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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

Caballo de Troya 1 (90 page)

BOOK: Caballo de Troya 1
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Una vez liberado de las ataduras, y mientras era sostenido por los dos infantes, el que le había inmovilizado terminó de desgarrarle la maltrecha túnica, respetando, sin embargo, el taparrabo. Con una precisión y soltura que me dejó perplejo, aquellos romanos tumbaron boca arriba al inconsciente guerrillero, extendiendo (la expresión más exacta sería tensando) sus brazos sobre el madero. Al tratarse de un
patibulum
perfectamente cilíndrico, cada uno de los legionarios encargados de tirar de los brazos se arrodilló frente a ambos extremos del leño, sujetándolo con sus rodillas y muslos. De esta forma se lograba una aceptable estabilidad durante el proceso de enclavamiento.

Cuando los verdugos consideraron que el
patibulum
se hallaba perfectamente retenido, hicieron una señal con la cabeza y el soldado responsable de la impedimenta acudió hasta la cabecera, arrodillándose también sobre la blanca roca. Sus musculosas rodillas hicieron presa en la cabeza del reo, aplastando prácticamente sus oídos. Simultáneamente, aunque aquella última medida de seguridad no parecía necesaria en el caso del inerme «bandido», un cuarto legionario unió los tobillos, rodeándolos con la cadena.

El soldado que se había apostado por detrás del reo, controlando su cabeza, extrajo uno de los dos largos clavos que había dispuesto en el interior de su cinturón. A su derecha, sobre la costra del Gólgota, descansaba uno de los voluminosos mazos.

El Maestro, que al verse desasistido había caído de rodillas sobre el Calvario, continuaba en la misma postura, dentro del círculo que formaba el pelotón y de frente a los
stipes.
Sin embargo, no creo que llegase a contemplar aquella escena. Su cabeza y su vista estaban dirigidas hacia tierra y así continuó hasta que fue reclamado por los hombres de Longino.

Con una minuciosidad propia de un profesional de dilatada experiencia en aquel funesto menester, el ejecutor romano tomó el clavo en su mano derecha y fue palpando con la afilada punta los diversos huesecillos del carpo o muñeca izquierda por su cara palmar. Noté cómo localizaba las arterias radial y cubital, presionando suavemente la vena que lleva este último nombre. Después, una vez seguro, hizo un pequeño rasguño en la piel. Cambió el clavo de mano y lo situó verticalmente sobre el punto elegido. Acto seguido agarró el martillo y levantó la vista, esperando que el oficial le autorizase a golpear. Longino asintió con una leve inclinación de cabeza y el legionario aproximó la maza hasta tocar suavemente la base de cobre. Izó a continuación el martillo por encima de su oreja derecha, lanzándolo con fuerza sobre el clavo.

La sección cuadrada -de unos ocho milímetros- penetró limpiamente, atravesando la muñeca y abriendo también la madera del
patibulum.
El clavo -de unos 20 o 25 centímetros de longitud-, se había inclinado ligeramente, al enterrarse en el carpo. Su cabeza aparecía ahora en dirección a los dedos. En aquel momento, con el corazón bombeando aceleradamente, no reparé en un detalle que decía mucho en favor de la pericia del verdugo...

Con una segunda descarga -mucho menos violenta que la primera-, el clavo entró un poco más. La base del mismo había quedado a unos 10 centímetros de la piel. La sangre tardó dos o tres segundos en brotar.

El guerrillero, que seguía inconsciente, no reaccionó. Y el verdugo se dio prisa en repetir la operación sobre la muñeca derecha. En esta ocasión no miró siquiera al centurión. Con otros 287

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dos martillazos fue suficiente para fijar al reo al madero. Curiosamente, la base del clavo volvió a situarse oblicuamente. Entonces caí en la cuenta de cómo ambos pulgares se habían doblado bruscamente hacia el centro de la palma de las manos. Los restantes dedos, en cambio, apenas si habían quedado flexionados. (Al dirigir los ultrasonidos sobre las muñecas del Maestro se pudo formular una hipótesis confirmada por estudios anatómicos posteriores- sobre la causa de este fenómeno.)

Al perforar las muñecas del «zelota», dos borbotones de sangre emergieron lentamente, rodando por la corteza del leño y formando sendos charcos sobre la roca. Aunque las hemorragias no fueron preocupantes, la visión de la sangre y el enclavamiento de su compañero provocaron el estallido del mermado sistema nervioso del joven terrorista. Con el rostro suplicante logró arrastrarse de rodillas hasta Longino. Una vez a sus pies hundió la cabeza en el suelo, pidiendo a gritos que tuviera compasión de él. Durante décimas de segundo, los ojos del centurión se empañaron con una sombra de piedad. Alzó las manos en señal de impotencia y, procurando que el reo no se percibiera de ello, pidió su
pilum
al legionario más cercano. Longino no podía evitar la crucifixión del muchacho, pero sí que sufriera las dolorosas acometidas de los clavos en sus muñecas. Y levantando la lanza con ambas manos se dispuso a aporrear el cráneo del aterrorizado prisionero.

-iAlto...! ¿Qué buscáis aquí?

Los gritos de uno de los centinelas segó los propósitos del oficial. Al volverse vio a un grupo de seis o siete mujeres que ascendía con paso decidido por la grieta del montículo. Longino se olvidó del reo, adelantándose hacia las hebreas. Las mujeres intercambiaron algunas frases con el centurión, mostrándole una pequeña cántara de barro rojo.

El jefe de la patrulla tranquilizó a sus hombres, permitiendo que las judías llegaran a lo alto del Calvario. Una vez arriba, la que cargaba la vasija se dirigió hacia el guerrillero que acababa de ser atravesado. Le siguió una segunda mujer y el resto permaneció en silencio en el filo del patíbulo, protegiéndose de las aceradas rachas del viento con sus amplios mantos negros y verdes.

Al darse cuenta que aquel hombre yacía inconsciente, las decididas mujeres se volvieron hacia Longino. El centurión, adelantándose a sus pensamientos, les señaló al segundo reo, que continuaba bajo el peso del
patibulum,
desangrándose y llorando desesperadamente.

Pero antes de que las hijas de Jerusalén abrieran la cántara y cumplieran con el viejo consejo del libro de los Proverbios -«dad bebidas fuertes al que va a perecer y vino al alma amargada»-, el oficial indicó a los legionarios que concluyeran el levantamiento del primer

«bandido». La escalera fue apoyada contra una de las
stipes
de la primera hilera (la situada al Oeste), mientras otros dos infantes levantaban, no sin dificultades, el leño al que había sido clavado el condenado. Sin pérdida de tiempo, el verdugo responsable de las perforaciones amarró una maroma alrededor del tórax, practicando a continuación dos rápidos nudos en cada uno de los extremos del
patibulum.
Por último, haciendo gala de una gran destreza, remató el amarre con una lazada central.

Un cuarto soldado se situó en lo alto de la escalera y los que sostenían al guerrillero lo transportaron hasta el pie del madero vertical. El autor del anclaje tendió la soga al compañero situado sobre la escalera y éste la introdujo en la ranura superior del árbol. Inmediatamente, el legionario comenzó a tirar de la gruesa cuerda, ayudado desde tierra por el
optio.
A cada tirón, la maroma, al contacto con la
stipe,
emitió un agudo chirrido que vino a confundirse con los desgarradores alaridos del segundo «zelota».

En cuestión de minuto y medio, el
patibulum
fue izado hasta lo más alto. El lugarteniente de Longino tensó al máximo la cuerda y antes de que el romano que se había encaramado a la escalera soltase la maroma, los tres infantes que vigilaban la ascensión del reo acudieron en ayuda de Arsenius, sosteniendo en el aire al preso y su
patibulum.

Al deshacerse de la soga, el legionario de la parte superior hizo presa en los dos ramales de la lazada central, arrastrando el orificio del tronco hacia la punta de la
stipe.
Una vez ensartado el
patibulum,
el infante dio un grito y los cuatro romanos dejaron en libertad el largo cabo. Con un crujido, el leño se deslizó hacia abajo hasta quedar encajado en el palo vertical.

El cuerpo del «bandido» cayó también a peso, produciéndose un estiramiento máximo de sus brazos, que quedaron formando un ángulo de 65 grados con la
stipe.
Este terrorífico frenazo hizo que las heridas de las muñecas se desbocaran, provocando también la distensión de los ligamentos de las articulaciones de los hombros y codos.

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El dolor tuvo que ser tan insoportable que el infeliz reaccionó, recobrando el sentido. Sus ojos querían salirse de las órbitas. Pero lo forzado de la posición había bloqueado casi su aparato respiratorio y la boca, desencajada, no acertó a emitir sonido alguno. Sin embargo, los soldados no parecían tener ya unas excesivas prisas. Antes de descender de la escalera, el legionario tomó el mazo y asestó varios martillazos al
patibulum,
asegurándolo. A continuación recogió de manos del
optio
la tablilla en la que se leía el nombre de Gistas y procedió a clavarla sobre el tramo superior de la recién formada cruz, a una cuarta por encima del madero transversal.

Los doscientos curiosos que habían seguido a la patrulla, y que ahora habían ido tomando posiciones alrededor de la roca, prorrumpieron en gritos y exclamaciones de protesta al ver cómo el soldado terminaba de clavetear el «inri» del «zelota». Efectivamente, Longino llevaba razón. Si la comitiva se hubiera aventurado por las calles de Jerusalén con los dos

«partisanos», quién sabe de lo que hubiera sido capaz el populacho.

Poco a poco, el grupo inicial de observadores judíos fue multiplicándose con otros peregrinos que iban y venían por la ruta de Jaffa. Muy cerca, en primera fila -como a 10 metros en línea recta- distinguí a varios de los saduceos. Y entre éstos, a Judas Iscariote, con la cabeza cubierta con el manto. (Ignoro si por miedo a las posibles represalias de los amigos y seguidores del Maestro o para protegerse, como otros muchos testigos, de los torbellinos arenosos que barrían aquellos extramuros de la ciudad.)

Sinceramente, al ver al traidor, mi deseo fue bajar del Gólgota y unirme a él. Su extraño suicidio era uno de los sucesos que me hubiera gustado aclarar. Pero la misión especificaba con claridad que no debería separarme de Jesús en aquellos críticos momentos.

El encargado del enclavamiento recibió al vuelo el martillo y, situándose frente al condenado, hincó la rodilla derecha en tierra. Extrajo otro clavo de su cinto e hizo una señal a sus compañeros. Uno de ellos tomó el pie derecho del reo, estirando la pierna y acoplando la planta a la superficie de la
stipe.
Esta maniobra dejó a ras de piel uno de los huesos del tarso -el astrágalo-, que sirvió de referencia al hábil verdugo. Situó el clavo sobre dicho hueso y de un solo martillazo lo cosió a la madera. El dolor ascendió por el cuerpo de Gistas, transformándose al instante en un aullido. Y antes de que otro de los romanos flexionase la pierna izquierda del

«zelota», aplastando la planta del pie contra el palo vertical, un chorro de sangre asomó por debajo del pie recién clavado, precipitándose por el árbol hacia las cuñas que lo apuntalaban.

Al aullido siguieron una serie de berreos entrecortados. El diafragma del «zelota» había empezado a resentirse y su respiración entró en una angustiosa decadencia. A los pocos minutos, entre berrido y berrido, el desesperado reo comenzó a jadear, multiplicando sus cortas y dramáticas inspiraciones de aire.

Aquellos gritos -mezcla de espanto, dolor y rabia- sacaron de su aislamiento al joven terrorista. Levantó penosamente la cabeza y al ver a su compañero palideció, comenzando a sudar.

Los legionarios terminaron el enclavamiento del prisionero, cuyo pie izquierdo quedó a unos 10 o 15 centímetros por encima del derecho.

La sangre, corriendo en abundancia por la
stipe,
terminó por provocar intensas arcadas en el segundo guerrillero, que no tardó en vomitar.

Longino apremió a sus hombres para que desataran a Dismas. El infeliz, aturdido y temblando de miedo, no opuso resistencia. Una vez desnudo, bañado en un sudor frío, las mujeres recibieron del centurión la señal para que le suministraran aquella pócima. Pero antes, cuatro legionarios rodearon al reo, clavando casi las puntas de sus lanzas en sus riñones, espalda y vientre. Los temblores del «bandido» fueron en aumento y sus rodillas comenzaron a oscilar.

Contagiadas del pavor del prisionero, las judías llenaron con manos temblorosas un hondo tazón de madera con el líquido amarillento-verdoso contenido en la cántara. Al acercarme llegué a oler el brebaje, identificando entre sus ingredientes el olor particular de la hielo bilis de toro. Al interesarme por la naturaleza de la mezcla, la que sostenía la jarra me indicó con cierto temor -confundiéndome posiblemente con algún alto personaje extranjero- que consistía básicamente en un vino aguardentoso al que se le añadía el contenido de una o varías vejigas biliares de buey recién sacrificado. Lejos de contener algún tipo de droga o somnífero, los hebreos utilizaban para estos menesteres un procedimiento mucho más corriente y natural.

Preparaban primeramente un extracto de la hiel, echando sobre un filtro de bayeta el contenido 289

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de las mencionadas vejigas. Después lo hacían evaporar al baño de maría, sin dejar de agitarlo.

De esta forma se obtenía el extracto deseado, que podía conservarse indefinidamente. Cuando aquella piadosa « asociación »de mujeres recibía la noticia de una ejecución, vertían el extracto de hiel de buey en un vino o aguardiente de elevada graduación alcohólica. La fulminante acción metabólica de la bilis «liberaba» el alcohol del vino, provocando así en el reo una rápida y notable embriaguez que embotaba su cerebro, aliviando en cierta medida sus sufrimientos y enervando o debilitando sobre todo su consciencia.

Mateo, por tanto, fue el único acertado al relatar este pasaje evangélico. Marcos (15,23) asegura que las mujeres dieron a probar a Jesús «vino con mirra». Esto es inexacto. Entre otras razones, porque la mirra, por su naturaleza excitante, tónica y emenagoga, probablemente hubiera actuado de forma contraria al fin deseado. (En aquel tiempo era empleada generalmente como bálsamo, como pomada para ciertos tumores articulares, como elemento dentífrico y, sobre todo, como perfume.)

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