Read Cadáveres bien parecidos (Crónica negra del rock) Online
Authors: Jordi Sierra i Fabra
Tags: #Ensayo, Historia
Tal vez esta crónica negra de la trastienda rock aclare algunas ideas trasnochadas o dé luz a una historias desfiguradas.
En todo caso siempre quedará como recurso final y manual de supervivencia.
J. S. F.
En primavera de 1954, un disco titulado
Rock around the clock
abría lo que hoy se conoce todavía como Era del Rock. En primer término se acuñó como definitoria de aquel nuevo estilo musical la expresión
Rock and Roll
. Los años harían que el Rock, con mayúscula, prevaleciese por encima de modas y estilos, tendencias y derivados. Hoy puede hablarse de
pop, beat, surf, twist, soul, heavy, punk, cool, tecno
y dos docenas más de calificativos, pero la música, en su concepto mayoritario y global, es el rock. Por tal razón se considera aquella primavera del 54 como el punto de arranque de la historia.
Sin embargo, nada comienza un día, en seco, sin más. Todo fenómeno requiere un pre-fenómeno, una preparación. Antes de que Bill Haley y sus Comets grabaran
Rock around the clock
habían convertido en éxito temas como
Rocket 88, Rock the joint
y
Shake, rattle and roll
, entre 1951 y 1954. Como veremos en el próximo capítulo, una cosa fue la aparición del primer himno rock y otra el bautizo del género, cosa que hizo Alan Freed, un
disc-jockey
que habría de convertirse en la primera víctima de su propio invento.
Si atendiera a esta fecha clave, los escándalos y las muertes del rock habrían de iniciarse aquí, puesto que todo lo anterior no formaba parte de esta historia. Pero hacer esto supondría un doble peligro: en primer lugar, dar a entender que el rock y sólo el rock constituye materia de primera para la carne de cañón del gran espectáculo necrófilo; y en segundo lugar, ignorar algunos antecedentes importantes, que prueban dos cosas: una lo expuesto en el prólogo, que el rock no tiene la patente de corso del escándalo, y dos que en torno al arte siempre ha rondado el fantasma de la muerte y la inquietante locura de vivir por el borde del camino. Todo creador vive el cáncer de su creatividad. Todo artista es un escándalo en potencia. Todo rompedor corre el peligro de romperse a sí mismo.
¿Cuántos casos podrían ser citados en este apartado de «antecedentes», sin que parezcan pocos ni excesivos? Hallar un término medio representa ofrecer un conjunto de artistas versátil, y en paralelo, suficientemente amplio como para marcar las premisas de lo que después formará el grueso de esta obra. No obstante, los antecedentes que puedan citarse han de ser muy especiales, porque también lo fue el germen del rock y lo que de él se derivó. ¿Y qué tiene de especial el rock? Bastarán tres ejemplos populares. Uno de los símbolos rockeros por excelencia es James Dean, el primer rebelde, y sin embargo, no era cantante, sino actor. Una de las imágenes más vistas en posters o formando parte de la mitología rock es la de Marlon Brando vestido con cazadora negra haciendo de gamberro de carretera en
The wild one
. Uno de los padres de la génesis del rock y de la generación que la precedió es Jack Kerouac, que lideró la
Beat Generation
y le dio alas con sus libros
En la carretera
y
Los vagabundos del Dharma
. Dean, Brando o Kerouac son elementos formales del rock, igual que Presley, los Beatles o los Stones, porque el rock es también una forma de vivir y de entender la vida. Lo curioso, al filo del tema de este libro, es que de esos tres ejemplos, dos marcan perfectamente el parámetro sobre el que se va a hablar constantemente a lo largo de estas páginas. James Dean murió el 30 de septiembre de 1955 conduciendo su coche a una velocidad de vértigo, después de haber interpretado tan sólo tres películas, dos de las cuales ni siquiera llegó a ver estrenadas. Jack Kerouac fue el prototipo de joven rebelde e inquieto, que tras recorrer los Estados Unidos de extremo a extremo, trabajando en multitud de empleos, recaló en California durante los años 50, donde conoció a Allen Gingsberg y Lawrence Ferlinghetti, con los que diseñó, sin saberlo, lo que muchos jóvenes tomarían como modelo y estilo de vida poco después. Kerouac murió en 1969, a los cuarenta y siete años de edad, con el cuerpo masacrado por las grandes cantidades de alcohol ingeridas en vida.
Un actor que no era cantante pero simbolizó la postura juvenil de los 50. Una película que no era musical pero mitificó la libertad. Un escritor que vivió el tormento y el éxtasis tan afines a la cultura rock. Tres ejemplos, y no únicos, aunque finalmente debamos volver a la auténtica fuente, la música, para comenzar a adentrarnos en el tema.
El primer mártir, héroe y prototipo de la historia de la música en este siglo, fue un folk-singer llamado Joe Hill y nacido en Suecia en la segunda mitad del siglo XIX.
Joe Hill llegó a los Estados Unidos, como uno de tantos miles de emigrantes, en el año 1901.
Esperaba lo mejor del nuevo mundo, y lo único que consiguió fue un puesto de obrero mal pagado y la sensación de formar parte de algo que más parecía una cadena integrada por eslabones repletos de injusticias que no la esperanza de un futuro mejor. Pero mientras miles de hombres y mujeres callaban y doblaban la cabeza, por no tener otra cosa que hacer, Joe Hill disfrutaba de una pequeña ventaja: sabía tocar la guitarra, y tenía facilidad para escribir canciones. En otro tiempo hubiese escrito baladas nostálgicas o temas impregnados de bucolismo. En su tiempo, no. En su tiempo las condiciones forzaban a una realidad mucho más dura. Así que Joe Hill comenzó a utilizar su voz, la música y las ideas que impregnaban la sórdida dureza de su existencia, como vehículo de divulgación y comunicación. Probablemente en los años que siguieron no dejó hecho sin desvelar ni brutalidad sin cantar. Primero fueron meras reuniones de obreros en torno a una fogata, pero poco a poco su trascendencia se hizo mayor. Joe Hill acabó siendo el eco de las conciencias dormidas, el punto focal de una rebelión, el látigo capaz de provocar un despertar, y naturalmente esto no gustó a los patronos ni a las autoridades de los diversos estados por los que pasó.
La carrera de Joe Hill se detuvo en Utah. Allí fue detenido, acusado de ser un elemento subversivo, y con el agravante de su condición de emigrante, un juez no puso el menor reparo en dictar contra él una sentencia de muerte.
Por cantar y decir la verdad.
El 19 de noviembre de 1915, Joe Hill era ajusticiado legalmente bajo cargos ficticios que encubrían lo más evidente: que sus canciones molestaban a quienes se sentían aludidos por ellas. El hecho tal vez hubiera pasado desapercibido junto a otros muchos, de no haberse convertido ya Joe Hill en un símbolo. Cuando a su entierro acudieron nada menos que treinta mil personas, se estaba demostrando algo, además de que fuese un hombre querido y respetado. Se demostraba el poder de la música, de la palabra envuelta en una canción. Un poder que precisamente el rock y la generación rebelde que con él cambió los modelos sociales a partir de 1954, ha sabido esgrimir al máximo, aunque pagando un precio por ello.
Joe Hill no tiene nada que ver con el rock ni con nuestra generación, pero murió por decir lo que pensaba… cantando. Salvando las distancias es lo mismo que hoy, y siempre, han hecho miles de artistas.
Tampoco Bessie Smith tuvo nada que ver con el rock, puesto que murió en 1937, a los treinta y nueve años de edad. Pero en su muerte aparecen otras connotaciones válidas a la hora de analizar esa crónica negra de la música.
Bessie Smith era natural de Chattanooga, Tennessee, y a lo largo de los años 20 se convirtió en la gran dama del
blues
, marcando el camino que después seguirían Billie Holiday y Janis Joplin (ambas desaparecidas de la misma forma, prematuramente y por los excesos mal medidos que forzaron sus respectivas carreras). Con hitos clave en la discografía de su tiempo, como
Saint Louis blues
y
Nobody knows you when you're down and out
, llegó a la década de los 30 situada en lo más alto. Era la número 1. Pero también era negra.
El 26 de septiembre de 1937, Bessie y su coche se convertían en un amasijo de carne machacada y hierros retorcidos cerca de Coahoma, Mississippi. Trasladada de urgencia al hospital más cercano, ni siquiera su nombre consiguió lo más elemental: que fuese atendida. Claro que se trataba de un hospital blanco, y ¿cómo iba a entrar una negra en un hospital blanco? ¿Acaso pretendía también que le fuese suministrada sangre blanca para remitir la perdida alarmante de la suya?
El periplo de quienes trataron de salvarle la vida, por los diversos hospitales de la zona, acabó convirtiéndose en un calvario dramático. La respuesta fue la misma en todos los lugares. Cuando se dieron cuenta de que transportaban un cadáver, hacía ya horas que el accidente había tenido lugar.
El 4 de octubre Bessie Smith era incinerada y sus restos depositados bajo una lápida con esta inscripción:
The greatest blues singer in the world will never stop singing
—BESSIE SMITH— 1898-1937. (La más grande intérprete de
blues
del mundo que nunca dejará de cantar).
Han aparecido ya dos de las principales causas de mortandad musical: el peso de la ley acosando a las estrellas y la carretera. Quedan otras, como la violencia, las drogas o el alcohol. Los años 50, dentro de esos mismos antecedentes, prueban que también los artistas previos a la generación rock pasaron por la dura prueba de intentar equilibrar el éxito con la vida.
El primero fue Hank Williams.
Había nacido el 17 de septiembre de 1923 en Mount Olive, Alabama, y como tantos artistas sus primeros pasos los dio siendo miembro del coro de la iglesia donde cada domingo acudía en compañía de sus padres devotamente. Su madre, que casualmente era quien tocaba el órgano en la iglesia, le enseñó el camino de la música, para el cual parecía predestinado y especialmente dotado.
Un concurso de aficionados y el salto a la carretera, para buscarse la vida, marcaron igualmente su destino. La incipiente carrera de Williams se vio frenada por la irrupción en la vida americana de la Segunda Guerra Mundial. Durante unos años se convirtió en soldado, pero volvió a la música con el final de la guerra y su licenciamiento. Volver a comenzar fue lo más duro, y se vio obligado a trabajar en un buen sinfín de actividades. En una de ellas, jinete de rodeo, comenzó a labrar su futura desgracia: un caballo le derribó y su espalda ya no volvió a ser la misma. Mal curado y mal recuperado, a lo largo de los años siguientes empezó a servirse del alcohol para olvidarse de que no podía dormir, ni permanecer mucho tiempo en una misma postura… o siquiera hacer el amor con libertad.
Entre 1947 y 1952, Hank Williams acabó convirtiéndose en la primera figura del
country
a lo largo y ancho de Estados Unidos. Su voz, su facilidad interpretativa y sus muchas y buenas canciones, le situaron en la cresta de la ola. En el ínterin, ocultos por su
manager
y disimulados por su jefe de prensa, fueron almacenándose no pocos escándalos, siempre motivados por borracheras tempestuosas. Cuando los escándalos aumentaron y Hank visitó algunas de las peores cárceles del país, su reputación negativa pudo más que sus éxitos como
Jambalaya, Honky tonk blues
o
Long gone lonesome blues
. Para contrarrestar el declive, su fracaso y el hundimiento formal que le produjo dejar de tener canciones en las listas de popularidad, Williams se pasó a las drogas, pero sin dejar el alcohol. La degradación final se la produjo la soledad, divorciado de su primera mujer y abandonado por la segunda. La noche del 31 de diciembre de 1952 Hank Williams subió a su coche y nadie volvió a verle con vida. Su cuerpo fue encontrado al día siguiente, reventado por una sobredosis mal mezclada con la borrachera de Nochevieja.
Como suele suceder en estos casos, su muerte despertó la histeria consumista, y también ello marcó un hito que después ha actuado como un cliché constante a la muerte de todos los dioses de la música. Un entierro multitudinario, el saqueo de las tiendas a la búsqueda de sus discos y la reedición inmediata y fulminante de todos ellos, hizo que en los meses siguientes vendiera más que en toda su vida. Luego, en los años 60 y 70, infinidad de artistas de todos los géneros llevaron sus canciones de nuevo al número 1 de los
rankings
. Muerto a los veintinueve años, él ya no pudo disfrutarlo.
El siguiente en la lista es Johnny Ace.
Nacido el 9 de junio de 1929 en Memphis, Tennessee, John Marshall Alexander Jr. debutó como pianista en la Adolph Duncan Band y luego pasó por los Beale Streeters, grupo notable puesto que también desfilaron por él B. B. King y Bobby Bland. En 1952 y con el nombre artístico de Johnny Ace probó fortuna como cantante solista y de la noche a la mañana se encontró convertido en una figura del
rhythm & blues
. La canción
My song
fue la responsable de una ascensión imparable que prometía lo mejor.
Pero lo mejor se resumió, o mejor dicho, quedó reducido a dos años.
El día del Navidad de 1954, al proclamarse las listas de triunfadores anuales, Johnny Ace ocupaba la primera plaza como mejor artista R&B del año. Para celebrarlo se reunió con un grupo de amigos en su camerino del Houston City Auditorium, donde actuaba esa noche, y decidieron jugar a algo tan trivial como… la ruleta rusa. El juego es macabramente conocido pero siempre es mejor destacar su gracia: una única bala es introducida en el tambor de un revólver, con lo cual hay cinco oportunidades en blanco y una sexta que es el pasaporte a la Nada. Los jugadores apuestan, hacen girar el tambor, apoyan la pistola en la sien del que juega… y se aprieta el gatillo. Cuando Johnny Ace llevó el arma a su propia sien, ignoraba que la suerte estaba echada.
Y se voló la cabeza con una sonrisa en los labios. Tenía veinticinco años.
Johnny Ace no esperaba perder. ¿Quién lo espera? Tampoco Billie Holiday, sucesora de Bessie Smith, esperaba que su vida fuese un infierno. Muerta el 17 de julio de 1959, dentro ya de la Era Rock, su fin es, sin embargo, un neto antecedente de esta historia. De verdadero nombre Elenora Holiday, había nacido el 7 de abril de 1915 y tenía cuarenta y cuatro años de edad. Hija de un músico (su padre, Clarence Holiday, tocaba la guitarra y el banjo con Fletcher Henderson), llegó a Nueva York con tan sólo quince años de edad. No hubiese encontrado trabajo de no ser por sus facultades. Más tarde la descubrieron John Hammond y Benny Goodman y aquí se inició su leyenda. Cantó con Benny Goodman, con Artie Shaw, con Count Basie, hizo cine (New Orleans, 1946) y a medida que saltaba de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, cantando, soportando un amor desgraciado y un sinfín de penalidades propias del mismo género, el blues, del que ya era la número uno, fue hundiendo más y más drogas en su sangre. Su muerte, a causa de una sobredosis de heroína, fue una de las precursoras de lo que suele ser El Largo Camino, cuando la droga es el resorte para poder continuar y se acaba continuando para poder pagar la droga. Diana Ross protagonizó su vida en
Lady sings the blues
.