Respiré profundamente haciéndole una señal para que continuara agachado. El muchacho llegó hasta mí, explicándome al oído que había abandonado su guardia porque quería estar cerca del Maestro. No me atreví a sugerirle que regresara al camino pero, dadas las circunstancias, le pedí que se mantuviera conmigo y en el más absoluto silencio. Al ver a Jesús en actitud orante, Marcos lo comprendió y me hizo un gesto de aprobación. A partir de esos momentos, y aunque procuré no perder de vista al impetuoso adolescente, mi atención quedó absorbida ya por el gigante de Galilea.
Y en ello estaba cuando, súbitamente, Eliseo -con gran excitación- abrió la conexión auditiva, informándome de algo que me dejó atónito ¡El radar del módulo estaba recibiendo información de un objeto que «volaba» sobre la zona!
-Pero, ¡no es posible! -le contesté, metiendo prácticamente la cabeza entre mis rodillas, de forma que el muchacho no pudiera oírme.
Jasón, te juro que he maniobrado la antena y la pantalla de aproximación del radar
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está codificando un eco metálico. Ahí arriba, a unos 6 000 pies, se está moviendo algo... ¡Sí!, ahora lo veo mejor... Se encuentra en 360-30 millas...
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¡Dios santo! ¡Se ha parado!...
Levanté los ojos hacia el firmamento y en la dirección que había transmitido Eliseo, pero no observé nada anormal. La fuerte luminosidad de la Luna, cada vez más alta, dificultaba la visión de la estrellas.
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Caballo de Troya, gracias a un espléndido servicio de la Inteligencia norteamericana, había obtenido a finales de 1972 los planos del radar «Gun Dish», que sería utilizado meses después por los egipcios en la guerra del «Yom Kippur» (octubre de 1973), y cuya frecuencia era de unos 16GHz. Es decir, 16000 Mc/s. Este complejo radar había sido dispuesto a bordo del módulo.
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La situación del «objeto» era de 360 grados (al Norte) y a 30 millas de distancia del punto donde se hallaba posado el módulo.
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Mi compañero en la «cuna», tan confundido y perplejo como yo, permaneció con los cinco sentidos sobre aquel insólito «visitante». Pero el objeto se había inmovilizado y así permanecería durante un buen rato.
Aún no me había recuperado de la sorpresa producida por la aproximación de aquel misterioso objeto volante cuando vi cómo Jesús se desplomaba, clavando sus rodillas en tierra.
El golpe seco contra el suelo hizo estremecer a Juan Marcos. Ni el muchacho ni yo habíamos visto jamás al Galileo con un semblante tan pálido y abatido.
Durante varios minutos, permaneció con la barbilla enterrada entre los pliegues del manto que cubría sus hombros y pecho. Aquella profunda inclinación de su cabeza no me dejaba ver con claridad su rostro, aunque casi estoy seguro que mantenía los ojos cerrados.
Sus brazos, inmóviles y derrotados a lo largo del cuerpo, acentuaban aún más aquel repentino decaimiento.
Después, muy lentamente, fue elevando la cabeza, hasta dejar sus ojos fijos en el cielo. El viento había empezado a enredar sus cabellos. Y levantando los brazos por encima del rostro, exclamó con voz apagada y suplicante: « Abbá!»... « ¡Abbá!»
Quedé desconcertado. Aquella palabra aramea -que yo había escuchado en más de una ocasión, cuando los niños se dirigían a sus padre- venía a significar «papá». Era el familiar y conocido apelativo cariñoso que, por cierto, los judíos no empleaban jamás cuando se dirigían a Dios. ¿Por qué lo utilizaba Jesús?
Sus ojos me impresionaron igualmente: aquel brillo habitual se había difuminado. Ahora aparecían hundidos y sombreados por una tristeza que, de no haber conocido el probado temple de aquel Hombre, hubiera jurado que se hallaba muy cerca del miedo.
-¡Abbá! -murmuró de nuevo-. He venido a este mundo para cumplir tu voluntad y así lo he hecho... Sé que ha llegado la hora de sacrificar mi vida carnal... No lo rehuyo, pero desearía saber si es tu voluntad que beba esta copa...
Sus palabras retumbaron en el huerto como un timbal fúnebre. No podía dar crédito a lo que estaba oyendo: ¿Es que Jesús estaba atemorizado?
-... Dame la seguridad -prosiguió- de que con mi muerte te satisfago como lo he hecho en vida.
Sus manos, abiertas, tensas e implorantes, fueron descendiendo poco a poco. Pero su rostro
-tenuemente iluminado por la Luna- no se movió. Y sin saber por qué, yo también miré hacia la legión de estrellas y luceros, esperando que se produjera alguna señal.
En ese instante, y como si Eliseo hubiera leído mis pensamientos, abrió la conexión, gritándome:
-¡Jasón, Jasón!... Se mueve otra vez. Ese objeto se está desplazando... ¡No puedo creerlo!...
Ha cambiado el rumbo: ahora está siguiendo el radial 240
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... ¡Jasón, viene hacia aquí!... ¿Me oyes, Jasón?
-Te escucho «5 x 5» -le respondí como pude-. Pero, ¿no será algún meteoro?
Eliseo casi me manda al infierno por aquella pregunta, evidentemente estúpida.
-Esa «cosa», Jasón, ha hecho estacionario
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durante más de veinte minutos... Ahora se mueve muy despacio.
Si aquel inexplicable objeto se hallaba aún a unas 30 millas de nuestra posición, era ridículo que siguiera escudriñando el espacio. Traté, pues, de calmar a mi hermano en el módulo, rogándole que me mantuviera puntualmente informado de las evoluciones del eco en el radar.
Mientras tanto, el Maestro se había levantado y, dando media vuelta, caminó hacia los discípulos. Dada la distancia no pude registrar sus palabras, pero sí observé cómo se inclinaba sobre sus hombres, tocándoles con la mano izquierda. Los dos que yacían se despertaron y vi cómo se incorporaban parcialmente.
Al poco, Jesús retornó hasta el calvero. Los tres apóstoles le observaron durante breves minutos, terminando por recostarse nuevamente.
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El objeto, que había seguido una trayectoria Norte, empezaba a desplazarse en dirección Oeste-Suroeste.
Justamente hacia el área de Jerusalén.
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Es decir, había permanecido estático o inmóvil.
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Conforme fue aproximándose aprecié algo extraño. El gigante se tambaleaba. Sus pasos eran indecisos, como si estuviera a punto de desplomarse
Nada más llegar junto a la laja de piedra, cayó de bruces. Por un momento pensé que se había desmayado. Parte de su cuerpo había quedado sobre la plancha rocosa, boca abajo e inmóvil. Juan Marcos se incorporó, dispuesto a socorrerle. Pero, sujetándole por el brazo, le hice ver que no era conveniente molestarle. Supongo que si el Galileo no llega a moverse, el fogoso Marcos no habría seguido mis consejos y hubiera saltado en auxilio de su Maestro. Pero Jesús estaba plenamente consciente y el joven se tranquilizó.
Como si una fuerza invisible hubiera descargado sobre él un fardo de cien kilos, así fue incorporándose el Maestro. Muy lentamente, siempre con la cabeza hundida, el Galileo terminó por sentarse sobre sus talones. Y así permaneció un buen rato, de rodillas, en un angustioso silencio y sin levantar el rostro. Inconscientemente, Juan Marcos y yo cruzamos una mirada.
¿Qué estaba pasando? ¿A qué se debía aquel súbito hundimiento?
Jesús levantó el rostro hacia las estrellas y, gimiendo, llamó de nuevo a su Padre. Sus pómulos y nariz aparecían afilados. La expresión de su rostro me impresionó. Había una mezcla de angustia y pavor. Sus labios, entreabiertos, comenzaron a temblar y, casi inmediatamente, todo su cuerpo empezó a estremecerse. Eran convulsiones cortas. Muy rápidas y casi imperceptibles. Como si un viento helado estuviera azotando cada una de sus células.
El Nazareno cruzó sus brazos sobre el tórax, haciendo fuerza con sus manos sobre los costados, como tratando de dominar aquellas convulsiones.
Y, de pronto, su frente, cuello y sienes se humedecieron con un sudor frío. Los estremecimientos se hicieron entonces más intensos y continuados y Jesús se dobló materialmente por su cintura, tocando la superficie de piedra con la frente.
-¡Abbá!... ¡Abbá!...
Aquélla fue la única palabra que acertó a pronunciar. Pero, más que una llamada, era un grito contenido de angustia y terror.
Ahora estoy seguro que, en aquellos duros y cruciales momentos, el Galileo debió experimentar una punzante e indescriptible sensación de soledad, de aflicción y quizá, ¿por qué no?, de miedo ante lo que ¡e reservaba el destino.
Su cuerpo siguió tiritando y, de pronto, en un arranque, el Maestro se echó atrás, elevando sus manos y rostro.
Al verle quedé petrificado...
Toda su cara, frente, cuello así como las palmas de las manos, habían enrojecido. La fina película inicial de sudor se había convertido en sangre... Juan Marcos ocultó el rostro entre sus manos.
Desde el cuero cabelludo, unas gruesas gotas sanguinolentas fueron resbalando sobre aquella extravasación, deslizándose por los ángulos internos de los ojos y rodando después por las mejillas, hasta perderse en el bigote y la barba. Algunos goterones permanecían segundos en las comisuras de la boca, convirtiéndose después en hilos de sangre que caían aparatosamente sobre los haces musculares del cuello.
En uno de aquellos temblores, Jesús inclinó un poco su cabeza y la luna arrancó varios destellos de su pelo. La sangre había inundado también sus cabellos.
Medio hipnotizado por aquella súbita reacción del organismo de Jesús, casi olvidé utilizar la
«vara de Moisés».
Y, precipitadamente, la situé de forma que pudiera filmar la escena y, al mismo tiempo, iniciar una exploración de la piel y de algunos de los órganos internos de Jesús, mediante el rastreo ultrasónico. (Como ya comenté anteriormente, el «cayado» encerraba, entre otros dispositivos, un equipo miniaturizado, capaz de emitir este tipo de ondas mecánicas o ultrasonidos. La
«cabeza emisora» dispuesta en la parte superior de la vara -a 1,70 metros de la base- había sido acondicionada para captar las ondas reflejadas, ampliándolas proporcionalmente y acumulando la información en la memoria de titanio del computador nuclear. Una vez en el módulo, los ultrasonidos -previamente codificados- podían ser convertidos en imágenes, analizando los órganos y las reacciones fisiológicas del Maestro, tratando así de encontrar explicaciones
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) Dado que no podíamos tocar a Jesús, Caballo de Troya situó en el interior de la «vara de Moisés» un complejo entramado de equipos miniaturizados, destinados a explorar el cuerpo del Maestro, tanto en el singular fenómeno del sudor sanguinolento del huerto de Getsemaní como en la flagelación y en las largas horas de la crucifixión. Estos 201
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El orificio común de salida y proyección de estos delicados sistemas había sido igualmente camuflado con una banda de pintura negra. Y en el filo de dicha banda, Caballo de Troya había dispuesto otros dos clavos de cabeza de cobre. Al pulsar cada uno de ellos quedaba activado automáticamente el mecanismo correspondiente: bien el de ultrasonidos o el de «tele-termografía ». Con el fin de orientar con precisión cada uno de estos flujos, la misión me había dotado de unas lentes de contacto a las que llamábamos «crótalos»
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Estas «lentillas»
especiales -del tipo duro- fueron fabricadas con un producto de una calidad muy superior al que normalmente utilizan los laboratorios de óptica y que, dado su carácter secreto, no puedo revelar
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. Lo ideal, por supuesto, hubiera sido el uso de unas gafas de «visión nocturna», con las que poder seguir la trayectoria del láser infrarrojo, así como los cambios de colores en el cuerpo del Nazareno
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, capaces de permitir una aceptable circulación de la lágrima en el ojo y una excelente oxigenación de la córnea, el general Curtiss me había advertido encarecidamente que no abusase de las mismas, limitando su uso a períodos máximos de 30 o 40 minutos
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Y rápidamente pulsé el clavo que accionaba la emisión de ultrasonidos
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sistemas -que iré detallando paulatinamente- consistían fundamentalmente en un equipo de «tele-termografía» y en el ya referido de ultrasonidos.
Este último fue seleccionado por los expertos de Caballo de Troya por su naturaleza inofensiva y por sus características, que les hacían idóneo para la exploración, y posterior conversión en imágenes, de órganos internos tan importantes como páncreas, vejiga, hígado y abdomen en general, así como en el control del torrente sanguíneo a través de las grandes arterias y vasos intermedios, corazón, ojos y tejidos blandos en general. Caballo de Troya, en base al llamado «efecto piezoeléctrico», descrito ya por los hermanos Curie y según el cual la compresión de la superficie de un cristal de cuarzo crea en él una corriente (ultrasonidos), dispuso en la cabeza emisora una placa de cristal piezoeléctrico, formada por titanato de bario. Un generador de alta frecuencia alimentaba dicha placa, produciendo así las ondas ultrasónicas (en una frecuencia que oscilaba entre los 16000 y los 1010 Herz). Estos ultrasonidos -con una velocidad de propagación en el cuerpo humano de 1000 a 1600 metros por segundo, con excepción de los huesos- permiten, como digo, una excelente exploración y posterior visualización de los órganos deseados, lográndose, incluso, la captación del sonido cardiaco y del flujo sanguíneo, a través de un sistema de adaptación denominado «efecto Doppler». Con intensidades que oscilan entre los 2,5 y los 2,8 miliwatios por centímetro cuadrado y con frecuencias aproximadas a los 2,25 megaciclos, el dispositivo de ultrasonidos transforma las ondas iniciales en otras audibles, mediante una compleja red de amplificadores, controles de sensibilidad, moduladores y filtros de bandas.
Con el fin de solventar el arduo problema del aire -enemigo vital de los ultrasonidos- y ya que las mediciones y rastreos sólo podían efectuarse a una cierta distancia de Jesús, los especialistas del proyecto idearon un revolucionario sistema, capaz de «encarcelar» y guiar los citados ultrasonidos a través de un finísimo «cilindro» de luz láser de baja energía, cuyo flujo de electrones libres quedaba «congelado» en el mismísimo instante de su emisión. El procedimiento para «congelar» el láser, dando lugar a lo que podríamos calificar como «luz sólida» -cuyas aplicaciones en el futuro serán inimaginables- no me está permitido desvelar. Por supuesto, al conservar una longitud de onda superior a 8000