Cuatro de los infantes situados a derecha e izquierda de los «zelotas» desenroscaron sus látigos, reanudando la flagelación de aquellos desdichados, tal y como tenían por costumbre antes de la ejecución. Entre gemidos y con el cuerpo ensangrentado, los dos primeros reos comenzaron a caminar, tambaleándose bajo el peso de los troncos. Siguiendo unas rígidas normas de seguridad, los tres prisioneros, corno digo, habían sido atados por los tobillos a una misma cuerda. De esta forma, cualquier posible intento de fuga resultaba extremadamente problemático.
Al ponerse en marcha, el condenado situado en el centro dio un tirón de la maroma, obligando al Nazareno -que ocupaba el tercer y último lugar- a seguirle. Las pronunciadas oscilaciones del leño que cargaba el rabí y sus pasos vacilantes, inseguros, con aquel penoso arrastre de su pierna izquierda, nos hicieron temer a todos una nueva e inmediata caída y, lo que era mucho peor, una posible parada cardíaca. Y digo «a todos» porque, desde el principio, los cuatro legionarios que cerraban conmigo la escolta cruzaron algunas miradas de preocupación, confirmando con significativos movimientos de cabeza que aquel prisionero no estaba en condiciones de llegar al Gólgota. Pero, de momento, nadie dijo nada.
Los reos salvaron los 25 primeros metros y el pelotón entró en el túnel abovedado de la puerta Oeste; aquél por el que yo había accedido a Antonia en la compañía del anciano de Arimatea. Allí, desafortunadamente, se produciría un nuevo problema...
Algunos de los centinelas se habían asomado con curiosidad a la puerta del cuerpo de guardia, asistiendo entre risitas al paso de los condenados. Cuando el guerrillero que marchaba en medio llegó a la altura de los guardianes, aprovechando que los legionarios habían cesado en sus azotes a causa de la penumbra y de lo angosto del pasadizo, el tal Gistas se volvió hacia la izquierda, lanzando un salivazo sobre el romano más próximo. Y antes de que sus verdugos pudieran ponerle la mano encima arremetió con el filo del
patibulum
contra el legionario que caminaba a su derecha, dirigiendo el tronco hacia su rostro. El soldado cayó hacia atrás, precipitándose sobre Jesús. Ambos rodaron sobre el oscuro y húmedo empedrado del túnel. En esta ocasión, el impacto hizo que el Galileo se desplomara de espaldas. El revuelo fue indescriptible. Varios miembros del cuerpo de guardia y algunos de los romanos de escolta se ensañaron con el guerrillero, hundiendo las astas de sus lanzas en el vientre, costillas y dientes del provocador, hasta hacerle caer de rodillas.
Longino y Arsenius acudieron de inmediato al centro del pasadizo, tratando de poner orden en aquel revuelo. Otros soldados ayudaron al compañero que había sido golpeado con el madero. Una de las aristas le había abierto el pómulo izquierdo, provocando una aparatosa hemorragia. El centurión examinó la brecha, ordenando que fuera relevado de inmediato. Su puesto fue ocupado por otro de los centinelas. Mientras tanto, Jesús permanecía inmóvil, boca 278
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arriba e impotente para levantarse. Las espinas habían vuelto a herir la nuca y el Maestro, con un rictus de dolor, intentaba adelantar la cabeza, evitando así el contacto con la madera.
Algunos de los legionarios que portaban los
flagrum,
cegados por la ira, se revolvieron también hacia el rabí y comenzaron a golpearle, insultándole y exigiéndole que se incorporase.
Pero aquellas demandas fueron tan inútiles como absurdas. Nadie, en aquella posición, hubiera podido elevar el tronco por sus propios medios. En un desesperado intento por obedecer, el Nazareno llegó a doblar las piernas, tensando sus músculos. Pero, a los pocos segundos, vencido y agotado, desistió. Antes de que la lógica y el buen juicio se impusieran entre la confusa soldadesca, otro de los romanos se inclinó sobre el Maestro y agarrándole por la barba comenzó a tirar de él, en medio de un torrente de imprecaciones y blasfemias. La rabia del verdugo era tal que, en uno de aquellos salvajes tirones, los crispados dedos del legionario se despegaron del rostro de Jesús, llevándose un mechón de pelo. Con aquella porción de la barba, el soldado arrancó también parte de la epidermis y del corión o capa interna de la piel, dejando al descubierto -entre borbotones de sangre- las bandas fibrosas del músculo cuadrado (en su zona derecha). Con un fuerte lamento, el Galileo dejó caer su cabeza sobre el
patibulum,
presa del insoportable dolor que suponía el desgarro de un sinnúmero de papilas nerviosas.
(Resulta importante anotar que, entre los minúsculos órganos violentamente desprendidos, se hallaban los conocidos como intérpretes de la «sensibilidad dolorosa»: unos receptores específicos para el dolor y que se ramifican en terminaciones nerviosas libres, que se arborizan en los intersticios del epitelio cutáneo.)
La sorpresa o el susto del centinela fue tal que no volvió a agredir a Jesús. El
optio,
con más sentido común que sus hombres, dispuso que se le incorporase. Y la comitiva prosiguió su marcha, con dos revolucionarios masacrados a latigazos y golpes y con un Jesús de Nazaret irreconocible, consumido por la fiebre y con una debilidad galopante.
Al pisar la cubierta metálica del puente levadizo, el sol, casi en el cenit, iluminó de lleno la figura del Maestro. Las caídas habían abierto algunas de sus heridas, empapando nuevamente la túnica, que había perdido su color original. Varios regueros de sangre corrían sin descanso por sus tendones de Aquiles, encharcando las sandalias.
Arrastrando los pies, el Maestro fue aproximándose al parapeto exterior de la Torre Antonia.
Su respiración era cada vez más fatigosa y su cabeza y tronco iban inclinándose centímetro a centímetro.
En la boca del muro, cuando llevábamos recorridos algo más de 45 metros desde el centro del patio porticado, el pelotón se detuvo nuevamente. Lo estrecho del acceso obligó a los legionarios a inclinar los troncos de los reos, de forma que pudieran cruzar el recinto exterior del cuartel general.
A partir de allí, las cosas podían complicarse y los soldados cerraron filas, guardando una mínima distancia entre sí y con los condenados. Longino hizo una señal a su lugarteniente y éste se puso a la cabeza de la comitiva, enarbolando con ambas manos el
pilum
sobre el que habían sido dispuestas las tres tablillas con los nombres y crímenes de los que eran llevados al patíbulo.
Nada más abandonar la fortaleza fuimos sorprendidos por un viento racheado, mucho más intenso que el que yo había percibido durante los debates de Poncio en la terraza del Pretorio.
Aquel viento, procedente del Este, llegaba cargado de polvo y arena. Intrigado por el súbito empeoramiento del tiempo pulsé la conexión auditiva y pregunté a Eliseo qué noticias tenía sobre la anunciada inestabilidad en los altos niveles de la atmósfera, en las proximidades de la frontera del actual Irak con la Arabia Saudí. Mi compañero -a quien tema poco menos que abandonado desde hacía horas- me reprochó este silencio, aunque comprendió que las circunstancias no habían sido óptimas como para mantenerle informado.
E inmediatamente pasó a explicarme que la turbulencia se habla convertido en un «haboob»
1
o tempestad con un viento violento, alimentado por el contacto entre una corriente «en chorro»
y otro sistema de presión barométrica distinto. La tempestad había ido aumentado, especialmente en la periferia occidental de la depresión bárica, localizada, como dije, al sur del
1
Se denomina «haboob», en términos meteorológicos, a una tempestad de polvo que se forma sobre los desiertos durante un periodo de inestabilidad convectiva. El término «haboob« se deriva de otro árabe que significa «viento violento». Son notables y famosos los «haboobs» del Sudán, con velocidades de hasta 85 kilómetros por hora.
(N. del
m.)
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Irak. Los sistemas electrónicos de la «cuna» habían detectado corrientes cónicas de partículas suspendidas en el aire, moviéndose hacia el Oeste-Noroeste y en frentes que oscilaban alrededor de los 100 kilómetros. Las bandas de este «haboob» se habían ido enroscando y ensanchándose, hasta alcanzar los 500 kilómetros, levantando a su paso gigantescas nubes de arena, procedentes de los desiertos arábigos de Nafud y Dahna. Las rachas, según los detectores del módulo, alcanzaban los 25 y 30 nudos por hora. En contra de lo que presumía Eliseo, la llegada de aquella tormenta había elevado la humedad relativa, estimándose también un ligero descenso de la temperatura.
La visibilidad en el interior del polverío -añadió mi hermano- ha sido estimada por Santa Claus en unos 300 metros. Tiempo previsto para el barrido de la ciudad por el lóbulo central del
«haboob»..., entre 30 y 45 minutos, a partir de ahora mismo.
Aquello significaba que, si la comitiva conseguía alcanzar el lugar de la crucifixión antes de la entrada de la tormenta en el área de Jerusalén, las « tinieblas» -provocadas por las bancos de arena en suspensión- se echarían sobre nosotros en plena ejecución. Qué poco podía imaginar en aquellos instantes que las famosas «tinieblas» descritas por los evangelistas poco tenían que ver con el oscurecimiento del sol por el polvo...
A corta distancia del parapeto de piedra que rodeaba aquella zona de la Torre Antonia esperaba un grupo de judíos (calculé unos doscientos), entre los que se hallaban unos pocos saduceos -los mismos que habían asistido a la condena de Jesús frente al Pretorio- y, por supuesto, José de Arimatea, en compañía de otro joven emisario de David Zebedeo. Este último acababa de comunicar al anciano que María, la madre del Maestro y otros familiares venían ya hacia Jerusalén y que, probablemente, se encontrarían con Juan en el camino de Betania.
Caifás y el resto de los sanedritas -según José- se habían dirigido al templo, dispuestos a dar cuenta al resto del Sanedrín de lo acontecido aquella mañana y de la inminente muerte del rabí de Galilea. Pero la máxima preocupación del de Arimatea no era la suerte de su Maestro. El sabia que la sentencia del procurador era ya inapelable y que sólo los poderes divinos de Jesús podrían librarle de una muerte segura. Sus pensamientos estaban ocupados, como digo, por otro problema. Una vez logrado el pronunciamiento de Poncio contra el Galileo, los sacerdotes salieron de la fortaleza, discutiendo y preparando su próxima acción: el apresamiento y aniquilación de los discípulos de Jesús. José había advertido al «correo» sobre dicha maniobra y le urgió para que saliera hacia Getsemaní y pusiera sobre aviso a David y a cuantos seguidores y amigos pudiera localizar. Y así lo hizo.
Yo me atreví a insinuarle que su presencia cerca del sumo sacerdote y de los saduceos podía resultar mucho más útil que en aquel trágico cortejo. Y José, sin poder contener las lágrimas, asintió con la cabeza, mientras observaba atónito el rostro ensangrentado del Nazareno y su cuerpo, cada vez más agotado y flexionado bajo el peso del tronco.
Los dirigentes judíos, al leer el «INRI» de Jesús se interpusieron en el camino del
optio
y del pelotón y, airadamente, protestaron por la inscripción. Longino trató de calmar los exaltados ánimos de los hebreos, haciéndoles ver que aquellas tablillas habían sido escritas de puño y letra por el propio procurador.
Fue inútil. Los saduceos exigieron que el centurión cambiase el texto, retirando la expresión
«rey de los judíos». La tensión llegó al máximo cuando algunos de aquellos desarrapados tomaron piedras, arrojándolas contra los soldados. Varios legionarios se adelantaron, cubriendo a Longino y al
optio
con sus escudos. El centurión, sin perder los nervios, apartó al infante que le protegía y levantando la voz advirtió al grupo que se disolviera. Después, señalando el tercer tablero -el correspondiente a Jesús Nazareno- recordó a los sanedritas que, si deseaban cambiar la inscripción, volvieran a Antonia y discutieran el asunto con Poncio. Aquellas palabras de Longino apaciguaron la cólera de los judíos y tres de los jueces se retiraron apresuradamente en dirección al Pretorio, dispuestos a negociar lo que consideraban un insulto a su nacionalismo.
Yo no volvería a ver a Pilato en aquel primer «gran viaje». Sin embargo -y adelantando acontecimientos- puedo señalar que en nuestra segunda «aventura», Civilis me relató aquel nuevo encuentro con los «despreciables sacerdotes», congratulándose de la actitud de Poncio.
Por una vez, el gobernador se mostró inflexible, recordando a los hebreos que dicha acusación había formado parte de las inculpaciones que habían motivado la condena. Al parecer, cuando los saduceos se convencieron de la dura e intransigente postura del romano, le sugirieron que, al menos, modificase el texto, cambiándolo por otro que dijese: «Ha dicho: soy el Rey de los 280
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Judíos. » La respuesta de Poncio fue idéntica a las anteriores: « Lo que he escrito, escrito está por mí.» Y la representación del Sanedrín no tuvo más remedio que retirarse, no sin antes amenazar al gobernador con un sinfín de maldiciones y castigos divinos...
Una vez cancelado el incidente, el centurión dio orden de proseguir. Desenvainó su espada y sin titubeo alguno se abrió paso entre la turba. Aquellos cientos de fanáticos, en su mayoría desocupados, gente comprada por el Sanedrín o, simplemente, morbosos sedientos de sangre, se echaron atrás al momento, abriendo un pasillo por el que desfiló el pelotón con los condenados. Por más que miré no pude descubrir a uno solo de los amigos o discípulos de Jesús. En cuanto a la muchedumbre que había gritado la liberación de Barrabás y la crucifixión del Galileo, ¿dónde estaba? Aquellos hebreos constituían una mínima parte de los dos mil o tres mil que podían haberse congregado minutos antes frente a las escalinatas de la residencia del procurador. Este súbito desinterés por cl final del «odiado rey de los judíos» confirmó mi hipótesis. La inmensa mayoría de los judíos que subió esa mañana hasta el Pretorio sólo llevaba una intención: solicitar la tradicional liberación de un preso. En el fondo les daba igual en quién recaía la gracia. Si los jueces hubiesen clamado por la libertad de Jesús, el gentío, probablemente, hubiera coreado el nombre del Nazareno. Una vez satisfecha su curiosidad, los miles de peregrinos y vecinos de Jerusalén se retiraron, olvidándose prácticamente del condenado.