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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

Caballo de Troya 1 (91 page)

BOOK: Caballo de Troya 1
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Aquella hebrea puso la mano derecha sobre el cuenco de madera, procurando que el polvo y la tierra arrastrados por el viento no contaminasen el vino. Miró a Longino y éste volvió a señalar al prisionero, autorizándole a que se acercase. La mujer llegó hasta Dismas y le tendió el brebaje. Acosado por el terror, el muchacho no reaccionó. Sus ojos, enrojecidos por el llanto, se desviaron hacia el centurión, interrogándole con la mirada.

-¡Bebe! -le ordenó Longino.

Y el «zelota» alzó los brazos, asiendo el tazón. Pero sus convulsiones eran ya tan acusadas que una parte del líquido se derramó. Al fin consiguió llevar el cuenco hasta sus labios, apurando los 250 o 300 centímetros cúbicos que contenía.

Las hebreas se retiraron, incorporándose al resto del grupo y el reo fue conducido a empellones frente a las dos
stipes
que quedaban libres en la primera hilera y a cuyos pies había sido transportado el
patibulum.

Dismas fue colocado de espaldas a los tres árboles y, mientras dos de los legionarios tiraban de sus brazos hacía atrás, un tercero le zancadilleó, derribándole de espaldas. El centurión, situado por detrás del reo, dispuso una lanza, dispuesto a golpear el cráneo del prisionero en caso de necesidad. Levantó la contera del
pilum
y esperó.

Sin embargo, el terrorista apenas si ofreció resistencia. Aparentemente parecía haber asumido su suerte. El miedo, además, había agarrotado sus músculos. Al reclinarlo sobre el leño levantó la cabeza y con un hilo de voz empezó a clamar por su madre. Pero sus incesantes llamadas desaparecieron cuando el verdugo le asestó el primer martillazo. Un chillido se elevó desde la roca. Y la multitud acogió el nuevo enclavamiento con fuertes pitidos y protestas.

El prisionero, con los ojos desencajados y los músculos anteriores y posteriores del cuello tensos como cuerdas de violín, se estremeció, dejando caer su cabeza por detrás del tronco. En ese instante, un fuerte hedor fue arrastrado por el viento. El legionario que sujetaba los pies del reo con la cadena estalló en mil imprecaciones e insultos contra el «zelota». Presa de un pánico insuperable, los esfínteres del muchacho se habían abierto, dejando libres sus excrementos.

Al perforar su muñeca derecha, el joven perdió el sentido. Y los verdugos aprovecharon su inconsciencia para acelerar su levantamiento sobre la
stipe.
Cuando se disponían a izar el
patibulum
surgió una duda. ¿En cuál de los dos maderos libres debían crucificarlo? Los legionarios preguntaron al oficial y éste se encogió de hombros. Fue el encargado de los clavos quien aportó una solución, bien recibida por todos.

-Dejemos al «rey» en el centro... -comentó divertido.

Y así se hizo. Fue ésta la razón por la que los llamados «ladrones» quedaron a derecha e izquierda del Maestro.

Cuando le tocó el turno al pie izquierdo del guerrillero, el verdugo lo atravesó de tal forma que los dedos quedaron sobre uno de los brazos del
sedile
de hierro que, como dije, atravesaba el árbol de parte a parte. Esta circunstancia proporcionaría a Dismas un cierto alivio a la hora de luchar por unas más profundas bocanadas de aire. El pie derecho, en cambio, fue fijado algo más bajo y sobre la cara frontal de la
stipe.
El segundo «brazo» del
sedile
-que quedaría paralelo al
patibulum,
como en la cruz de Jesús- no fue utilizado. Es mi opinión que este relativo «descanso» pudo influir decisivamente en este crucificado, hasta el punto que le permitió una mejor oxigenación y, en consecuencia, una mayor claridad de ideas.

Concluida la crucifixión de Dismas, los soldados, sudorosos y manchados de sangre, recuperaron la cuerda que había servido para el izado del reo y clavaron sus ojos en Jesús de 290

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Nazaret. Mi corazón volvió a estremecerse al distinguir unas sarcásticas sonrisas en algunos de los rostros de los romanos.

Eran las 13 horas...

La súbita intervención de Eliseo me distrajo momentáneamente. El módulo detectaba el

«ojo» del «siroco» a poco más de 15 minutos de Jerusalén. La velocidad de «haboob» había descendido ligeramente, pero el arrastre de arena era muy considerable, levantando lenguas de partículas hasta 2 000 y 2 500 metros del suelo. Para mi compañero, lo más preocupante de aquella tormenta seca era la posibilidad de que el viento arrastrase agentes biológicamente activos que podrían afectarme.

Sinceramente, la advertencia de Eliseo no me preocupó. Mi corazón y mis cinco sentidos se hallaban a cuatro metros de mí mismo: en la figura de aquel hombre de 1,81 metros de estatura, ahora encorvado y maltrecho.

El Maestro fue levantado sin más dilaciones. Le fue retirado el manto púrpura que aún conservaba sobre los hombros, amarrado a la altura del cuello, tocándole después el turno al ropón. Al desenrollarlo quedó al descubierto la parte superior de la túnica. Y al verla cerré los ojos. Era una mancha informe, sanguinolenta y encolada al cuerpo sobre las heridas de la flagelación. Tragué saliva. ¿Qué ocurriría en el momento de desnudarle?

Pero ese angustioso trance se vio retardado por un problema con el que nadie había contado: el casco espinoso.

Cuando uno de los soldados se disponía a retirar la túnica, otro de los guardianes reparó en el trenzado de púas, haciendo notar que, o desgarraban la prenda o había que retirar primero el yelmo.

Los infantes se enzarzaron en una discusión. Supongo que aquello se habría prolongado indefinidamente de no haber sido por el
optio.
Con un sentido práctico bastante más acusado que el de sus hombres se limitó a tocar el tejido y, al apreciar que se trataba de una túnica inconsútil o sin costura, ordenó a los verdugos que le despojaran de la «corona». Al principio me pareció absurdo que los legionarios discutieran por algo que podía haber tenido una fácil y drástica solución: sencillamente, romper la vestidura. Después comprendí. Al parecer era costumbre «no oficial » que los verdugos se repartieran la ropa del ajusticiado
1
.

Así que uno de los romanos se situó frente a Jesús, introduciendo lentamente sus dedos por dos de los huecos del casco. Cuando las manos habían agarrado el haz de juncos a la altura de las orejas dio un violento tirón hacia arriba.

El Galileo se estremeció. Pero el yelmo de espinas no terminó de desprenderse. Algunas de las largas y afiladas púas estaban sólidamente incrustadas en la carne y aquel primer intento sólo consiguió desgarrar aún más los tejidos, provocando el nacimiento de nuevos hilos de sangre.

Arsenius movió la cabeza con impaciencia, recordando al infante que primero debería estirar horizontalmente y después tirar hacia lo alto. El Nazareno apretó los labios y esperó el segundo tirón.

Al jalar hacia los lados, en efecto, muchas de las espinas de las áreas parietales y frontal se desprendieron. Y el verdugo repitió la maniobra. El empuje vertical fue tan violento que el yelmo saltó, pero las púas ubicadas sobre las mejillas y nuca arañaron la piel y dos de las espinas -clavadas en el tumefacto pómulo derecho y en el músculo elevador izquierdo- se partieron, quedando alojadas en ambas regiones del rostro.

Un gemido acompañó aquella brutal retirada y los saduceos, pendientes del Maestro, acogieron la maniobra con aplausos y aclamaciones.

Antes de que el rabí tuviera ocasión de recuperarse de los nuevos y agudos dolores, dos de los soldados levantaron sus brazos, mientras un tercero procedía a desnudarle, recogiendo la túnica desde el filo inferior.

Al descubrir las piernas sentí cómo mi corazón aceleraba su ritmo. Se hallaban cruzadas y recorridas en todos los sentidos por regueros de sangre, coágulos, hematomas azulados o reventados y una miríada de pequeños círculos, la mayoría abiertos por los clavos de las sandalias romanas. En cuanto a las rodillas, la izquierda presentaba una considerable
1
A partir del emperador Adriano (117-138) se hace oficial esta costumbre, denominada
pannicularia
o "propina», por decreto recogido en el Digesto.
(N. del m.)

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hinchazón. La derecha, aunque menos deformada, se hallaba abierta en la cara anterior de la rótula, con desgarros múltiples y pérdida del tejido celular subcutáneo, pudiendo apreciarse incluso, parte del periostio del hueso. Era incomprensible cómo aquel ser humano había conseguido caminar y arrastrarse sobre sus rodillas hasta la muralla. Las fuerzas -lo confieso-empezaron a fallarme de nuevo.

Pero aquel martirio no había empezado siquiera...

El crujido de la túnica al ser despegada del tronco de Jesús me hizo palidecer.

El legionario, al comprobar que el tejido se hallaba pegado a las brechas, no lo dudó. Giró la cabeza y, sonriendo maliciosamente a sus compañeros, fue elevando la túnica con lentitud. El lino fue desgajándose de las heridas, arrastrando grandes plastones de sangre. Enrojecí de ira.

Y me aferré a la «vara de Moisés» hasta casi estrujarla. Unas gruesas gotas de sudor empezaron a rodar por mis sienes y tuve que morder una de las mangas de mi manto para no saltar sobre aquellos sádicos.

Al fin, cuando la túnica estuvo replegada a la altura de la cara del Nazareno, los soldados bajaron los brazos y la cabeza del rabí, retirando su última vestimenta.

Y el Hijo del Hombre quedó totalmente desnudo, ligeramente inclinado y bañado por nuevas hemorragias. Al ver aquella espalda abrasada por los hematomas y desgarros, Longino quedó perplejo. El refinado desencolamiento de la túnica había abierto muchas de las heridas, haciendo estallar otra aparatosa sangría. A pesar de la indudable protección de los dos mantos y de la túnica, el madero había erosionado la zona superior de la espalda, ulcerando las áreas de la paletilla derecha y la piel situada sobre el paquete muscular izquierdo del «trapecio». En esta última región observé un abrasamiento de unos nueve por seis centímetros, con bordes irregulares y arrollamiento de la piel, producido posiblemente en alguna de las violentas caídas (quizás en la segunda, al desplomarse de espaldas en el túnel de la fortaleza Antonia).

Los codos se hallaban también prácticamente destruidos por los golpes y caídas. En cuanto al antebrazo izquierdo, la fricción con la corteza del
patibulum
había deshilachado el plano muscular, con pérdida de sustancia y amplias áreas amoratadas.

Pero la visión más terrorífica la ofrecían los costados. Las patadas habían reventado algunos de los hematomas y masacrado muchas de las fibras musculares vitales en la función respiratoria.

La sangre corría de nuevo por aquella piltrafa humana, que, al ser desposeída de sus ropas, había empezado a tiritar, acusando los duros embates del viento y del polvo.

La indefensión, abandono y amargura de aquel hombre alcanzaron en aquellos instantes uno de sus puntos culminantes.

Los curiosos y transeúntes que habían ido engordando el grupo inicial de testigos rompieron aquellos dramáticos momentos, burlándose y acogiendo con largas risotadas la desnudez del Galileo. Los sacerdotes, sobre todo, fueron los más corrosivos. Algunos, incluso, llegaron a saltar sobre las peñas inferiores del Gólgota, gesticulando e imitando a Jesús, quien, humillado y con la cabeza baja, ocultaba con ambas manos su región pubiana.

Libres de la tenaza del yelmo de espinas, sus cabellos empezaron a flotar al viento, descubriendo las huellas de los latigazos de Lucilio sobre sus orejas. A pesar de los 17,5 grados centígrados que registraba el módulo en aquella hora en Jerusalén, el Maestro seguía temblando de frío. Al quedar sin la protección de sus ropas, amplias zonas de sus brazos, tórax, vientre y piernas ofrecían el conocido aspecto de «piel de gallina». La fiebre, en lugar de ceder, seguía acosándole.

¡Qué lejos había quedado la majestuosa figura del Galileo! Aunque sus discípulos y amigos no se hallaban presentes, estoy convencido que muy pocos le habrían reconocido. Los dolores, el agotamiento y la sed debían ser insufribles; sin embargo, al contemplarle allí, solo, ultrajado y sin el más fugaz respiro. o muestra de amistad o aliento, estimo que su verdadera y más profunda tortura no eran los padecimientos físicos, sino, como digo, esa sensación de aniquilamiento moral que invade siempre a un hombre injustamente condenado. Pero éstas sólo son reflexiones personales de un mero observador. ¿Quién hubiera podido adivinar los pensamientos de Jesús de Nazaret en aquellas circunstancias? Lo cierto es que su fin se hallaba muy próximo.

Mientras los soldados disponían el
patibulum
cerca de la
stipe
central, Longino se dirigió al grupo de mujeres y les invitó a que repitieran con el rabí el suministro de hiel y vino. Y las 292

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mismas hebreas, con paso presuroso, se dirigieron hacia el Maestro. Al despegarse del resto de sus compañeras, justo detrás de las encargadas de la bebida, había aparecido el joven Juan Marcos. Ignoro cómo pudo llegar hasta allí pero, antes de que cometiera alguna locura, le hice señas para que se acercara.

Las judías colmaron por segunda vez la taza de madera, ofreciendo a Jesús el apestoso líquido. El Nazareno levantó la cabeza y miró a las mujeres. Estas, extrañadas por el silencio del reo, hicieron un ligero movimiento con el cuenco, animándole para que bebiera. Pero el encorvado gigante no se decidía. Sus manos no se habían movido de sus genitales. Y

respetando el pudor del Galileo, la que sostenía el brebaje lo situó entre sus labios, inclinando el recipiente de forma que pudiera apurarlo sin necesidad de utilizar las manos. El Maestro entreabrió la boca, probando apenas el mejunje. Nada más gustarlo y percatarse de su naturaleza, Jesús retiró la cara, negando con la cabeza. La actitud del prisionero dejó atónitas a las hebreas y al centurión. Aquéllas miraron a Longino y éste volvió a encogerse de hombros, dando por finalizado el asunto.

Al verme, el rostro de Juan Marcos se iluminó. Cruzó a la carrera los escasos metros que le separaban de mí, abrazándome. Tenía las mejillas marcadas por sendos churretes, señal inequívoca de su llanto. El pequeño, gimoteando y con un ataque de hipo, me rogó que salvara a su Maestro. No pude hacer otra cosa que sonreírle. ¿Cómo podía explicarle quién era y en qué consistía mi misión? No voy a ocultarlo pero, a lo largo de aquel viernes, llegué a pensar en esa posibilidad. ¿Qué hubiera sucedido si, en mitad de aquel promontorio, yo hubiera dado la orden a Eliseo de movilizar el módulo y de que pusiera rumbo al Gólgota? Hubiera sido sencillísimo descender sobre la roca y arrebatar al Galileo de las garras de aquella patrulla. Pero éstos sólo fueron sueños imposibles...

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