Caballo de Troya 1 (48 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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Caballo de Troya

J. J. Benítez

Emperador y, especialmente, a su criterio personal en relación con Tiberio y sus acciones. Por un lado, como tuve oportunidad de verificar, Poncio Pilato gustaba de imitar a su César. Por otro, le odiaba y temía con la misma intensidad. Aquellos últimos años de Tiberio, desde poco antes de su retiro a Capri, fueron de auténtico terror. Suetonio lo describe, asegurando que «el furor de las denuncias que se desencadenó bajo Tiberio, más que todas las guerras civiles, agotó al país en plena paz».

Se espiaban todos y todo podía ser motivo de secreta delación al César. El carácter desconfiado de Tiberio alimentó -y no poco- esta oleada de denuncias. Y cuando algún hombre valeroso -como fue Calpurnio Pisón- levantaba su voz, protestando por esta situación, el César se encargaba de aniquilarlo. Tiberio veía traidores y traiciones hasta en sus más íntimos amigos y colaboradores. El terror tiberiano llegó a tales extremos que, según cuenta Suetonio, «se espiaba hasta una palabra escapada en un momento de embriaguez y hasta la broma más inocente podía constituir un pretexto para denunciar».

Esta gravísima situación -de enorme trascendencia, en mi opinión, a la hora de juzgar el comportamiento de Pilato con Jesús de Nazaret- queda perfectamente dibujada con el suceso protagonizado por Paulo, un pretor que asistía a una comida. Séneca lo cuenta en su obra
La
Beneficencia:
El tal Paulo llevaba una sortija con un camafeo en el que estaba grabado el retrato de Tiberio César. Pues bien, el bueno de Paulo, apremiado por una necesidad fisiológica, cometió la imprudencia de coger un orinal con dicha mano. El hecho fue observado por un tal Maro, uno de los más conocidos delatores del momento. Pero un esclavo de Paulo advirtió que el delator espiaba a su amo y, rápidamente, aprovechándose de la embriaguez de éste, le quitó el anillo del dedo en el momento mismo en que Maro tomaba a los comensales como testigos de la injuria que iba a hacerse al emperador, acercando su efigie al orinal. En ese instante, el esclavo abrió su mano y enseñó el anillo. Aquello salvó al descuidado Paulo de una muerte segura y de la pérdida total de sus bienes que -según la «ley» de Tiberio- iban a parar siempre a manos del delator. Esto y los viejos odios eran las causas más comunes en todas las delaciones.

Poncio Pilato, naturalmente, conocía estos hechos y temía -como cualquier otro ciudadano de Roma- ser el blanco de los muchos delatores profesionales o aficionados que pululaban entonces. En el escaso tiempo que permanecí cerca de él intuí que Pilato no era exactamente un cobarde. El hecho de representar al César en una provincia tan difícil y levantisca como Israel le presuponía ya, al menos teóricamente, como un hombre de cierto temple
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. Y, aunque fue un error político, bien que lo demostró negándose a retirar las imágenes del César situadas en Jerusalén, u apropiándose del tesoro del templo para la construcción de un acueducto. Creo, en honor a la verdad, que aquel procurador podía sentir -y así ocurriría el viernes- miedo de la situación que padecía en aquellos años el imperio, no de la verdad, cuando ésta surge limpia y directamente entre dos hombres. Pilato se presentaba ante mí como un hombre inestable emocionalmente, pero no como un cobarde, tal y como se ha pretendido siempre. (Este, como veremos, más adelante, debería ser otro concepto a revisar, en especial por la Iglesia Católica.)

-Tímido, resentido, huidizo y cruel -repitió el procurador, sumido en pensamientos inescrutables.

El silencio cayó como un fardo sobre la estancia. José, que parecía no dar crédito a cuanto llevaba escuchado, se removió nervioso en su silla de cuero.

Aquel mismo y violento silencio debió sacar a Pilato de las profundidades de su mente y, adoptando un tono más conciliador, preguntó de nuevo:

-Pero, cuéntame, Jasón: ¿a qué se dedica ahora el emperador...? ¿Qué hace...?

Como ya te he comentado, entiendo que Tiberio ha escapado de Roma..., huyendo de sí mismo.

Intencionadamente hice una pausa. Los ojos de Poncio chispearon. Y asintió con la cabeza...

-… Su mortal enemigo -proseguí- es su resentimiento o su falta de generosidad. Y los astros

-deslicé con toda intención-, anuncian hechos que conmoverán al Imperio. Ahora se dedica a pasear en solitario, como siempre, por los abruptos acantilados de Capri. No habla con nadie, a
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Filón escribe sobre Pilato: «De carácter inflexible y duro, sin ninguna consideración.» Según el escritor de Alejandría, la procuraduría de Poncio se caracterizaba por su «corruptibilidad, robos, violencias, ofensas, brutalidades, condenas continuas sin proceso previo y una crueldad sin limites». (N. del m.) 155

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excepción de sus astrólogos y puedo asegurarte que su desconfianza e inestabilidad senil son tales que, incluso, está asesinando a mis compañeros.

-¿Está matando a sus astrólogos? -me interrumpió el gobernador con un rictus de incredulidad. Aquella noticia, al parecer, no había llegado aún a la remota Palestina. Y procuré aprovecharlo.

-Así es, procurador. Su demencia está comprometiendo a cuantos le conocen. Cada tarde, Tiberio recibe a un astrólogo. Lo hace en la más alta de las doce villas que mandó construir en la isla y que, como sabes, están dedicadas a otros doce dioses. Pues bien, si el emperador cree que el astrólogo de turno no le ha dicho la verdad en sus presagios, ordena al robusto esclavo que le acompaña que, a su regreso del palacio, arroje al caldeo por los acantilados...

Pilato sonrió maliciosamente y, señalándome con su dedo índice, preguntó sin rodeos:

-¿Y tú...? ¿Cómo es que sigues con vida?

-Procuré seguir los consejos de mi maestro, Trasilo, y los que me dictó mi propio corazón. Es decir, la dije la verdad al Emperador...

(Eliseo me transmitió entonces el texto de una leyenda que circuló en aquella época y que -

de ser cierta- pone de manifiesto la ya citada dureza de carácter de Tiberio. «Cuando Trasilo fue llamado por el César para que le anunciara su porvenir, aquél, palideciendo, le advirtió valerosamente que le amenazaba un gran peligro. Tiberio, confortado con su lealtad, le besó, tomándole como el primero de sus astrólogos.»)

Pilato no pudo contener su curiosidad y estalló:

-¿Y cuáles son esos hechos que -según tú- conmoverán a todo el Imperio?

-Hemos leído en los astros y éstos auguran un gravísimo suceso, que afectará, sobre todo, al Emperador...

Yo gozaba en aquellos momentos de la enorme ventaja de conocer la Historia. Estábamos en el año 30 y procuré centrar mis «predicciones» en el futuro inmediato.

-¡Sigue!, ¡sigue...! -me apremió Poncio, empujándome simbólicamente con sus manos cortas y regordetas, entre cuyos dedos sonrosados destacaba el sello de ónice de su procuraduría.

-Sejano...

Al oír aquel nombre, pronunciado por mí con una bien estudiada teatralidad, del procurador palideció. En aquel tiempo -y especialmente desde que el César se había retirado a Capri (año 26 d. J. C.)-, Aelio Sejano, comandante en jefe de las fuerzas pretorianas de Roma y hombre de confianza de Tiberio, era el auténtico «emperador». La mal disimulada ambición de este general y su influencia sobre Tiberio le habían convertido en un segundo horror para los ciudadanos del Imperio. Su poder era tal que su imagen llegó a figurar, junto a la del César, en los puestos de honor de la ciudad, en las insignias de las legiones y hasta en las monedas
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. Sus verdaderas intenciones -llegar a sustituir a Tiberio en el Imperio- le condujeron a todo tipo de desmanes, intrigas y asesinatos. Intentó, incluso, casarse con una de las nietas de Tiberio (posiblemente con Julia Livila, hija de Germánico), pero el César le dio largas, truncando así las esperanzas de Sejano de borrar el origen oscuro y humilde de su cuna. Hombre frío y calculador, el lugarteniente de Tiberio fue eliminando a los posibles sucesores del Emperador, iniciando una brutal ofensiva contra Agripina (nieta de Augusto) y sus hijos (Nerón I, Druso III, Caio -más conocido por Calígula-, Agripina II, Drusila y Julia Livila). Estos ataques de Sejano empezaron por dos prestigiosos representantes del partido de Agripina: Silio y Sabino. El suicidio del primero, gran militar, en el año 24 después de Cristo para no ser ejecutado, y el proceso y posterior asesinato del segundo (año 28 d. J.C.), sumieron a Roma y a sus provincias en la angustia. Tácito confirma estos hechos: «Jamás -dice- la consternación y el miedo reinaron como entonces en Roma.»

Poncio Pilato y el centurión que nos acompañaba sabían muy bien quién era Sejano y cuál su poder. La Historia, como ya cité, y muy especialmente la Iglesia Católica, deberían haber explicado al mundo -o, cuando menos, a los que se dicen creyentes- el funesto influjo que ejercía sobre todo el Imperio (precisamente en aquellos cruciales años) el primer ministro de Tiberio.

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Caballo de Troya comprobó este extremo, encontrando, en electo, la imagen de Sejano en monedas aparecidas en la ciudad española de Bilbilis (actual Calatayud, en la provincia de Zaragoza). Según Suetonio, algunas legiones estacionadas en Siria, no aceptaron esta glorificación de Sejano. Cuando cayó el «hombre fuerte», Tiberio las recompensó, a pesar de haber sido él mismo quien había ordenado esta glorificación de su lugarteniente. (N. del m.) 156

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Sólo así -conociendo el férreo y despótico gobierno de Sejano y la no menos cruel actitud del César- puede empezar a intuirse por qué Pilato iba a «lavarse las manos» en el proceso contra el Maestro de Galilea. Todos los gobernadores romanos de provincias -y no digamos Poncio-sabían que sus cargos y vidas pendían de un simple hilo. El menor escándalo, murmuración o denuncia les llevaba irremisiblemente a la destitución, destierro o ejecución. Como veremos en su momento, el procurador romano en Israel -ante la amenaza de los judíos de acusarle ante el César de permitir que uno de aquellos hebreos se proclamase «rey»- prefirió doblegarse, evitando así un enfrentamiento con el implacable Sejano o con Tiberio, a cual más intransigente...

Estimo, por tanto, que dadas las circunstancias sociales, políticas y de gobierno de aquel año 30 en el Imperio, el acto de Pilato no fue de cobardía, sino de «diplomática prevención». Entre ambos términos, creo, hay una clara diferencia que -aunque no justifica la determinación del representante del César (o de Sejano en este caso)- sí ayuda a comprenderle mejor.

-¿Qué tiene que ver ése -preguntó Pilato en tono despectivo- con tus augurios?

Caballo de Troya había sopesado minuciosamente aquella entrevista mía con el procurador romano. Y aunque estaba previsto que intentara ganarme su confianza y amistad -de cara, sobre todo, a obtener una mayor facilidad de movimientos por el interior de la Torre Antonia en la mañana del viernes-, los hombres del general Curtiss habían estimado que no era recomendable advertir a Poncio Pilato de la trágica caída de Sejano en el año 31. Si el procurador llegaba a creer a pie juntillas esta «profecía» (que se cumpliría, en efecto, el 18 de octubre de dicho año), su miedo a Sejano podía desaparecer en parte, pudiendo cambiar así su decisión de ejecutar a Jesús. Esto, lógicamente, iba en contra de la más elemental ética del proyecto. Éramos simples observadores y cualquier maniobra que pudiese provocar una alteración de la Historia nos estaba rigurosamente prohibida.

Así que me limité a exponerle una parte de la verdad.

-Los astros se han mostrado propicios -le dije, adoptando un aire solemne- a Sejano. Su poder se verá incrementado por el nombramiento de cónsul...
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.

Pilato, tal y como suponía, concedió crédito a mis augurios. Al escuchar el «vaticinio»

abandonó la mesa, situándose de cara al extenso ventanal que cerraba aquel arco del salón. Así permaneció durante algunos minutos, con las manos a la espalda y la cabeza ligeramente inclinada hacia adelante.

-Así que cónsul... -murmuró de pronto. Y sin volverse, me rogó que prosiguiera.

-Pero eso no es lo más grave -añadí, fijando mi mirada en la del centurión-. Los astros señalan una grave conjura contra el Emperador...

No pude seguir. Pilato se volvió, fulminándome con la vista.

-¿Lo sabe Tiberio?

-Mi maestro, Trasilo, se encargó de anunciárselo poco antes de mi partida de Capri.

-Bueno -recapacitó el procurador-, las cohortes de Siria están inquietas por culpa de Sejano... Pero no hace falta ser astrólogo para esperar que un día u otro...

-Es que los astros -le interrumpí utilizando toda mi capacidad de persuasión- han señalado un nombre...

Pilato no dijo nada. Recogió su larga túnica y se sentó muy lentamente, sin dejar de observarme.

Yo miré al centurión, simulando una cierta desconfianza por la presencia de aquel oficial pero Poncio -captando mi actitud- se apresuró a tranquilizarme:

-No temas. Civilis es mi
primipilus
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. Toda la legión está bajo su mando. Habla con entera libertad... Aquí -argumentó Poncio señalando el salón donde nos encontrábamos- no hay agujeros artificiosamente preparados, como ocurrió con el ingenuo Sabino...
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Tiberio, en efecto, anunció el nombramiento de Sejano como cónsul en aquel mismo año 30. Pero, al parecer, las noticias necesitaban más de tres meses para llegar desde Roma hasta Palestina. La designación había sido prevista para el año siguiente (31), aunque el hombre «duro» del César moriría antes de ostentar dicho puesto. En aquellos momentos, Pilato ignoraba todo esto. De ahí su sorpresa.
(N. de! m.)
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Aquel centurión, según la definición utilizada por Pilato, era el «primero» de los 60 de que constaba una legión. En esta perfecta jerarquización del ejército romano, los llamados primorum ordinum centuriones o, abreviadamente, primi ordines, eran los centuriones de más alta categoría de una legión. El primipi!us, o elegido en primer lugar de entre las sesenta centurias, participaba, incluso, en los consejos de guerra. (N. de! m.) 157

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Sejano...

-¿Ese bastardo? -prorrumpió el procurador, soltando una sonora carcajada
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.

Y en uno de aquellos bruscos cambios de carácter, Pilato golpeó la mesa con su puño, haciendo saltar algunos de los pergaminos y papiros, perfectamente enrollados y apilados sobre una bandeja de madera. Algunos de aquellos documentos o cartas de piel de cabra, ternero o cordero -que los romanos llamaban «membrana»- rodaron por el tablero, cayendo a los pies del oficial. Éste se apresuro a recogerlos, mientras el procurador, nervioso y evidentemente confundido, se aferraba a su marfileño amuleto fálico.

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