Cabo Trafalgar (22 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: Cabo Trafalgar
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–¡Reculan!… ¡Vivaspaña y vivadiós!… ¡Duro con ellos, que esos perros reculan!

Y es verdad, comprueba Marrajo alborozado, pues los ingleses que trepaban han ido al agua, y los de las portas se protegen ahora detrás de los cañones y las chazas, y por las franjas amarillas del míster chorrea sangre que se caga la moraga, y la marejada, o la maniobra, o lo que sea, separa un poco los dos navíos mientras en las cubiertas superiores resuenan gritos de victoria en español, y unos pocos casacones que habían logrado meterse por otra porta, o lo intentaban, saltan ahora desesperados de nuevo a su barco, o son rematados, los que no pueden hacerlo, acuchillados a pique del repique por una turba de españoles que se ceba en ellos como caribes hasta dejarlos hechos despojos y arrojarlos luego al mar. Y en ésas Marrajo, estroncao vivo, se vuelve a mirar al oficial que ha estado peleando cerca de él y se dice anda tú, las vueltas que da la vida: el teniente de fragata don Ricardo Maqua en persona, oye, todo despechugado con la casaca abierta y una charretera partida de un sablazo, pero entero y de cuerpo presente, fíjate. A mi vera, verita, vera, como en las coplas de Rocío Jurado (esa niña joven de Chipiona que empieza a cantar). Y el caso, piensa después rascándose la cabeza, es que con este jambo tengo yo un asunto pendiente, a ver si me acuerdo de lo que era, cono, una cuenta por ajustar o algo así. Creo. Y de esa manera se queda quieto, el hacha goteante de hemoglobina anglosajona en las manos, haciendo memoria, el jodio, hasta que el propio don Ricardo lo interrumpe palmeándole la espalda, a él y a otros que están cerca, apelotonados entre cañones y portas, y dice ole vuestros huevos y los míos, ahora echadme una mano, venga, alijando, nuestros muertos también al agua, los heridos abajo, el resto vamos a disparar este puto cañón para darles bien por el culo a esos cabrones y que no vuelvan, joder. Se la vamos a endiñar hasta las pelotas, y con metralla, que a esta distancia es mano de santo y lo que más cunde.

De manera que, antes de que le dé tiempo a pensar, Marrajo se ve como de lejos, lento a la manera de un borracho, soltando los palanquines para hacer retroceder el enorme cañón de 36, hombro con hombro junto al oficial. Intentando acordarse, todavía. En ésas aparece a su lado un paje de la pólvora churretoso y pálido (un crío de cara enloquecida, con los mocos colgando), poniéndole en las manos una carga de pólvora; así que Marrajo la coge, va hasta la boca con el cartucho de lona en las manos, lo mete dentro, retrocede para que otro artillero apriete el atacador, se agacha en busca de un saco de metralla, lo levanta tensando los ríñones, lo mete en su sitio, taco de estopa, atacador de nuevo, palanquines, todos a tirar, grita don Ricardo, ahora, ahora, epa, epa, epa ya. Vamos a joderlos, insiste. A espilfarrar a todos esos yesverigüel cabrones y a follarnos a sus mujeres, por putas. Cuando el cañón está en batería, asomando por la porta, Marrajo se agacha a fijar la retenida. Por putas, repite. A esas alturas (ha hecho los mismos movimientos docenas de veces desde que se lió la pajarraca) se mueve como un artillero veterano. O lo es. El caso es que, al volverse, encuentra a un palmo de su cara la sonrisa ahumada de pólvora del teniente de fragata, que sopla con mucho cuajo el botafuego para avivar la brasa (la llave de pedernal se ha ido a tomar por saco). Marrajo sonríe a su vez, feroz, con áspero afecto. Por putas, insiste. Se van a enterar, masculla el oficial, o se lo dice a él, ensanchando más la sonrisa antes de agacharse tras el cascabel, entornado un ojo, flexionadas las piernas, atento al balanceo de la cubierta, apuntando al costado de franjas negras y amarillas que tienen enfrente, a diez o doce brazas, mientras un artillero clava la aguja en el oído del cañón y luego acerca un chifle de pólvora, cebándolo. Para Nelson y la puerca de su madre, grita don Ricardo arrimando el botafuego. Vaya con Dios. Y mientras todos se apartan y sale el peñascazo, pumba, y el cañón se encabrita en sus trincas de retenida, Nicolás Marrajo recuerda de pronto la cuenta pendiente que tiene con el teniente de fragata. Anda, tú. Qué cosas. Una cuenta que ahora parece vieja de años y que a estas alturas, descubre, le importa un carajo.

El hombre que baja a la primera batería es rechoncho y torpe, con lentes, el pelo ralo. Trae la casaca de paño pardo hecha trizas y manchada de sangre seca, y viene sin sombrero, el rostro negro de pólvora. Nicolás Marrajo (que sigue asistiendo a don Ricardo Maqua en los cañones de proa de la cubierta baja) lo ve llegar torpemente, sorteando cureñas, escombros, astillas y cabos rotos, y luego detenerse, mirar alrededor indeciso, el caos de la batería, y acercarse al fin más despacio entre la humareda que la brisa mete por las portas a cada cañonazo propio o enemigo, como si afuera estuviesen sacudiendo polvorones de Estepa.

–Con su permiso, don Ricardo. Está usted al mando.

El teniente de fragata se vuelve con cara de sorpresa. Qué pasa con el comandante, pregunta con cara de imaginar la respuesta. El hombre (un tal Bonifacio Merino, contador del Antilla) mueve la cabeza, negativo. En el sollao, dice. Acabamos de bajarlo. Tenía un brazo estropeado, y ahora metralla en el pecho y Ja cabeza. Muy grave, aunque todavía habla. Una andanada barrió el alcázar, los hirió a él y al patrón de su bote y mató al timonel Garfia. -¿Y qué pasa con el segundo? El contador mueve la cabeza otra vez (a Marrajo le parece muy cansado). A don Jacinto Fatás, informa, también Jo mataron en el castillo, cuando rechazábamos el abordaje. Es usted el ofíciaJ de marina más antiguo.

–¿Cómo están las cosas arriba?. – Mal.

Don Ricardo se apoya en eJ cañón y mira a Marrajo, que aparta la vista. A mí qué me cuentan, parece decir el barbateño. Yo sólo pasaba por aquí. EJ ofíciaJ se incJina un poco y contempla la tablazón deJ sueJo, como si aquella responsabilidad Je pesara. Luego se vueJve y llama a gritos al teniente joven de artilJería que pasea por Ja batería cojeando un poco, sabJe en mano, mientras aJienta a Jos artiJJeros, sin darle importancia a la sangre que rebosa por la caña de su bota izquierda. Fuegofuegofuego, repite una y otra vez, como si estuviera mochales. Don Ricardo Je dice que éJ se va arriba, que tome el mando aJJí y haga Jo que pueda. EJ teniente saJuda con ojos extraviados, cuaJ si no oyera Jo que Je dicen (tiene cara de llevar una borrachera de pólvora de padre y muy señor mío), y Juego sigue su paseo cojeando de proa a popa, dando órdenes a voces, fuegofuegofuego, mientras eJ tambor continúa redoblando junto a la mecha del palo mayor. En ésas don Ricardo se arregla un poco la casaca, comprueba los botones, saca un pañuelo de la manga y se lo pasa por la cara. Ya no sonríe como antes, observa Marrajo. Parece haber envejecido de golpe al oírse llamar comandante. Y cuando lo ve dirigirse hacia la escala seguido por el contador, Marrajo, con una súbita sensación de desamparo, echa un vistazo alrededor, a los hombres sudorosos y enloquecidos que aún cargan, empujan y disparan en la penumbra de la batería baja, a los muchachos que siguen saliendo por las escotillas de la pólvora con los brazos cargados de cartuchos, a los hombres agotados que pican las bombas de achique, al rastro de sangre de los heridos que desaparecen gritando escalas abajo como si se los tragaran las entrañas del barco, o el mar. Cada vez son más los agazapados detrás de las chazas, del tambor del cabrestante, de las mechas de los palos, hurtando el cuerpo al fuego que viene de afuera. Pero lo cierto es que Marrajo ansia ver la luz del sol a pesar de la que está cayendo arriba. Lleva demasiado tiempo en el vientre de aquel inmenso ataúd. Y hace un rato, cuando ayudó a evacuar a un artillero con los ojos vaciados por las astillas (gritaba como un cochino a medio capar, el desgraciado), tuvo ocasión de asomarse a la boca del infierno: el sollado, la enfermería llena de cuerpos que se hacinaban a la luz de un farol, el olor nauseabundo a vómito y mierda, la carne ensangrentada entre la que se movían el cirujano y sus ayudantes, amputando sin cesar. Y lo peor: el coro interminable, prolongado, de docenas de gargantas, gemidos de hombres agonizantes y sin esperanza, que se ahogarán como ratas si el barco se va a pique. Puestos a ello, decide Marrajo, mejor que una bala le arranque a uno de golpe la cabeza, y
angelitos al cielo, al infierno, al purgatorio o a donde se tercie. Así que, sin pensarlo más, se va detrás de don Ricardo Maqua y el contador.

En cubierta, el rebujo y el paisaje son como para que a uno se le caiga el alma al suelo. Alrededor, cerca, sólo hay banderas inglesas: unas sobre navíos de esa nacionalidad; otras sobre presas capturadas, buques españoles y franceses inmóviles, arrasados, sin palos, con los costados hechos pedazos. Excepto en lo que se refiere al
Antilla
y a otro navío con bandera francesa que por lo visto intentaba abrirse paso hacia Cádiz, pero que acaba de perder su último palo y con él la esperanza de escapar, ya no combate nadie. Más allá, navegando trabajosamente con rumbo nordeste, se distingue una decena de velas francesas y españolas, supervivientes del desastre que se retiran siguiendo al desarbolado Principe de Asturias, al que las fragatas francesas llevan a remolque. En cuanto al maltrecho navío que intentaba unírseles, dicen que se trata del Intrepide, y que al perder el único palo donde podía desplegar algo de vela queda inmóvil y sentenciado, aunque su gente parece decidida a vender el pellejo, pues sigue luchando por ambas bandas con un fuego muy vivo contra cinco navíos ingleses a la vez.

–Ese gabacho también le echa cojones -comenta alguien.

Respecto al
Antilla
, desarbolado del trinquete y del mesana, con el mayor sin mastelero de juanete, pasado a balazos y sosteniendo de milagro la verga de gavia, su situación no parece mejor que la del francés. En este momento se bate con tres navíos ingleses, uno de ellos de tres puentes: el que hace rato intentó el abordaje se mantiene entre la amura y el través de babor haciendo un fuego irregular, pues ha sufrido muchos daños en palos y jarcia, tiene artillería desmontada por el cañoneo español (a simple vista se ve chorrear sangre por sus imbornales), y las velas de mesana caídas por su banda de estribor le impiden disparar con todas las baterías. A sotavento del Antilla se encuentra otro dos cubiertas casacón muy maltratado, sin trinquete, sin verga de mayor y sin bauprés, al que, según cuentan (Marrajo, en la batería baja, no llegó a enterarse de casi nada), dejaron aviado a cebollazos cuando cruzaban ante su proa, pero que luego arribó con la brisa hasta ponérseles delante, o casi, cortando ahora la retirada. En cuanto al tres puentes enemigo, imponente, fresco, sin apenas daños, ha venido a situarse a tiro de pistola por el través de estribor del Antilla (tan alto y con la humareda de sus baterías, el inglés parece un acantilado sobre la niebla) y desde allí hace un fuego terrible, al que se añade el mortífero efecto de las carroñadas de su toldilla, cuya metralla, disparada a mayor altura que la cubierta del navío español, ha desguarnecido los pocos cañones que aún quedaban en uso en el castillo y el alcázar. En cuanto al estado general del buque, según el informe que el guardiamarina Falcó (el chico se ha visto aliviadísimo al verlos aparecer por la escotilla), el primer contramaestre Campano y el carpintero jefe, Garlopa, acaban de darle a don Ricardo Maqua, la cosa está difícil: once balazos a flor de agua (uno de ellos junto a una hembra del timón, con vía de agua en el pañol del condestable), la caña del timón rendida por dos balazos, la jarcia picada y en banda, y el palo mayor (único que se mantiene en pie) con el paño de gavia tan acribillado que sólo lo sostiene la relinga, los estays sueltos y casi todos los obenques rotos, además de los quinales y brandales puestos para sustituirlos, que están rotos también. Amén de dieciocho cañones desmontados, mucha agua en la bodega y las cuatro bombas funcionando a tope. -¿Y de muertos, cómo andamos? – Unos setenta, de momento. Heridos, casi doscientos. – ¿Cómo está el comandante?

–Sigue vivo, y lúcido a ratos -el guardiamarina Falcó hace una pausa incómoda-… Y con su permiso, don Ricardo, me mandó decirle que él ha hecho su deber, y que haga usted el suyo… Que no rinda el navío mientras pueda sostenerse. – Ya.

Rendirse. Al oír la palabra (no le había pasado por la cabeza, pese a todo, hasta ahora), Nicolás Marrajo observa al oficial, cuya mirada recorre el panorama devastado, cubierto de jarcia y maderas rotas, cabullería que se balancea suelta con la marejada, cañones desmontados, cureñas hechas astillas, regueros de sangre. Entre los destrozos que atestan los pasamanos, junto al foso del combés hay cuatro o cinco cadáveres (parecen revoltillos de garbanzos y callos, piensa el barbateño) que nadie se atreve ya a retirar. Excepto en el pequeño abrigo que supone la elevación de la toldilla tras el alcázar, que protege un poco del fuego inmisericorde del tres puentes inglés que los bate por estribor, en la cubierta del
Antilla
no queda nadie vivo. Los supervivientes se han refugiado en los entrepuentes, desde donde continúa el fuego de los cañones, o forman parte del pequeño grupo que rodea al teniente de fragata Maqua, resguardados como pueden bajo los restos de la toldilla, junto al muñón del palo de mesana y la bitácora manchada con la sangre del primer timonel Garfia, donde el guardián Onofre, convertido en timonel, apoya las manos en la rueda que ya apenas responde: el contramaestre Campano, el carpintero jefe Garlopa, el segundo piloto Navarro, cuatro marineros armados con sables y mosquetes, el guardiamarina Falcó, el contador Merino (además de ocuparse de los heridos, éste va y viene, incansable, entre el alcázar y los entrepuentes con órdenes para orientar el fuego de las baterías) y el propio Marrajo. Poca gente para rechazar otro abordaje, piensa el barbateño, si los ingleses lo intentan de nuevo. Y es improbable que suba alguien más a combatir en cubierta, a estas alturas y con las carroñadas inglesas sacudiéndoles lo que no está escrito. En ésas ve que don Ricardo Maqua mira en dirección al sol, apenas visible en el cielo rojizo, aparta las vueltas encarnadas de la casaca, mete mano a la chupa y saca un reloj de plata, consultándolo con mucha flema. Las cinco y media, dice. Llevamos más de tres horas batiéndonos. Después se queda absorto mirando las manecillas. La gente se ha portado bien, añade al fin con un suspiro mientras devuelve el reloj al bolsillo. Luego observa el palo mayor, reforzado con las barras de respeto del cabrestante (alguien comenta que si los restos de la vela de gavia caen por estribor habrá que suspender el fuego por esa banda, la del tres puentes inglés, para que no se incendie con los cañonazos y los tacos ardiendo), y mira al contramaestre Campano. Este mueve la cabeza, negando en respuesta a la pregunta sin palabras que acaba de formular el comandante accidental del Antilla, y que todos los presentes, hasta Marrajo, comprenden muy bien. De aquí no nos saca ni la Virgen del Carmen.

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