Caballo de Troya 1 (45 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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-Bien sabes, Maestro, que los fariseos y dirigentes del templo buscan destruirte. A pesar de ello, te preparas para ir solo a las colinas. Esto es una locura. Por tanto, mandaré contigo tres hombres armados para que te protejan.

El Galileo miró primero a David Zebedeo y, a continuación, observó a los tres fornidos sirvientes del impulsivo discípulo, que esperaban a cierta distancia.

Y en un tono que no admitía réplica o discusión alguna contestó, de forma que todos pudiéramos oírle:

-Tienes razón, David. Pero te equivocas también en algo: el Hijo del Hombre no necesita que nadie le defienda. Ningún hombre me pondrá las manos encima hasta esa hora en la que deba dar mi vida, tal y como desea mi Padre. Estos hombres no van a acompañarme. Quiero ir y estar solo para que pueda comunicarme con mi Padre.

Al escuchar a Jesús, David Zebedeo y sus guardianes se retiraron y yo, sintiendo que algo se quebraba en mi interior, comprendí también que no podía seguir al protagonista de mi exploración. Por alguna razón que no había querido detallar, el Maestro tenía que permanecer solo. Pero, cuando ya daba por perdida aquella parte de la misión, ocurrió algo que me hizo recobrar las esperanzas y que, por suerte, me permitiría reconstruir parte de lo que hizo Jesús en aquel miércoles.

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Cuando el rabí se dirigía ya hacia la entrada del huerto, dispuesto a perderse Dios sabe en qué dirección, el muchacho que había traído la cesta con las hogazas de pan surgió de entre los discípulos y corrió tras el Maestro. Al verle, el rabí se detuvo. Juan Marcos había llenado aquella misma cesta con agua y comida y le sugirió que, si pensaba pasar el día en el monte, se llevara al menos unas provisiones.

Jesús le sonrió y se agachó, en ademán de tomar la cesta. Pero el niño, adelantándose al Galileo, agarró el canasto con todas sus fuerzas, al tiempo que insinuaba ron timidez:

-Pero, Señor, ¿y si te olvidas de la cesta cuando vayas a rezar... Yo iré contigo y cargaré la comida. Así estarás más libre para tu devoción.

Antes de que Jesús pudiera replicar, el muchachito intentó tranquilizarle:

-Estaré callado... No haré preguntas... Me quedaré sentado junto a la cesta cuando te apartes para orar...

Los discípulos que presenciaban la escena quedaron atónitos ante la audacia de Juan.

Y el Maestro volvió a sonreír. Acarició la cabeza del niño y le dijo:

-Ya que lo ansías con todo tu corazón, no te será negado. Nos marcharemos solos y haremos un buen viaje. Puedes preguntarme cuanto salga de tu alma. Nos confortaremos y consolaremos juntos. Puedes llevar el cesto. Cuando te sientas fatigado, yo te ayudaré.

Sígueme…

Y ambos desaparecieron ladera arriba.

Nadie hizo el menor comentario. Los rostros de los apóstoles reflejaban una total consternación. Era doloroso que un simple niño les hubiera ganado la partida. Supongo que todos los allí presentes -exceptuando al Iscariote- ardían en deseos de acompañar a su Maestro. Sin embargo, ninguno había sido capaz de abrir su corazón y hablarle a Jesús con la sinceridad de Juan Marcos. Y de la sorpresa fueron pasando a un mal disimulado disgusto. A los pocos minutos, varios de los íntimos se habían enzarzado ya en una agria disputa sobre la conveniencia de que el rabí se dedicara a caminar por los montes de Judea sin escolta y con un chico de «los recados» por toda compañía.

Aquella discusión empezaba a fascinarme. Todos aportaban argumentos más o menos válidos pero ninguno parecía dispuesto a reconocer públicamente la verdadera causa por la que se habían quedado solos.

La discusión iba caldeándose poco a poco cuando, de pronto, vi salir de la tienda a Judas.

Sigilosamente se encaminó hacia la entrada del huerto, alejándose en dirección a la barranca del Cedrón. No lo dudé. Tras recordar a Andrés mi cita con José de Arimatea, anunciándole que regresaría en cuanto pudiera, crucé el recinto de piedra, procurando no perder de vista al Iscariote. Este había descendido por una de las estrechas pistas que conducía a un puentecillo sobre el cauce seco del Cedrón y que unía la explanada este del templo con el monte de los Olivos. Judas, con paso decidido, atravesó el lugar donde yo había asistido a la prueba de las

«aguas amargas», deteniéndose bajo el transitado arco de la Puerta Oriental del templo.

Confundido entre los numerosos peregrinos que iban y venían pude ver cómo el traidor besaba a otro hebreo. Y ambos entraron en el Atrio de los Gentiles.

Adoptando toda clase de precauciones me adentré también en el Templo. Llegué justo a tiempo de comprobar cómo Judas y su acompañante subían las escalinatas del santuario, desapareciendo por la puerta del Pórtico Corintio.

Maldije mi mala estrella. Aquél, justamente, era uno de los pocos lugares de Jerusalén donde no podía entrar un gentil. El santuario era sagrado. Allí no cabía estratagema alguna. Y mucho menos con mi aspecto de mercader extranjero...

¿Qué podía hacer para seguir los pasos de Judas?

Me dejé caer en las escalinatas donde habitualmente se sentaba el Maestro e intentaba buscar una fórmula para descubrir la razón que había llevado al apóstol al interior del santuario, cuando uno de los saduceos, amigo de José de Arimatea, y que había participado en el almuerzo ofrecido por aquél a Jesús en la mañana del martes, vino a simplificar mis problemas.

El hombre me reconoció, interesándose por mi salud y preguntándome a qué obedecía aquella mirada mía tan apesadumbrada. Después de medir las posibles consecuencias de la idea que acababa de nacer en mi cerebro, me decidí a hablarle. Tras rogarle que mantuviera cuanto iba a contarle en el más estricto secreto -a lo cual accedió el saduceo en un tono que parecía sincero-, le expliqué que tenía fundadas sospechas sobre la falta de lealtad de uno de 146

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los discípulos del rabí de Galilea. Añadí que acababa de ver entrar a Judas en el santuario y que temía por la seguridad de Jesús. El ex miembro del Sanedrín (aquel saduceo era uno de los 19

que habían presentado la dimisión ante Caifás) procuró tranquilizarme, asegurándome que aquello no era nuevo. «Somos muchos -repuso- los que sabemos que Judas, el Iscariote, no comparte la forma de ser y de actuar del Maestro.»

A pesar de sus palabras, simulé que no quedaba satisfecho y le supliqué que entrara en el Templo y tratara de informarse sobre los planes de Judas. Pero, antes de contestar a mi petición, el sacerdote -que compartía en secreto la doctrina de Jesús- me interrogó a su vez, buscando una explicación a mi extraña conducta.

-Yo también creo en el Maestro -le mentí- y no deseo que sea destruido.

Mis palabras debieron sonar con tal firmeza que el saduceo sonrió y, dándome una palmadita en la espalda, accedió a mis deseos.

Antes de separarnos le anuncié que estaba citado aquella misma mañana con José y que, si le parecía oportuno, podríamos volver a vernos antes de la puesta del sol, en el hogar de su amigo, el de Arimatea.

-Sobre todo -insistí con vehemencia-, y por elementales razones de seguridad, esto debe quedar entre nosotros.

Mi nuevo amigo quedó conforme y yo, algo más descargado, reanudé mi camino hacia la ciudad baja. Pero, mientras me aproximaba a la casa de José, me asaltó una incómoda duda:

¿le había mentido en verdad al saduceo al afirmar que yo también creía en Jesús de Nazaret?

José, el de Arimatea, me recibió con cierta inquietud. Las incidencias en el campamento de Getsemaní y el seguimiento de Judas retrasaron un poco mi llegada a la casa del anciano. Sin pérdida de tiempo, el enjuto amigo de Jesús se envolvió en un lujoso manto de lana, teñido en rojo fuego, cargando un ánfora de mediano tamaño (aproximadamente 1/8 de «efa» o 5,6

litros). La cita con el procurador romano había sido concertada para la hora quinta (alrededor de las once de la mañana) y, al igual que a mí, a José no le gustaba esperar ni hacer esperar.

Al salir de la mansión rogué al venerable miembro del Sanedrín que me permitiera cargar aquella jarra. José consintió gustoso y. aunque sentía curiosidad por saber el contenido de la misma, el mutismo de mi acompañante me inclinó a no formular pregunta alguna sobre el particular.

El camino hasta la fortaleza Antonia, situada al noroeste de la ciudad, era relativamente largo. Aunque el cuartel general romano disponía de una entrada por el ángulo más occidental del Templo (como creo que ya cité en su momento, esta fortificación se hallaba adosada al inmenso rectángulo que constituía el Santuario y su atrio), José de Arimatea -supongo que por mera prudencia- evitó en todo momento el recinto del Templo.

Dejamos atrás el intrincado laberinto de las callejuelas de la ciudad baja, salvando después la breve depresión del valle del Tiropeón, separación natural de los dos grandes y bien diferenciados barrios de Jerusalén: el bajo y el alto.

El gran teatro apareció a nuestra izquierda y, poco después, desembocamos en la calle principal de aquella zona alta de Jerusalén. Al igual que la que yo había visto en la ciudad baja, esta calzada -que discurría desde el palacio de Herodes, en el extremo más occidental de la urbe, hasta el muro oeste del templo, en las proximidades de la explanada de Sixto- aparecía adornada con gruesas columnas
1
.

En sus pórticos se alineaban los bazares de los vendedores considerados impuros: desde fabricantes de todo tipo de objetos artísticos (alfareros, herreros, perfumistas, etc.), hasta sastres, comerciantes de lana, etc. El griterío, confusión y «sinfonía» de olores eran idénticos a los del barrio bajo o Akra.

José aceleró el paso al cruzar bajo la puerta del Pez, en la intersección de la segunda muralla septentrional con la depresión o valle del Tiropeón. Nunca supe si aquellas prisas del anciano se debían a la presencia junto a la citada puerta de un grupo de mercaderes tirios que vendían todo tipo de pescado o a la proximidad de la fortaleza Antonia.

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Durante mi preparación para esta misión, Caballo de Troya me había proporcionado una réplica del plano de Madaba: un mosaico del siglo VI de nuestra Era y que aún se conserva en la iglesia griega del mismo nombre. En dicho mapa aparecían estas dos calles principales y provistas de columnatas, auténticas «columnas vertebrales» de los dos barrios ozonas de Jerusalén. (N. del m.)

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El caso es que, al fin, ambos nos encontramos ante el muro de piedra de metro y medio de altura que cercaba íntegramente el impresionante «castillo», sede de Poncio Pilato mientras durasen las fiestas de la Pascua.

Aunque ya había tenido la oportunidad de contemplar a una cierta distancia a los legionarios que fueron enviados precisamente desde la Torre Antonia para poner orden en la explanada de los Gentiles, cuando Jesús de Nazaret provocó la estampida de los bueyes, la presencia de los centinelas romanos a las puertas de aquel muro me conmovió.

José se dirigió en arameo a uno de ellos. Pero el soldado no comprendía la lengua del israelita. Un tanto contrariado, el del Arimatea le habló entonces en griego. Sin embargo, el legionario siguió sin entender. En vista de lo penoso de la situación, el joven romano -supongo que no tendría más de 20 o 25 años- nos hizo una señal para que esperásemos y, dando media vuelta, se encaminó hacia el interior. El segundo centinela permaneció mudo e impasible, cerrando el paso con su largo pilum o lanza. Bajo su brillante y verdoso casco de hierro y bronce, los ojos del legionario no nos perdían de vista. El soldado vestía el habitual traje de campaña: una cota trenzada por mallas de hierro y enfundada como si fuera una túnica corta (hasta la mitad del muslo) y que protegía la totalidad del tronco, vientre y arranque de las extremidades inferiores. Esta coraza, de gran flexibilidad y solidez, se hallaba en contacto directo con un jubón de cuero de idénticas dimensiones y forma que la cota de mallas. Por último, el pesado atuendo descansaba a su vez sobre una túnica de color rojo, provista de mangas cortas y sobresaliendo unos diez o quince centímetros por debajo de la armadura, justamente por encima de las rodillas.

Unas sandalias, de gruesas suelas de cuero, protegían los pies con un engorroso sistema de tiras -también de cuero- perfectamente cosidas a todo el perímetro del calzado. (En una oportunidad posterior, al examinar una de aquellas concienzudas sandalias, conté hasta 50 tiras de piel de vaca curtida.) El soldado cerraba estos cordones por la parte superior del pie y a la altura de los tobillos. Pero fue después, ya en el patio de la fortaleza, cuando tendría la ocasión, como digo, de descubrir una de las temidas características de esta prenda.

Completaba su atuendo un cinturón de cuero, de unos cinco centímetros de anchura, revestido de un sinfín de cabezas de clavo. Desde el centro caían ocho franjas, igualmente de cuero, cubiertas por pequeños círculos metálicos. Este adorno tenía, sobre todo, la misión de proteger el bajo vientre del legionario. En su costado derecho colgaba la famosa espada, tipo

«Hispanicus», de 50 centímetros, perfectamente envainada en una funda de madera con refuerzos de bronce. En el costado opuesto, la «semispatha» o puñal, de una longitud aproximada a la mitad del «gladius Hispanicus».

Apoyados sobre una de las esquinas de la puerta del muro observé los escudos de ambos centinelas. Eran rectangulares y de unos 80 centímetros de altura. Presentaban una ligera convexidad y en el centro, un «umbón» o protuberancia circular de metal, decorado con una águila amarilla que resaltaba sobre el fondo rojo del resto del escudo. Aparecían orlados con un borde metálico y primorosamente pintados en su zona central por cuatro cuadrados concéntricos (de menor a mayor: negro, amarillo, negro y amarillo). Los ángulos del más grande habían sido sustituidos por sendas esvásticas o cruces gamadas, también en negro. Las empuñaduras las formaban dos correas: una para el brazo y la otra para la mano.

Pero, lo que sin duda me fascinó de aquel equipo de combate fue la lanza. Aquel pilum debía medir algo más de dos metros, de los cuales, al menos la mitad correspondía al hierro y el resto al fuste. Este, de una madera muy liviana, no tenía un diámetro superior a los 30

milímetros. El asta había sido empotrada en el hierro. En la zona media del arma observé un refuerzo cilíndrico, muy breve, que servía de empuñadura y, posiblemente, para regular el centro de gravedad de la jabalina. Conforme fui conociendo la vida y organización de aquel ejército comprendí cómo y por qué había llegado tan lejos en sus conquistas...

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