Caballo de Troya 1 (82 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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En cuanto a su frecuencia cardíaca, las oscilaciones fueron continuas. En algunos de los golpes especialmente en uno de los últimos, que caería directamente sobre los testículos-, el pico alcanzó las 170 pulsaciones por minuto, cayendo rápidamente a 90 y provocando el segundo desvanecimiento.

La tensión arterial, por la intensa descarga de adrenalina, se elevó también algunos momentos hasta 210 mm H20 de máxima, si bien luego el progresivo agotamiento de la adrenalina fue dando lugar a un dominio del sistema vago y su intermediario, la acetilcolina, que se acompañó de un descenso de la tensión arterial que ya al final del suplicio se tradujo en un casi total estado de postración.

El análisis del torrente sanguíneo nos permitió también la confirmación de un hecho que resultaba evidente: el sucesivo aumento de los índices de sodio, cloro y de la presión osmótica eran señales inequívocas de la importante deshidratación que había empezado a experimentar el organismo del Hijo del Hombre.

¡Quadraginta!

El golpe 40, que en realidad hacia el número 80, si tenemos en cuenta los 40 primeros, cayó sobre un hombre prácticamente derrotado. El Maestro, con el cuerpo deformado por los hematomas y materialmente bañado en sangre, apenas si se movía. Sus imperceptibles lamentos se habían ido apagando y sólo resonaba ya en el patio el chasquido de los látigos al clavarse en su carne y el cada vez más agitado resoplar de los verdugos, visiblemente agotados.

1
Un aumento en la intensidad de un estímulo que origina una diferencia perceptible en el grado de dolor recibe la designación de «diferencia apenas perceptible» o «just noticeable difference» (JND). Aplicando todas las intensidades de estímulos entre el nivel en que no hay dolor y el nivel del dolor más intenso se ha comprobado que el paciente medio puede distinguir unos 22 «JND».
(N. del m.)

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Hacía tiempo que el Nazareno se había hecho prácticamente un ovillo, con la cabeza y parte del tórax reclinados sobre los brazos, en posición fetal. Los golpes, cada vez más lentos y espaciados, seguían desgarrando sus nalgas, vientre, costados y zonas laterales de las piernas, hiriendo, incluso, las plantas de los pies.

Algunos de los legionarios, aburridos o conmovidos por aquella salvaje paliza, habían empezado a abandonar el lugar, ocupándose en sus quehaceres habituales.

Civilis, que venía observando el progresivo agotamiento de los verdugos, dirigió una significativa mirada a Lucilio, el gigantesco centurión que yo había visto en el apaleamiento del soldado romano. El de Pannonia comprendió las intenciones del
primus prior
y, abriéndose paso a empujones entre los miembros de la cohorte, levantó su brazo capturando al vuelo el
flagrum
del legionario situado a la derecha del Maestro, cuando aquél se disponía a descargar un nuevo golpe.

La súbita presencia de aquella torre humana, empuñando el látigo de triple cola, fue suficiente para que ambos verdugos se retiraran, dejándose caer -casi sin respiración- sobre las losas del patio.

Y la soldadesca, conocedora de la fuerza y crueldad del oficial, guardó silencio, pendiente de todos y cada uno de los movimientos de aquel oso.

Lucilio acarició las correas, limpiando la sangre con sus dedos. Después, colocándose a un metro del costado izquierdo del prisionero, levantó su brazo derecho, lanzando un preciso y feroz latigazo sobre la parte baja de las nalgas de Jesús. El zurriagazo debió tocar el coxis y el afilado dolor reactivó el sistema nervioso del rabí, que llegó a incorporarse durante algunos segundos. Pero, en medio de grandes temblores, sus músculos fallaron, hincándose de rodillas.

Los legionarios acogieron aquel estudiado ataque con una exclamación que iría repitiéndose a cada latigazo:

-¡Cedo alteram!

Un segundo golpe, dirigido esta vez a la corva izquierda, hizo gemir al Maestro, al tiempo que la soldadesca repetía entusiasmada:

-¡Cedo alteram!

El tercer, cuarto y quinto latigazos cayeron sobre los riñones...

-¡Cedo alteram...! ¡Cedo alteram...! ¡Cedo alteram..!

La violencia de Lucilio era tal que los astrágalos de carnero quedaban incrustados en la carne, provocando en cada golpe una copiosa hemorragia.

-¡Cedo alteram...! ¡Cedo alteram...!

Las descargas sexta y séptima se centraron en cada uno de los pabellones auditivos de Jesús. Y casi instantáneamente, por ambos lados del cuello corrieron unos gruesos goterones de sangre. El Maestro inclinó su cabeza sobre el aro de metal y el centurión buscó el costado derecho, vaciando toda su furia sobre el ombligo de Cristo.

-¡Cedo alteram!

El salvaje impacto sobre el vientre del reo afectó decisivamente a su ya castigado diafragma, cortando prácticamente su penosa respiración. Aquel, probablemente, fue uno de los momentos más delicados del castigo. Durante unos segundos que me parecieron interminables, la caja torácica del Galileo permaneció inmóvil. Pero, al fin, los músculos intercostales reaccionaron, aliviando la tensión pulmonar.

-¡Cedo alteram!

El noveno latigazo, propinado por el coloso en el desgarrado costado derecho de Jesús -y pienso que lanzado con toda intención sobre los abiertos músculos serratos para disparar así la congelada respiración del reo- emitió un sonido hueco: como si las tabas hubieran golpeado directamente sobre las costillas.

El ímpetu del oficial, que había empezado a sudar copiosamente por su frente, fue tal que el cuerpo del Nazareno se desequilibró, cayendo sobre el lado izquierdo.

Es muy posible que en aquellos instantes, otro dolor -difuminado por el atroz calvario de la flagelación- estuviera golpeando el organismo del Galileo. Me refiero a la vejiga urinaria de Jesús. Su rebosamiento debía ser tal que, involuntariamente, los esfínteres de los uréteres se abrieron, provocando una abundante micción. (Aproximadamente, a juzgar por el tiempo que duró el derrame urinario, la vejiga debía albergar entre 350 y 400 centímetros cúbicos.) Por fortuna, la orina -aunque sumamente amarilla- no arrastraba sangre.

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Pero aquella descarga involuntaria de orina sólo sirvió para provocar las risotadas de los romanos y un ataque mucho más violento de ira en Lucilio, que tomó aquel gesto como un insulto personal.

Y levantando el látigo, lo dirigió con rabia hacia los testículos del Maestro. Una de las puntas del
flagrum
tocó la piel del escroto y las otras dos cayeron sobre la bolsa testicular.

Jesús reaccionó ante el lacerante golpe encogiéndose, al tiempo que sus pulsaciones se aceleraban y un gemido desgarrador se confundía con el último:
¡Cedo alteram!

Inmediatamente, su pulso bajó a 90 y el Maestro, palideciendo, perdió el conocimiento.

Civilis levantó su vara nuevamente, ordenando a los soldados que inspeccionaran al reo.

Después, aproximándose al procurador, le pidió instrucciones. ¿Debía continuar el castigo?

Y antes de que Poncio tomara una decisión, el brutal Lucilio insinuó al gobernador que, dada la situación del prisionero, lo mejor seria rematarle allí mismo.

Pilato dirigió su mirada al cuerpo agarrotado y sanguinolento del rabí, dudando. Y el oficial que había ejecutado aquella última parte de la flagelación echó mano de su espada, convencido de que el buen sentido de Poncio se inclinaría por la solución que acababa de proponer. Pero el agua que había sido baldeada nuevamente sobre la cabeza y nuca del prisionero estimuló el precario estado de Jesús, que, lentamente, fue recobrando el sentido.

Aquella progresiva recuperación del Nazareno inclinó a Pilato a seguir con su plan y antes de retirarse del patio porticado indicó a Civilis que atendiera al galileo, llevándole a su presencia en cuanto fuera posible.

Eran las once de la mañana. Los legionarios soltaron las cuerdas y a duras penas apoyaron la espalda del prisionero contra la columna que había servido para la flagelación. Uno de los soldados se colocó en cuclillas por detrás del mojón, procurando sostener por los hombros el maltrecho cuerpo de Jesús. El gigante, con las piernas extendidas sobre el pavimento, respiraba aún con dificultades, acusando con esporádicos estremecimientos el sinfín de puntos dolorosos.

Aquellos temblores fueron haciéndose cada vez más intensos y continuados y temí que la fiebre hubiera hecho presa en el Maestro. No me equivocaba...

Otro legionario, siempre bajo la atenta vigilancia de Civilis, acercó un segundo cazo a los labios del rabí, obligándole a beber una nueva dosis de agua con sal.

Algunas de las heridas habían empezado a coagular y muchos de los reguerillos comenzaron a secarse. Las brechas de los costados, sin embargo, seguían manando sangre, que caía a intervalos sobre las losas, impulsada por cada uno de los movimientos respiratorios, cada vez más cortos y rápidos.

El centurión movió la cabeza en señal de desaprobación. No hacia falta ser médico para darse cuenta que el castigo habla sido tan desproporcionado como para temer por la vida del reo.

Y antes de que fuera demasiado tarde, desconecté el sistema ultrasónico, pulsando el segundo clavo. Al activarlo, el minicomputador alojado en la «vara de Moisés» dio paso al flujo de rayos infrarrojos, dispuestos para los análisis de tele-termografía dinámica
1
.

1
La detección de la temperatura cutánea a distancia -base de nuestras experiencias de tele-termografía- se realizaron gracias a la propiedad de la piel humana, capaz de comportarse como un emisor natural de radiación infrarroja o «RI». Tal y como se sabe por la fórmula de la ley de Stephan-Boltzmann (W = E JT4), la emisión es proporcional a la temperatura cutánea, y debido a que T se halla elevada a la cuarta potencia, pequeñas variaciones en su valor provocan aumentos o disminuciones marcados en la emisión infrarroja. (W: energía emitida por unidad de superficie; E.: factor de emisión del cuerpo considerado; J: constante de Stephan-Boltzmann y T: temperatura absoluta.)

En numerosas experiencias, iniciadas por Hardy en 1934, se habla podido comprobar que la piel humana se comporta como un emisor infrarrojo, similar al «cuerpo negro» y, en consecuencia, no emite radiación infrarroja reflejada del entorno. (Este espectro de radiación infrarroja emitido por la piel humana es amplio, con un pico máximo de intensidad fijado en 9,6 u.)

Nuestro dispositivo de tele-termografía consistía, por tanto, en un aparato capaz de detectar a distancia mínimas intensidades de radiación infrarroja. Básicamente constaba de un sistema óptico que focalizaba la «RI» sobre un detector. Este se hallaba formado por sustancias semiconductoras (principalmente SbIn y Ge-Hg) capaces de emitir una mínima señal eléctrica cada vez que un fotón infrarrojo de un intervalo de longitudes de onda determinado incidía en su superficie. Y aunque el detector era de tipo «puntual» -capaz de detectar la «RI» procedente de un único punto geométrico-, Caballo de Troya habla logrado ampliar su radio de acción mediante un complejo sistema de barrido, formado por miniespejos rotatorios y oscilantes. La alta velocidad del barrido permitía analizar la totalidad del cuerpo de Jesús varias veces por segundo. Esto, a su vez, posibilitaba la obtención de imágenes dinámicas (de ahí el nombre de tele-termografía dinámica). Seguidamente a la emisión, la señal eléctrica correspondiente a la presencia de fotones 264

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Como ya señalé anteriormente, las «crótalos», o lentes especiales de contacto, me permitían dirigir el sistema de tele-termografía hacia las áreas deseadas, pudiendo ordenar así el cúmulo de exploraciones.

Las imágenes obtenidas por este procedimiento fueron sencillamente dramáticas. La mayor parte del cuerpo de Jesús, bañado con sangre venosa, ofrecía una tonalidad roja-parduzca, mientras los hematomas (mucho más calientes) arrojaron un color azul intenso.

El rastreo nos permitió observar cómo la red arterial principal no había sido dañada, aunque la vascularización cutánea y el sistema venoso superficial (especialmente en extensas zonas dorsales) presentaban numerosos destrozos. Según los médicos del proyecto, en el supuesto de que el Maestro hubiera conservado la vida, su recuperación -con las técnicas y fórmulas de aquella época- se hubiera prolongado por espacio de más de tres meses.

El análisis de las retinas fue satisfactorio. El color amarillento-rojizo de las mismas vino a demostrarnos que la visión era correcta. No pudo decirse lo mismo de algunas de las articulaciones -en especial la de la pierna izquierda (hueco poplíteo) y las de los hombros-, seriamente afectadas por las bolas de plomo y los astrágalos de carnero. La temperatura dérmica de estas articulaciones, extraordinariamente inflamadas, había aumentado su temperatura hasta tres grados centígrados.

En cuanto a la alta temperatura general (oscilante entre los 39 y 40 grados), vino a ratificar mi impresión personal: Jesús había sido presa de la calentura, que ya no le abandonaría hasta el momento de la muerte.

El minucioso recorrido sobre el cuerpo del Galileo nos permitió distinguir, al menos, 225

puntos «calientes», correspondientes a otros tantos impactos, provocados por los
flagrum.
Las excoriaciones, hematomas y desgarros habían originado otras tantas áreas inflamatorias, generalmente circulares, que marcaban con su alta temperatura el trágico «mapa» de los azotes.

Esta fue la «guía» de la flagelación, pormenorizada por el ordenador central del módulo: espalda y hombros: 54 impactos; cintura y riñones: 29; vientre: 6; pecho: 14; pierna derecha (zona dorsal): 18; pierna izquierda (dorsal): 22; pierna derecha (zona frontal): 19; pierna izquierda (frontal): 11 impactos; brazo derecho (ambas caras): 20; brazo izquierdo (ambas caras): 14; oídos: un impacto en cada uno; testículos: 2 y nalgas: 14 impactos. A estos destrozos hubo que añadir un sinfín de estrías o «arañazos», producidos por las correas de los látigos. La inmensa mayoría de estas lesiones tenía una longitud de tres centímetros, con la típica forma de «pesas de gimnasia», ocasionadas por los «escorpiones» de las puntas: bolas de metal y tabas.

En síntesis, un castigo tan brutal que ninguno de los especialistas del proyecto llegó a comprender jamás cómo aquel hombre pudo resistirlo.

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