy... Y pronto iré junto al Padre. En breve, el Hijo del Hombre será revestido de poder y reinará de nuevo sobre los ejércitos celestiales.» ¿Dónde aparece en estas frases el
«Nombre» explícito de Dios?
10.ª Y en el caso de que así hubiera sido, la ley especificaba que, «una vez concluido el juicio, no lo sentenciarán a muerte usando la circunlocución, sino que echarán a todo el público fuera de la sala del juicio y preguntarán al testigo de más dignidad: "Di, ¿qué oíste de modo explícito?" Aquél lo dice. Entonces los jueces se ponían en pie, rasgando sus vestiduras que no podían volver a unir.
El segundo testigo decía: "También yo oí lo que él" y el tercero afirmaba: "También yo (oí) como él"».
¿Es que en el juicio contra el Nazareno sucedió algo de esto? Ni siquiera Caifás llegó a rasgarse verdaderamente las vestiduras...
11.ª Si el Tribunal consideró que Jesús era un falso profeta -como así ocurrió-, la ley tampoco autorizaba su juicio, a no ser por el «gran Sanedrín», formado siempre por 71