infrarrojos era amplificada y filtrada, siendo conducida posteriormente a un osciloscopio miniaturizado. En él, gracias al alto voltaje existente y a un barrido sincrónico con el del detector, se obtenía la imagen correspondiente, que quedaba almacenada en la memoria de cristal de titanio del ordenador. Por supuesto, nuestro tele-termógrafo disponía de una escala de sensibilidad térmica (0,1 0,2 o 0,5 grados centígrados, etc.) y de una serie de dispositivos técnicos adicionales que facilitaban la medida de gradientes térmicos diferenciales entre zonas del termograma (isotermas, análisis lineal, etc.).
Las imágenes así obtenidas podían ser de dos tipos:
En escala de grises, muy adecuadas para el estudio morfológico de los vasos.
Y en escala de color, entre ocho y dieciséis colores, muy útil para efectuar mediciones térmicas diferenciales con precisión.
Ambos sistemas, naturalmente, podían ser usados de forma complementaria. Caballo de Troya, después de numerosas pruebas, seleccionó los equipos AGA-661, así como una asociación del Barnes-Pyroscan y los del sistema CSF-IR-815 como los más adecuados para nuestra misión.
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-¡Basta ya...! Ponedle en pie y vestidle.
La voz del oficial jefe resonó cargada de impaciencia. Y mientras los infantes tiraban de Jesús, yo desconecté los circuitos de la «vara de Moisés», guardando las lentes de contacto.
Fue menester que dos legionarios apuntalaran el maltrecho cuerpo del Maestro al recuperar la posición vertical. Su extrema debilidad hizo que sus rodillas se doblasen, obligando a los soldados a sujetarle por las axilas. Otros romanos, a una orden de Civilis, acudieron en ayuda de sus compañeros, procurando que el prisionero no se desplomase sobre el enlosado.
Al ser izado, algunas de las heridas -especialmente las de los costados- volvieron a sangrar a borbotones y los riachuelos de sangre recorrieron rápidamente su vientre, ingles, muslos y piernas, hasta derramarse sobre las losas.
Alguien recogió sus ropas y, tras enfundarle la túnica, dispuso el manto sobre el hombro izquierdo, fajando después el tórax. El ropón quedó firmemente sujeto sobre el pecho y espalda de Jesús, de forma que, juntamente con la túnica, hicieron las veces de vendaje. Aquellos romanos sabían que aquél era un excelente procedimiento para taponar muchas de las brechas, cortando así parte de las hemorragias. Sentí un estremecimiento al imaginar lo que podía ocurrir en el momento en que el Galileo fuera desposeído de sus ropas. Si los coágulos quedaban encolados al tejido -como así debía ser-, la retirada de la túnica significaría un nuevo y doloroso suplicio, con la consiguiente apertura de las llagas.
La sangre empapó inmediatamente la túnica blanca, que comenzó a gotear por las mangas y por el borde interior. Y el esponjoso tejido se vio teñido con innumerables y anárquicos corros rojizos.
Los soldados obligaron al Nazareno a dar algunos pasos, pero, cuando apenas había arrastrado sus pies descalzos sobre el pavimento, las fuerzas le abandonaron, desmoronándose. La rápida intervención de los legionarios de Civilis evitó que cayera al suelo.
El grupo interrogó al centurión con la mirada y éste, desalentado, indicó a sus hombres que le sentaran en uno de los bancos de madera del pórtico.
Civilis comprendió que, de momento, era inútil conducir al reo hasta la terraza donde debía esperar el procurador. Hubiera sido absolutamente necesario que varios infantes le acompañasen y sostuviesen.
Los temblores febriles seguían sacudiendo el cuerpo del Nazareno que, poco a poco, paso a paso, fue conducido por los romanos hasta uno de los asientos situado en el lado oriental del patio. Mientras, otros legionarios habían iniciado la limpieza del enlosado y de la columna sobre los que había tenido lugar la flagelación. Los caballos volvieron junto a la fuente y sus cuidadores siguieron cepillándoles y restregando los lomos con manojos de poleo, cuyo olor -
según la creencia popular- mataba los piojos.
El centurión se quitó el casco y, tras meditar unos segundos, se alejó del pórtico, en dirección al túnel que llevaba al pretorio.
Debo señalar que, conforme observaba el renqueante caminar del Maestro, una visible cojera en la pierna izquierda me llevó a la conclusión de que el latigazo de Lucilio en plena corva había alterado la articulación de dicha rodilla. (Este extremo sería posteriormente ratificado, como ya indiqué, por el examen «tele-termográfico».)
Jesús fue sentado, al fin, sobre uno de los bancos. Y al hacerlo, un rictus de dolor se dibujó nuevamente en su rostro. Era muy posible que aquel gesto estuviera provocado por los golpes en el coxis o en los riñones. Al apoyarse en la madera, el hueso inferior de la columna y las zonas lumbares debieron acusar el contacto con el asiento y el respaldo, respectivamente.
Durante algunos minutos, la actitud de los legionarios fue tranquila; incluso, correcta. Dos siguieron junto al Nazareno, pendientes de su recuperación y el resto se dirigió a uno de los corrillos que vociferaba desde una de las esquinas del patio. Al ver que el Maestro se encontraba algo más tranquilo no pude resistir la tentación y me aproximé también al círculo de legionarios que, sentados o en cuclillas, centraban su atención en una de las losas del pavimento.
Al asomarse por encima de las cabezas de los soldados comprobé que se trataba de un juego (una especie de «tres en raya», descrito ya por Plutarco). Usando sus espadas, los miembros de la guarnición habían trazado un círculo sobre una de aquellas losas, grabando también en el 266
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interior de dicho círculo una serie de toscas figuras y letras. Pude distinguir una «B» -que servía, al parecer, para la llamada «jugada del Rey» o de «Basileus», en griego- y una corona real. Todas estas figuras aparecían separadas unas de otras mediante una línea que zigzagueaba por el interior del círculo. Los participantes utilizaban cuatro tabas, previamente marcadas con letras y cifras, que eran lanzadas sobre el círculo, cantando las diferentes jugadas, según las figuras o letras donde acertaran a caer.
El juego fue animándose paulatinamente y varios de los legionarios cantaron jugadas como la de «Alejandro», «Darío» y el «Efebo».
Por último, uno de los jugadores tuvo la fortuna de que uno de sus huesecillos fuera a rodar hasta la corona, gritando la «jugada del rey», que equivalía a nuestro «jaque mate» y, por tanto, al final del entretenimiento.
Los soldados recogieron las tabas y el que había ganado, influido seguramente por aquel último golpe de suerte, reparó en el Galileo, animando a sus colegas a proseguir el juego,
«pero esta vez con un rey de verdad... » La idea fue acogida con entusiasmo y el grupo se dirigió hacia el banco, dispuesto a divertirse a costa del que se había autoproclamado «rey de los malditos y odiados hebreos».
La ausencia de Civilis hizo dudar a los que custodiaban a Jesús pero pronto se unieron a las chanzas y groserías de sus compañeros.
De pronto, aquella decena de legionarios aburridos y desocupados se hizo a un lado, dando paso a otros dos infantes.
Con aire marcial y conteniendo la risa, aquellos dos soldados fueron aproximándose al Nazareno, que había vuelto a inclinar la cabeza, soportando con su habitual mutismo aquel nuevo y amargo trance.
Uno de los que había comenzado a desfilar hacia el prisionero traía en sus manos lo que, en un primer momento, me pareció una cesta de mimbre al revés. Pero cuando llegó a la altura del Galileo comprendí. No se trataba de una cesta, sino de un complicado «yelmo», trenzado a base de zarzas espinosas. Tenía forma de media naranja, con un aro o soporte en su base, formado por un manojo de juncos verdes, perfectamente ligados por otras fibras igualmente de junco.
Según pude apreciar, el casquete espinoso había sido entretejido con media docena de ramas muy flexibles, en las que apuntaba un terrorífico enjambre de púas rectas y en forma de «pico de loro», con dimensiones que oscilaban entre los 20 milímetros y los 6 centímetros, aproximadamente
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.
Estaba claro que, mientras el grueso de los legionarios centraba sus burlas en Jesús, aquellos dos individuos habían entrado en alguno de los almacenes de leña de la fortaleza, ocupándose en la siniestra idea de trenzar una «corona» para el «rey de los judíos».
La ocurrencia fue recibida con aplausos y risotadas. Y el que portaba aquel peligroso «casco»
de delgadas y parduzcas ramas se inclinó, simulando una reverencia. Después levantó la
«corona» a medio metro sobre el cráneo del Maestro, bajándola violentamente e incrustándola en la cabeza del rabí. Un alarido de satisfacción se escapó de las gargantas de la soldadesca, ahogando el gemido de Jesús, que, al contacto con las espinas, levantó la cabeza, golpeándose involuntariamente la región occipital contra el muro sobre el que se hallaba adosado el banco.
Aquel encontronazo con la pared debió hundir aún más las púas situadas en la zona posterior del cráneo.
El «yelmo», brutalmente encajado, cubrió casi la totalidad de la cabeza del reo. El aro sobre el que se sustentaba la red espinosa quedó a la altura de la punta de la nariz, dificultando, incluso, la visión del Maestro.
El agudo dolor de las 20 o 30 espinas que perforaron el cuero cabelludo, frente, sienes, orejas y parte de las mejillas conmocionó de nuevo al Hijo del Hombre, quien, con los ojos cerrados en un movimiento reflejo de protección, permaneció durante varios segundos con la boca entreabierta, intentando inhalar un máximo de aire.
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En un primer examen ocular, creí identificar aquellas zarzas con las plantas denominadas
Poterium spinosum,
muy común en Palestina y usada habitualmente como provisión para el fuego. Ello ratificaba la hipótesis del doctor Ha Reubení, director del Museo Botánico de la Universidad Hebrea de Jerusalén, descalificando otras muchas teorías sobre el posible origen de la planta utilizada para el trenzado del «casco» de espinas. (La más conocida y popular señalaba al
«ziziphus» o
Spina Christi (Palinurus Aculeatus)
como la zarza utilizada en esta «coronación».
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Al ver aparecer seis copiosos regueros de sangre por su frente y sienes temí que aquellas púas hubieran perforado la vena facial (que discurre desde la barbilla a la zona ocular). Me aproximé cuanto pude al rostro, pero no llegué a distinguir espina alguna clavada en el sector que cruza dicha vena. Otras, en cambio, habían perforado la frente y región malar derecha. Una de aquellas púas, en forma de gancho, había penetrado a escasos centímetros de la ceja izquierda (en el músculo orbicular), dando lugar a una intensa hemorragia, que cubrió rápidamente el arco superciliar, inundando de sangre el ojo, mejilla y barba.
La profusa emisión de sangre indicaba que las espinas habían afectado gravemente la aponeurosis epicraneal (situada inmediatamente debajo del cuero cabelludo). La retracción de los vasos rotos por las espinas en esta área -extremadamente vascularizada- se hizo notar, como digo, de inmediato. La sangre comenzó a fluir en abundancia, goteando sin cesar desde la barba al pecho.
Pero los soldados, no contentos con este bárbaro atentado, fueron en busca del manto púrpura que había quedado sobre el enlosado, echándoselo sobre los hombros. Otro de los legionarios puso una caña entre sus manos y arrodillándose exclamó entre el regocijo general:
-¡Salve, rey de los judíos!
Las reverencias, imprecaciones, salivazos y patadas en las espinillas del Nazareno menudearon entre aquella chusma, cada vez más divertida con sus ultrajes. Uno de los soldados pidió paso y colocando sus nalgas a escasos centímetros del rostro de Jesús se levantó la túnica, comenzando a ventosear con gran estrépito, provocando nuevas e hirientes risotadas.
El jolgorio de la soldadesca se vio súbitamente cortado por la presencia del gigantesco Lucilio, atraído sin duda por el constante alboroto de sus hombres. Observó la escena en silencio y, con una sonrisa de complicidad, se situó frente al reo. Los legionarios, intrigados, guardaron silencio. Y el centurión, levantando su faldellín, comenzó a orinarse sobre las piernas, pecho y rostro de Jesús de Nazaret.
Aquella nueva injuria arrastró a los romanos a una estrepitosa y colectiva carcajada, que se prolongaría, incluso, hasta después que el oficial hubiera concluido su micción.
Mi corazón se sintió entonces tan abrumado y herido como si aquellas ofensas hubieran sido hechas a mi propia persona. Abatido me recosté sobre la pared del pórtico, con un solo deseo: ver aparecer a Civilis.
Por una vez mis deseos se vieron cumplidos. El comandante de las fuerzas legionarias hizo su entrada en el patio central de la fortaleza Antonia en el momento en que uno de aquellos desalmados arrancaba la caña de entre las manos del Nazareno, asestándole un fuerte golpe sobre el «yelmo> de espinas.
Las risotadas y los legionarios desaparecieron al instante, ante la súbita llegada de Civilis.
Cuando el centurión interrogó a los guardianes sobre aquel nuevo escarnio, los soldados se encogieron hombros, haciendo responsables a sus compañeros. Pero éstos, como digo, se habían desperdigado entre las columnas y el patio.
Visiblemente disgustado por la indisciplina de sus hombres, el oficial ordenó a los infantes que pusieran en pie al condenado y que le siguieran. Así lo hicieron y Jesús de Nazaret, algo más repuesto aunque sometido a constantes escalofríos, comenzó a caminar hacia el túnel, arrastrando prácticamente su pierna izquierda.
A su lado, y pendientes del Galileo, avanzaron también otros tres soldados, que no se separarían ya del reo hasta el momento de su retorno al escenario de la flagelación.
Eran las 11.15 de la mañana...
El sol, cada vez más alto, iluminó la gigantesca figura de Jesús al salir del Pretorio. Al verle, la multitud que aguardaba frente a las escalinatas dejó escapar un murmullo, inevitablemente sorprendida por el lamentable aspecto del reo.
La escolta se detuvo en mitad de la terraza, a la izquierda de la silla en la que esperaba Poncio. Este, al ver el casco de espinas sobre el cráneo del Maestro, se revolvió nervioso e indignado hacia Civilis, interrogándole mientras señalaba con su dedo índice hacia la cabeza del rabí. Ignoro qué pudo decirle el centurión. Mi atención había quedado prendida en el Galileo. Al detenerse frente a la multitud, Jesús -encorvado y con los dedos entrelazados, intentando dominar así la intensa tiritona que le consumía- percibió en seguida la cálida presencia del sol.