Luego se levantó y dio un paso y se agarró de nuevo a la rama porque su pie no encontró el suelo y se quedó colgando en el aire, y entonces se dio cuenta de que los árboles y los retoños de la zona se asomaban al barranco o crecían en su interior. Había dormido al borde de un acantilado, con el gato entre él y la muerte, y el mojón que había cagado había caído al vacío.
Incluso agarrado a la rama, no consiguió recuperar del todo el equilibrio. Lo mejor que podía hacer era darse la vuelta mientras resbalaba para quedar de cara al acantilado y agarrarse con la otra mano a una raíz para evitar caer hasta abajo. Se agarró a una, pero no pudo mantener la presa y la enredadera a la que se aferró con la otra mano se rompió, y allá abajo fue. Los píes descalzos no encontraron ningún asidero, las manos intentaron agarrarse aquí y allá, hasta que aterrizó en la empinada orilla del torrente.
Se quedó sin aliento, pero no perdió el sentido. Supo mientras resbalaba hacia el agua que tenía que detenerse o lo atraparía la corriente y se golpearía hasta morir contra las orillas y el fondo rocoso del arroyo, eso sí no se ahogaba antes.
Se agarró a una dura raíz que creía justo al borde del agua, mientras sus piernas se hundían ya. El agua estaba tan fría, justo hasta la cintura, que se quedó de nuevo sin aliento (y no es que hubiera tenido un momento para recuperarlo, después de todo), y la impresión fue tan grande que a punto estuvo de soltarse.
Pero aguantó y, aunque el agua tiraba de él y lo mantenía casi en horizontal, pudo pasar una pierna por las raíces de otro árbol y luego salir del arroyo.
Se sentó en la orilla, todavía sin pantalones, temblando por el frío del agua y el dolor y las magulladuras de la caída y el temor de haber estado tan cerca de la muerte.
Sabía que allá en la cima estaban sus pantalones. ¿Y sus zapatos? No podía recordar si el día anterior iba descalzo cuando había ido a echar un vistazo al extraño punto situado entre la casa de los Chandress y la de los Snipes. Últimamente calzaba zapatos cada vez más a menudo y bien podía ser que los llevara, pero no recordaba habérselos quitado por la noche cuando se había ido a dormir. Lo cierto era que iba desnudo de cintura para abajo y tenía que llegar a casa de algún modo. Sólo estaba a una manzana o así de distancia pero eso era mucho cuando tenías el culo al aire y todos los vecinos sabían dónde vivías y cómo llamar y decírselo a Miz Smitcher.
¿Debería volver a subir y recuperar esos pantalones?
El otro lado del barranco era mucho menos empinado. Y el Señor Navidad (o Puck, si ése era realmente su nombre, ¿y por qué iba a mentirle la casa?) tal vez tuviera algo que dejarle. Al menos una toalla en la que envolverse como si volviera de la piscina de algún vecino.
Así que descansó un poco más, luego saltó el arroyo y subió por el otro lado. Entonces echó a andar, esperando encontrar el sendero y reconocerlo cuando lo viera. Y en efecto, eso hizo.
Todavía brillaba la leve luz de la mañana cuando vio la parte trasera de la Casa Estrecha. El Señor Navidad ya no estaba de pie en la puerta, naturalmente, cuando Mack cruzó corriendo el jardín hasta que sus pies tocaron ladrillo. Y en unos cuantos pasos la casa volvió a ser ella misma, y el patio fue el de hormigón con la barbacoa oxidada y el tendedero circular y la vieja puerta de rejilla que estaba un pelín entornada.
Mack la abrió y giró el pomo de la puerta y entró en la cocina y allí estaba el Señor Navidad, con su aspecto de sí mismo de nuevo... o no, dependiendo de qué versión fuera realmente la suya verdadera. Con los mechones y la ropa sucios estaba sentado a la mesa tomando algo que no era café, aunque Mack no sabía qué era.
—¿Te has olvidado algo ahí fuera? —preguntó el Señor Navidad.
—¿De verdad se llama Puck?
—¿Te ha robado alguien los pantalones o se los has dado a un mendigo? ¿O has decidido ir en pelotas hoy?
Así que no iba a contestar, y Mack no tenía tanto interés como para seguir insistiendo.
—Necesito ponerme algo.
—Lo que yo decía.
—¿Tiene algo de mi talla? —preguntó Mack. Miró el grueso cuerpo de Puck y dijo—: ¿O algo que no sea de mi talla pero que pueda ponerme con un cinturón bien apretado y arremangándome las perneras?
—No tengo nada de
mi
talla, por si no te has dado cuenta —respondió Puck—. Pero puedes mirar en el armario a ver qué tengo, ya que esta casa te responde mucho mejor de lo que me responde a mí.
Mack entró en un dormitorio que no se parecía al de nadie donde hubiera dormido, considerando que ni siquiera había mantas ni sábanas ni almohadas en la cama y que la cama no era más que un colchón pelado en el suelo.
Se acercó al armario y abrió la puerta deslizante y allí dentro había seis pares de pantalones en sus perchas, todos idénticos al pantalón que había dejado al otro lado del barranco. Cuatro de ellos estaban limpios, pero uno estaba húmedo y manchado de barro y otro roto como por unas garras salvajes y manchado de sangre semiseca.
—Supongo que las cosas podrían haber salido algo diferentes —dijo Puck.
—Pero salieron así —dijo Mack. Descolgó un par de pantalones limpios del armario
y
se los puso.
—¿Sabes cómo pueden haberse mojado y ensuciado tanto esos pantalones?
—Casi me caí al arroyo que está al fondo del cañón —dijo Mack.
—Y esos que están desgarrados
y
ensangrentados...
—La pantera.
—¿La pantera?
—La que protege las lámparas.
—Ah —dijo Puck—. Las lámparas.
—Están colgando en el aire.
—Oh, tienen algo que las sujeta —dijo Puck.
—Ya. Magia, por supuesto.
—Así que si te acercas, esa pantera...
—¿Nunca ha estado allí? —preguntó Mack—. ¿Nunca ha visto a ese hombre muerto? ¿El de la cabeza de burro?
Puck se echó a reír y sacudió la cabeza.
—Cuando ella te ama, nunca lo olvidas, nunca te rindes.
—Ya no lo sigue intentando —dijo Mack—. Sea lo que sea lo que estuviera intentando.
—Estaba intentando liberarla.
—¿Liberar a quién?
—A la reina.
—No sé de qué está hablando. Ahora tengo que irme a casa.
—¿Por qué finges que no quieres saberlo?
—Porque sea lo que sea lo que le pregunto, no me dice nada. Pero cuando no pregunto está lleno de información.
—Ella es la mujer más hermosa que ha vivido jamás —dijo Puck—. Pero su alma ha sido capturada y encerrada en una jaula de cristal.
—La reina.
—La reina de las hadas.
—Y el tipo muerto de la cabeza de burro estaba enamorado de ella.
—Shakespeare, ese gilipollas, nunca entendió nada. Ni de amor ni de magia. Siempre tenía que «mejorar» la historia. —Puck hizo un guiño—. No sabía aceptar una broma.
—¿No le gusta Shakespeare? —preguntó Mack.
—A nadie le gusta Shakespeare. Sólo lo fingen para poder dárselas de listos.
—A mí me gusta Shakespeare.
—No has leído a Shakespeare en tu vida.
—Algunos estudiantes universitarios representaron una obra para nosotros. Me gustó.
—Sí, sí, porque te
dijeron
que te gustara. Y porque no representaron
Ótelo
con un tío blanco con la cara pintada de negro.
—¿Entonces fue Shakespeare quien encerró el alma de una reina en una linterna del bosque?
—No —dijo Puck con desdén—. Shakespeare no tendría poder m para hurgarse la nariz, si se enfrentara a la reina.
—¿Quién la encerró, entonces?
—Él —dijo Puck—. Si crees que voy a decir su nombre en este sitio, estás loco.
—¿Y la reina? ¿Cómo se llama?
—Ella tiene muchos nombres. Mab, la llaman algunos, y eso es lo que más se acerca a su verdadero nombre. Pero también Titania. Shakespeare conocía esos nombres, pero no pensaba que pertenecieran a la misma persona.
—¿Y por qué no va usted al bosque y la libera? Un tipo que puede hacer desaparecer una casa de la calle tiene que ser mucho más poderoso que una pantera.
—¿A qué distancia del suelo está esa linterna? —preguntó Puck.
Mack marcó con la mano hasta la altura del hombro.
Puck se rió con amargura.
—Así que no te encogió.
—¿Encogerme?
—Si yo me interno en el bosque quedo reducido al tamaño de un hada. Soy lo bastante pequeño para cabalgar una mariposa. Sólo que no se puede volar sobre ese barranco. ¿Crees que lo has tenido crudo para bajar y volver a subir? ¿Para cruzar ese río? Imagina lo difícil que sería con esta estatura. —Extendió la mano, marcando con el pulgar y el índice unos pocos centímetros.
—¿Usted? ¿Así de alto?
—En ese bosque.
—¿Y no puede hacer nada para evitarlo?
—Es mi tamaño natural —dijo Puck—. Cuando estoy en casa.
—¿Eso de ahí es su casa?
—Parte de casa. Un rincón.
—¿Y cómo se llama?
—El País de las Hadas —dijo Puck.
—No es la Tierra Media, entonces. ¿Ni Narnia?
—Chorradas inventadas, todas esas cosas —dijo Puck—. No hay ningún león en ese sitio que vuelva buena a la gente. Sólo hay poder, y quienes tienen más y quienes tienen menos poder.
—Y en ese lugar, usted es pequeño.
—Yo soy pequeño, mi casa es pequeña. Esa pantera me tragaría entero. Los pájaros vendrían por mí si intentara volar. No puedo intentar liberarla.
—Pero yo podría —dijo Mack—. Soy lo bastante alto.
—Pero te asustaste de esa pantera.
—Sólo un poquito. Lo que me asusta es morir.
—Es lo mismo.
—Da igual —repuso Mack—. No quiero hacerlo. La pantera no es peor que cualquier otra forma.
—¿Qué aspecto tenía ella?
—
Si
era ella, y no se está usted quedando conmigo, entonces era un puntito de luz rebotando dentro del cristal. Eso sí, brillaba mucho.
—No pudiste verla, ¿no?
—Me dejó deslumbrado hasta el amanecer. La vi en mis sueños.
—Ah —dijo Puck—. ¿Soñaste con ella?
Mack negó con la cabeza.
—Con ella no. Soñé con ese punto de luz.
—Ah —soltó Puck, claramente decepcionado.
—¿Y quién es la otra? —preguntó Mack.
—¿La otra?
—Dos linternas, dos luces. Una de ellas puede que sea esa reina, ¿y la otra luz?
—Prisionero del amor —dijo Puck, y entonces empezó a cantar—. «Prisionero del amor, sólo soy prisionero del amor.»
Cuando los adultos empezaban a cantar viejas canciones rock, la conversación se
acababa.
Mack llevaba pantalones, así que sería mejor que se fuera a casa.
—¿Vas a liberarla? —preguntó Puck.
—Consígame una lata de repelente de panteras y un palo grande, y abriré ese cristal.
—¿Eso es una mentira o una promesa?
—Si es que ella está de verdad en una de esas lámparas.
—Ése es un argumento de peso —dijo Puck—. ¿Y si abres la equivocada?
—¿Quién hay en la otra?
—Ya te lo he dicho.
—No me ha dicho nada. Nunca me dice nada.
—Te he dicho que la reina Mab estaba en esa lámpara.
—Probablemente eso sea otra mentira.
—Yo no miento —dijo Puck—. Últimamente, ni siquiera bailo.
Demostró lo lentamente que se movía cuando intentó girar sobre sí mismo.
Mack no se quedó a mirar. Salió del dormitorio y de la casa. Cuando llegó a la acera, se dio la vuelta y vio que la Casa Estrecha había desaparecido.
Mack se palpó el bolsillo de los pantalones y encontró el billete de cinco dólares que siempre llevaba para las emergencias. Era como tener una varita mágica. Si tienes un billete de cinco dólares y te apetece un refresco o un caramelo o subirte al autobús, entonces vas y lo haces. Magia pequeña, pero magia de todas formas.
La magia de Puck, sin embargo, era magia a lo grande. Pero a Mack le parecía que tal vez no era Puck quien hacía esa magia. No parecía tan poderoso. No podía obligar a Mack a hacer nada. A lo mejor estaba atrapado en esa casa igual que la reina de las hadas estaba atrapada en la linterna del bosque.
Si
es que no mentía sobre lo que eran las linternas, claro. ¿De verdad había estado allí y había visto las luces? ¿Era de verdad tan pequeño? ¿No podía volar para alcanzar ninguna linterna? Cuando Mack estaba contando la historia, Puck asentía con la cabeza como si lo supiera todo, pero por sus preguntas parecía que nunca hubiera estado allí, que no tenía ni idea de cómo llegar.
Puck ni siquiera sabía que Mack tendría pantalones en el armario. ¿Y había en cada uno de aquellos pantalones un billete de cinco dólares? Si alguna vez se quedaba sin dinero, ¿podría volver y coger otro billete de los pantalones de más? ¿O desaparecerían si alguna vez regresaba?
Mack se apartó de la casa y contempló la calle, dio un paso hacia delante, luego retrocedió uno hasta que vio la casa de nuevo con el rabillo del ojo.
Tenía que asegurarse de que la casa no desaparecía para siempre. ¿Y si quería volver? Tenía que asegurarse de que podía hacerlo.
Entonces se dio media vuelta
y
echó a correr hacia su casa. Amanecía
y
unos cuantos coches pasaban en ambas direcciones. El doctor Marvin camino de ponerle tetas grandes a alguna mujer o de hacerle una liposucción a otra. Mack lo saludó
y
el doctor Marvin le devolvió el saludo.
Miz Smitcher estaba de pie junto a su coche cuando Mack llegó corriendo a la casa. Mack recordó que esta semana le tocaba turno de mañana.
—¿Dónde has estado? —preguntó.
—Me quedé dormido en el bosque —dijo Mack—. Lo siento, Miz Smitcher.
—No me des estos sustos, Mack Street —dijo ella en voz baja—. Eres todo lo que tengo.
Mi madre vive en este barrio, Miz Smitcher. ¿Lo sabías? ¿Me lo has estado ocultando? ¿Me has estado mintiendo toda mi vida, o no lo sabías?
Pero en voz alta, Mack dijo:
—Fue sin querer. No volverá a pasar.
—Hasta la próxima vez que sea sin querer pero pase.
Mack agachó la
cabeza,
avergonzado.
Ella le tocó la nuca. No le frotó el pelo, como el Señor Navidad. Sólo lo tocó. Colocó su gran mano de enfermera sobre su cabeza como lo hacía con los pacientes del hospital. Le sentó bien. Le pareció una promesa de que todo iba a salir bien.
Ella apartó la mano
y
sin ella Mack sintió frío.
—Volveré tarde a casa esta noche, tengo que hacer un turno extra —dijo Miz Smitcher.