Caballo de Troya 1 (57 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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Jesús apenas probó el guisado de lentejas, dedicando su atención al requesón y a su obligada ración de pasas sin grano...

A mitad del almuerzo, Judas apareció en el campamento. Nadie se sorprendió. Sólo Jesús, David Zebedeo y yo le seguimos con la mirada. El Iscariote, con la vista baja, tomó una de las escudillas de madera, sirviéndose una generosa ración de lentejas. Y en el mismo silencio con que había entrado en el huerto, así se retiró y aisló, sentándose entre las raíces de uno de los olivos más cercanos. Durante un buen rato, el traidor centró su atención en la comida. Una vez concluida, y mientras procedía a escarbarse los dientes con una brizna de hierba, levantó los ojos hacia el cielo, en dirección al sol. (Supongo que tratando de averiguar lo que restaba de luz.) Y allí siguió, atento a todos y cada uno de los movimientos del Galileo y de sus allegados.

Debía faltar una hora para las tres de la tarde, cuando David Zebedeo -cada vez más inquieto- se levantó y tiró prácticamente de Jesús, caminando con él en dirección a las tiendas.

Hablaron unos minutos y observé cómo el Maestro le respondía, al tiempo que levantaba su mano izquierda, como tratando de apaciguarle. Judas, impasible, seguía la escena sin moverse de su sitio.

Cuando David regresó hasta el grupo, traté de sonsacarle:

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El cilantro o
Coriandrum sativum,
de las umbelíferas, es el fruto
más conocido en Occidente por coriandro, a causa del fuerte olor a chinches que desprende cuando está recién cogido. Una vez desecado, se vuelve muy aromático. El utilizado por las israelitas era amarillento y del tamaño de un grano de pimienta. Es menos excitante y afrodisíaco que el comino. Según pude comprobar, muchos hebreos mezclaban este último con miel y pimienta, tomándolo dos veces al día. Esto, según me dijeron, les excitaba sexualmente.
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-¿Qué te ocurre? -le pregunté bajando el tono de mi voz, de forma que no pudiera ser oído por el resto.

-Mis hombres en Jerusalén -me explicó con desesperación- han traído malas nuevas...

Empezaba a intuir de qué se trataba y cuál era en verdad la razón de la progresiva agitación del discípulo.

Han seguido a Judas y, tal y como vosotros me adelantasteis, los planes para apresar al Maestro están casi ultimados. Será hoy. Es posible que después de la puesta de sol. El capitán de la policía del Templo está furioso por la fuga de Lázaro y ha apremiado al Iscariote para que se consume el arresto.

-¿Sabéis dónde tendrá lugar?

-No. Lo único que sé es que no podemos perder de vista a ese bastardo... -masculló David clavando su mirada en Judas.

-¿Y qué ha dicho Jesús?

El Zebedeo se encogió de hombros y rezumando aún la evidente sorpresa que le habla causado la contestación del Galileo, comentó:

-Me ha pedido que no hable de esto con nadie, pero a ti sí puedo decírtelo, puesto que ya lo sabes... «Sí, David -me ha respondido-, lo sé todo. Y sé que tú sabes, pero cuida de no decírselo a nadie.» Y, cuando trataba de persuadirle para que huyera, añadió: «No dudes de que la voluntad de Dios prevalecerá al final.» Te juro, Jasón, que no acierto a comprenderle. Si él quisiera, ahora mismo pondríamos a su servicio más de un centenar de hombres armados que le escoltarían y guardarían hasta llegar a la Perea...

Coloqué mis manos sobre sus hombros, tal y como había visto hacer a Jesús, e intenté animarle con la mirada. Pero la tristeza de aquel hombre era mucho más profunda de lo que yo podía suponer.

La súbita llegada de uno de los «correos» sacó a David de sus sombríos pensamientos. Le acompañé hasta la tienda de los hombres y allí, en presencia del Zebedeo, el emisario -que procedía de Filadelfia- leyó un mensaje de Abner. Hasta aquella remota ciudad oriental habían llegado también los insistentes rumores sobre un complot para matar al Maestro y pedía instrucciones. «¿Debía movilizarse con toda su gente y dirigirse a Jerusalén?»

El Zebedeo leyó la misiva y acudió de inmediato al Galileo. Éste, una vez conocida la nota del hombre que daba protección a Lázaro, transmitió a David: «Dile a Abner que siga adelante con su labor. Si marcho de vosotros en carne es porque puedo volver en espíritu. No os abandonaré. Estaré con vosotros hasta el final.»

Otro de los mensajeros partió a la carrera hacia Filadelfia y yo aproveché aquella oportunidad para preguntar al Zebedeo por la madre de Jesús. Era casi la hora nona (las tres) y María y sus familiares no habían dado señales de vida. Como dije, la posibilidad de encontrarme cara a cara con la madre del Galileo había ido excitando mi espíritu, llenándome de curiosidad.

¿Cómo era realmente aquella mujer? ¿Podía tener el aspecto que nos muestra la tradición pictórica universal? ¿Qué había de cierto en todas esas cualidades y virtudes que han remachado sin cesar los investigadores y estudiosos mariológicos?

David no pudo satisfacer mi duda. El camino desde Beth-Saida, en Galilea, a unos 600

estadios de Jerusalén (alrededor de 110 kilómetros), suponía un considerable esfuerzo, sobre todo para un grupo en el que viajaban varias mujeres
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. Había que esperar.

Apenas se hubo retirado David de la presencia de Jesús cuando el jefe de la intendencia, Felipe, se aproximó al Maestro y le preguntó:

-Dado que se aproxima la hora de la Pascua, ¿dónde quieres que preparemos la cena?

El Galileo le respondió:

-Vete a buscar a Pedro y a Juan y os daré las instrucciones para la cena que comeremos juntos esta noche. En cuanto a la Pascua, os hablaré de ello después de la cena...

Este asunto sí interesaba sobremanera a Judas. E incorporándose, comenzó a caminar hacia Jesús, con el propósito -supongo- de averiguar dónde y a qué hora iba a celebrarse la cena de
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La ruta utilizada habitualmente en aquella época, desde la localidad de Beth-Saida (Bethsaïde Julias) hasta Jerusalén, obligaba a pasar por las poblaciones de Kursi e Hippos, en la orilla oriental del lago de Génésareth; Gadara y Pella y, desde allí, siguiendo la margen del río Jordán, se alcanzaba Bethabara en la región de la Perea y, por último, Jericó, Betania y Jerusalén. La otra ruta -la que cruzaba por el centro de Samaria- no era muy recomendable, dados los continuos choques entre los habitantes de Judea y Galilea y los samaritanos.
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aquel jueves. Pero el Zebedeo -que no le perdía de vista- comprendió las oscuras intenciones del Iscariote y, con unos reflejos admirables, se interpuso en el camino del traidor, entreteniéndole.

Judas, nervioso, vio cómo Felipe, Pedro, Juan y el Maestro se separaban del grupo, entrando en una de las solitarias tiendas. A los pocos minutos, los tres apóstoles salieron del albergue y, sin hacer el menor comentario, abandonaron el huerto, ladera abajo.

Por un momento dudé. ¿Qué debía hacer? ¿Me unía al grupo de los apóstoles que acababa de salir del campamento o permanecía junto al Maestro? David seguía entreteniendo al Iscariote quien, con el rostro desolado pero sin perder su sangre fría, parecía resignado a su suerte.

Me dejé llevar por el instinto y, disimuladamente, me lancé en pos de Felipe y sus compañeros.

Los alcancé cuando cruzaban al otro lado del Cedrón, bordeando la muralla suroriental de la ciudad santa, en dirección a la puerta de los Esenios. Al verme, los discípulos se mostraron un tanto sorprendidos. Pero intenté disipar sus recelos, comentándoles que -puesto que se avecinaba la fiesta pascual- tenía intención de agradecer la hospitalidad del Maestro, entregándole un obsequio
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.

-Os he visto partir hacia Jerusalén -les dije- y he creído que ésta era una buena oportunidad para pediros consejo...

Sólo Juan -mejor observador y más sensible que sus amigos- se emocionó por aquel gesto mío. Y tomándome por el brazo, me preguntó:

-¿Y qué has pensado regalarle?

-Quizá una nueva túnica -improvisé.

-No es mala idea -meditó en voz, alta-, pero, quizá fuese más práctico que compraras un manto... El tiene en alta estima su túnica. Te habrás fijado que fue confeccionada a mano y sin costuras...

Le hice saber que me parecía una excelente idea y que, si disponían de unos minutos, me acompañaran y recomendaran un buen mercader en telas.

Pedro intervino y en un tono brusco -como si arrastrara un cierto malhumor- me desveló lo que, precisamente, deseaba saber:

-Atiende, Jasón. Ahora no puede ser. El Maestro nos ha encomendado un asunto un tanto raro...

En su voz adiviné aquella casi genética incapacidad para comprender muchas de las acciones de Jesús.

-… Tenemos que llegar hasta las puertas de la ciudad y buscar a un hombre -exclamó con

«retintín»- con un cántaro de agua... ¡Imagínate!, con miles de peregrinos en Jerusalén...

Juan le reprochó su poca fe.

-Si el Maestro nos ha dicho que al franquear las puertas encontraremos a ese hombre con el cántaro, no hay más que hablar.

-Pero, reconoce -trató de razonar Felipe- que Pedro lleva razón. ¿No hubiera sido más fácil y práctico que Jesús nos hubiera dado la dirección de la casa donde desea cenar esta noche o el nombre de su propietario? ¿Por qué tanto misterio? ¿Qué necesidad hay de tanto laberinto?

Sonreí para mis adentros, recordando el texto evangélico donde se narra este suceso. No habría estado de más que los escritores sagrados hubieran hecho mención de aquella polémica entre los discípulos y que retrataba maravillosamente la fe ciega de uno y las lógicas dudas del resto. (Cabe la posibilidad de que, con el paso de los años, ni Pedro ni Felipe desearan descubrir a la incipiente comunidad cristiana su flaqueza de espíritu. Y es del todo humano y comprensible.)

Los tres hombres siguieron enzarzados en aquella disputa, hasta que llegamos al umbral de la gran puerta de los Esenios, frente al valle del Hinnom. A aquellas horas de la tarde el gentío que entraba y salía sin cesar de Jerusalén era lo suficientemente grande como para desalentar a cualquiera que intentara localizar a un «hombre con un cántaro de agua».

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La costumbre judía de aquella época establecía que, para cumplir plenamente con el precepto de estar alegres en la Pascua, era aconsejable hacer regalos, tanto a los amigos como a los familiares y, sobre todo, a las mujeres. Y

aunque éste no era mi caso, dada mi condición de gentil, consideré aquel pretexto muy adecuado para mis fines.
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De pronto, en aquel confuso trasiego de gentes, Juan nos llamó la atención sobre un grupo de mujeres que salía de la ciudad. Dos de ellas cargaban sobre sus cabezas sendos cántaros. El resto -posiblemente lavanderas- mantenía sobre sus cráneos, con gran destreza, cestos de mimbre repletos de ropa.

Pero Pedro, cada vez más desalentado, hizo ver al joven discípulo que se trataba de mujeres y que, además, seguían una dirección opuesta a la que les había anunciado el rabí.

Al traspasar el arco de piedra de la gigantesca puerta, los tres apóstoles se detuvieron frente a las primeras casas del barrio bajo. Y, durante algunos minutos, se dedicaron a inspeccionar a cuantos deambulaban por el lugar. No necesitaron mucho tiempo para descubrir, a la derecha del portalón de los Esenios, a un hombre que se hallaba sentado y con la espalda apoyada en la muralla. A su lado había una cántara de casi medio metro de alzada, de las usadas comúnmente para recoger el agua de las fuentes situadas delante de Jerusalén.

Los discípulos se miraron en silencio y Juan, sonriente y decidido, se adelantó hasta situarse a dos metros de aquel individuo. Felipe le siguió y Pedro, vacilante aún, terminó por unirse a sus amigos, negando sistemáticamente con la cabeza.

Ni Juan ni el resto llegaron a despegar sus labios. Cuando aquel hombre -que parecía aburrido de esperar- les vio inmóviles y con los ojos fijos en él, dibujó una leve sonrisa y, sin más, se levantó, tomando la pesada cántara. Acto seguido, y con el recipiente bien sujeto sobre su cadera izquierda, inició una apresurada caminata.

Pedro, en silencio y con los ojos bajos, había enrojecido de vergüenza.

En cuestión de minutos, el misterioso personaje nos condujo por las empinadas y angostas callejas de aquella zona meridional de Jerusalén hasta una casa de dos plantas, situada muy cerca de la residencia de Anás, el ex sumo sacerdote y suegro de Caifás.

A la puerta de aquella mansión, tan lujosa casi como la de José de Arimatea, esperaba un conocido de todos: el pequeño Juan Marcos!

Al parecer no fui el único sorprendido. Los tres discípulos, al ver al adolescente, intercambiaron una mirada, adivinando entonces las intenciones de Jesús. Por mi parte, el supuesto hecho milagroso del encuentro con el hombre del cántaro empezaba a tener una explicación más racional. Aunque en aquellos instantes no disponía de pruebas suficientes, un presentimiento comenzó a rondarme:

¿Había dado instrucciones el Maestro a Juan Marcos, durante el largo paseo del miércoles, para que un miembro de su familia -quizá un sirviente- acudiera a una hora determinada hasta las puertas de Jerusalén y portando un cántaro de agua? De no haber sido así, ¿cómo explicar la presencia del muchacho, justamente en el escalón de la puerta de la casa donde debería celebrarse la llamada «última cena»? Aquella hipótesis fue ganando terreno en mi subsconsciente. En el fondo, todo encajaba: el férreo mutismo del joven ante las preguntas de los discípulos y la extrema prudencia del Maestro a la hora de indicar el lugar donde deseaba reunirse con sus íntimos...

Jesús de Nazaret estaba al corriente del complot que protagonizaba Judas, así como de sus manejos para facilitar su captura. Era lógico que, si el Galileo deseaba no ser molestado en el transcurso de aquella cena, adoptase las necesarias medidas de precaución. Y aquella

«maniobra», evidentemente, formaba parte del plan.

El joven Marcos nos condujo hasta el interior de la casa, presentándonos a sus padres, Elías y María. Aquella familia -según pude averiguar- estaba emparentada con la de Jesús, comulgando plenamente con sus enseñanzas.

Felipe, como responsable de la preparación de la cena, rogó a Elías Marcos que le mostrase el lugar elegido y que le pusiese al corriente del menú y de los restantes preparativos.

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