Calle de Magia (13 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

BOOK: Calle de Magia
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Siempre se sacudía aquella sensación, porque tenía que ir a otro sitio. Y, sin embargo, lo recordaba, también, y paseaba por el lado este de la calle con frecuencia, a veces incluso se cambiaba de acera, tratando de evitar aquel sitio, sólo para volver a cruzar después. ¿De qué tengo miedo?, se preguntó.

Y por eso, un cálido día de verano del año que cumplió los trece, en vez de evitar ese sitio en la acera oeste de la parte más baja de Cloverdale, se dirigió a él, lo convirtió en su destino y se encontró allí de pie preguntándose qué era lo que le había molestado tantas veces.

Seguía sin poder ver nada. Aquello era una estupidez. Decidió irse a casa. Dio un paso.

Y allí estaba otra vez. Aquel momento de desconcierto. Lo había visto. Por el rabillo del ojo.

Pero cuando se volvió a mirar, no había nada. Dio un paso atrás, mirando entre las casas, examinando arriba y abajo la acera, y no había
nada.

Una vez más, decidió irse a casa.

Una vez más, cuando pasaba por el mismo sitio, con el rabillo del ojo vio...

Estaba más allá del rabillo del ojo.

En vez de dar un paso atrás, ahora volvió resueltamente la cara hacia el sur, mirando Cloverdale arriba hacia el lugar donde torcía al oeste hacia Sánchez. Sin volver los ojos a derecha ni a izquierda, retrocedió unos cuantos pasos, luego caminó hacia delante, y ambas veces lo vio, sólo un pequeño destello de algo a la derecha, directamente entre las casas, justo en la línea divisoria.

Finalmente lo situó exactamente y se detuvo, allí mismo, con lo que fuera que había allí centrado en el rabillo del ojo.

Ya sabía que si trataba de mirarlo directamente desaparecería. En cambio, manteniendo la mirada hacia el sur, dio un paso hacia el césped entre las casas. Y otro.

El destello se convirtió en una línea vertical, que luego se volvió más gruesa, como una farola o un poste de teléfono... ¿cuánto podía ver, en realidad, con el rabillo del ojo? Se ensanchaba con cada paso, haciendo a un lado las otras casas.

Otro paso y fue tan ancha como cualquier casa del barrio. Una casa entera, directamente entre la de los Snipes y la de los Chandress, y nadie más que él sabía que estaba allí, sobre todo porque era imposible que lo estuviera. Toda una casa que era lo bastante estrecha para caber entre dos casas sin ocupar espacio alguno.

Tendió una mano y tocó un matorral que crecía en el inexistente patio delantero. Se acercó de lado a la casa y en unos momentos tuvo la mano apoyada en el pomo de la puerta, y era tan real y sólido como cualquier pomo del barrio.

Volvió despacio la cabeza y esta vez no desapareció. Se quedó donde estaba.

Toda una casa secreta.

Otra persona hubiera dudado de su cordura. Pero Mack Street sabía que vivía en un barrio donde jóvenes nadadoras podían desear estar dentro de una cama de agua.

Llamó al timbre.

Poco después oyó a alguien moviéndose dentro. Volvió a llamar.

—No sigas dando el coñazo con el timbre —exclamó un hombre.

Mack soltó el timbre y el pomo de la puerta y la casa no desapareció, como había temido que sucediera. En cambio, la puerta se abrió y apareció un hombre negro con el uniforme de baloncesto de los Lakers, aunque iba descalzo y sostenía una lata de cerveza en la mano y llevaba un voluminoso peinado rasta sucio, como si hubiera sido vagabundo durante un par de años.

—¿Puedo usar su cuarto de baño? —preguntó Mack.

—No —dijo el hombre—. Márchate.

Pero Mack lo ignoró porque sabía que el hombre no lo decía en serio. Entró y encontró el cuarto de baño detrás de la primera puerta que probó.

—¿Es que no sabes aceptar un no por respuesta, chico?

—¿Quiere que me mee en su suelo?

—Ni siquiera quiero que
andes
por mi suelo. ¿Quién te crees que eres?

—Soy la única persona en Baldwin Hills que sabe que este lugar existe.

Mack terminó de mear y tiró de la cadena y luego, siendo como era hijo de enfermera, se lavó las manos.

—No te servirá de nada lavarte las manos —dijo el hombre desde fuera del cuarto de baño—. La toalla está sucia.

—No veo cómo es posible —respondió Mack—. No puede decirse que usted la haya usado nunca.

—No toda la compañía que tengo es tan limpia como tú.

—¿ Cómo es que tiene compañía, si su casa es sólo visible con el rabillo del ojo?

—Depende de dónde vengas. La Buena Gente la encuentra cada vez que quiere venir de visita.

—No sabía que yo fuera mala gente. Creo que la gente de Baldwin Hills es un poco mejor que la media.

—Bueno, nadie lo sabría mejor que tú, Mack Street —dijo el hombre—. Pero la Buena Gente a la que me refería no es de Baldwin Hills.

—¿Tiene mantequilla de cacahuete? —preguntó Mack.

—No estoy aquí para darte de comer.

—¿Cómo sabe mi nombre? —preguntó Mack, cayendo en la cuenta de lo que acababa de hacer el hombre.

—Todo el mundo conoce tu nombre, Mack Street. Igual que todo el mundo conoce mi casa.

—Se refiere a toda la... Buena Gente.

—Conocen mi casa porque estoy en la orilla del río de poder más fuerte que el mundo ha visto en quinientos años. Y conocen tu nombre porque ese río empezó a fluir el día en que naciste. Es como si tu nacimiento hubiera soltado el tapón y lo hubiera dejado correr. Como lava de un volcán. Poder fluyendo por la calle de magia y por todo el barrio.

—No sé de qué estás hablando.

—Sabes exactamente de qué estoy hablando, Niño de la Bolsa —dijo el hombre.

—¿Qué sabe del día en que nací?

—Todo. Y todo sobre tu vida desde ese día feliz. La mujer que trató de matarte tu primer día de vida. El chico que casi lo hizo y luego se pasó años en penitencia por haber albergado ese pensamiento.

—¿Está hablando de Ceese? —preguntó Mack—. ¿Espera que me crea que Ceese estuvo a punto de matarme?

—En realidad, no. Casi no hizo nada. Combatió el deseo. ¿Tienes idea de lo fuerte que debe ser, para resistirse a ella?

—Podría tenerla, si supiera quién es ella.

El hombre sonrió benignamente y pasó una mano por la cabeza despeinada de Mack, cosa que Mack siempre odiaba, aunque nunca se quejaba.

—Así que ahora tienes trece años. Tu año de la suerte.

—No me parece que haya tenido ninguna suerte hasta ahora.

—Bueno, no es extraño, siendo un crío, y por tanto incapaz de ver las cosas con perspectiva.

—¿Cómo mantiene su casa invisible?

—Es perfectamente visible —dijo el hombre—. Sólo hace falta un poco de esfuerzo. Hay un montón de cosas así en el mundo. La mayoría de la gente no se toma tiempo para buscarlas.

—¿Cómo se llama usted?

—¿Por qué, tienes pensado abrirme una cuenta bancada? ¿O enviarme una postal por Navidad?

A Mack no le gustaban las evasivas. Le gustaba cuando la gente le contestaba a las claras, aunque fuera para decirle que no era asunto suyo.

—Le llamaré Señor Navidad.

—Ni se te ocurra ponerles nombre a los desconocidos, chaval, no en este lugar. ¡Soy el amo de mi propia casa!

—Entonces déme un nombre con el que llamarlo.

—No quiero que me llames —dijo el Señor Navidad—. Ya me han llamado demasiadas cosas en mi vida, muchísimas gracias.

—Apuesto a que esta casa no es suya —dijo Mack—. Apuesto a que es un ocupa, y que está loco del todo o casi, pero de algún modo consigue que el barrio piense que esta calle va de la casa de los Chandress a la de los Snipes sin nada en medio.

—No puedo impedir lo que piensa la gente ignorante. La casa es mía y no tengo por qué demostrarlo.

—Tengo hambre —dijo Mack. Estaba cansado de hablar con alguien que no decía nada útil.

—Lamento oír eso —dijo el Señor Navidad.

Así que ni siquiera estaba dispuesto a compartir comida con una visita.

—¿Qué hay aquí que es tan importante como para ocultarlo del mundo ?

—Yo.

—¿Por qué se esconde? ¿Ha matado a alguien?

—Sólo de vez en cuando, y fue hace mucho.

—¿Planea matarme?

—Esto no es
Hansel y Gretel,
Mack. No me como a los niños.

—No he preguntado si planea comerme.

—Créeme, Mack, no te quiero muerto. —Se echó a reír.

—¿Qué tiene tanta gracia?

—Los humanos.

—Como si usted no lo fuera.

Mack salió del salón camino de la cocina. Estaba justo donde se suponía que tenía que estar. Se acercó al frigorífico y lo abrió. Había comida de sobra dentro. Todo lo que le gustaba picar. Leche. Zumo. Uvas. Salami. Chorizo. Incluso los restos de frijoles que parecían sacados de la receta de Miz Tucker para hacer chile del que te quema el culo.

Mack sacó el chile del frigorífico y abrió un cajón para coger una cuchara.

—¿Dónde está el microondas? —preguntó.

—¿Tengo uno? —respondió el Señor Navidad.

Mack miró alrededor. El microondas estaba en la encimera, junto al frigorífico, exactamente donde estaba en la cocina de la señora Tucker. Metió el chile, programó el aparato dos minutos y lo puso en marcha.

—Vaya, quién lo iba a decir —comentó el Señor Navidad.

—¿Quién iba a decir qué?

—Que tengo microondas.

—¿Me está diciendo que la casa es de alquiler y acaba de mudarse?

—Supongo que la casa está dispuesta a darte lo que quieras.

—Quiero respuestas.

—Pregúntale a la casa.

Mack estaba harto de todo aquello. Echó la cabeza atrás y le gritó al techo.

—¿Quién es este hermano? ¡Quiero su nombre!

Hubo un repiqueteo apenas a un par de palmos de distancia. Mack se dio media vuelta y miró. En el centro del suelo de la cocina había un grueso disco de plástico, naranja vivo.

—¿Qué se supone que es esto?

—¿Un mojón de mierda de vaca de plástico? —dijo el Señor Navidad—. ¿Un cono de tráfico ha tenido un bebé?

De nuevo Mack echó atrás la cabeza y gritó:

—¿Qué se supone que es esto?

Otro golpeteo. Ahora, junto a la cosa de plástico del suelo, apareció un bastón.

—¿Qué es esto? —dijo Mack—. ¿El canal deportivo de la Tierra Media? No quiero jugar al hockey.

—Esto se está poniendo divertido —dijo el Señor Navidad.

El microondas pitó. Mack lo abrió, sacó el chile. No estaba demasiado caliente, pero sí lo suficiente para comérselo. Metió la cuchara.

No parecía sólo el chile de la señora Tucker,
era
su chile. Mack dio un salto y jadeó como lo hacía cuando comía en casa de los Tucker. El primer bocado de chile siempre lo hacía saltar, de picante que estaba.

—¿Comes eso porque quieres? —preguntó el Señor Navidad—. ¿Aunque queme?

—En realidad no quema. Estimula los nervios de la boca.

—Parece que le he preguntado por accidente al Señor Ciencia.

—También estimula los nervios del culo al salir. Quiero decir, es chile.

—Me estás diciendo más de lo que quiero saber, chico.

—Usted no me está diciendo nada, así que supongo que, de media, estamos teniendo una conversación.

—Cómete tu chile —dijo el Señor Navidad.

—¿Compró usted esta casa? ¿O la construyó? ¿O la robó y luego la ocultó de todo el mundo?

—¿Vas a hacer un trabajo de investigación para el colegio o algo? ¿Estás escribiendo un libro para niños? La casa estrecha en el extremo barato de Cloverdale.

—La casa estrecha con el rabillo del ojo.

—La casa estrecha en la que los niños desconocidos entran y saquean el frigorífico.

—La casa estrecha de las mentiras y los secretos —dijo Mack.

—La casa estrecha de las hadas —dijo el Señor Navidad.

—¿Ahora quién está diciendo más de lo que el otro quiere saber?

—Por fin te digo la verdad y no la crees.

—¿Piensa que me creo algo de lo que ha pasado aquí esta tarde?

—Te estás comiendo ese chile.

—Estoy fingiendo que es usted lo suficientemente amable para invitarme a comer.

—Sí que aceptas la magia a paladas, chico.

—He visto demasiada magia en mi vida —dijo Mack—. Y toda es fea.

—Yo no soy el arquitecto, Mack. Esta casa es igual que las otras del barrio. No sé por qué a la gente le entusiasma tanto vivir en Baldwin Hills. No creo que esta casa sea gran cosa.

—Las casas de la cima de la colina están bien. Pero incluso las de aquí abajo, en la zona llana, son mejores que las que la gente solía tener en Watts.

—¿Te lo ha contado tu madre?

—Miz Smitcher. No conozco a mi madre.

—Yo sí—dijo el Señor Navidad.

Mack tomó el último bocado de chile.

—¿ Está viva o muerta ?

—Viva.

—¿ Vive por aquí?

—Justo en Cloverdale.

—Eso es mentira —dijo Mack—. ¿Cree que una chica puede quedarse embarazada y tener un bebé por aquí sin que todo el barrio lo sepa?

—A veces la gente se vuelve olvidadiza —respondió el Señor Navidad.

Mack lo ignoró. Se levantó
y lavó
el plato y la cuchara
y
los puso a secar. El Señor Navidad no dijo nada hasta que Mack terminó.

—Sí que eres ordenado —dijo—. Es conveniente tenerte en la casa.

—Me apetecía fregar.

—Y haces lo que te apetece.

—Casi siempre.

—Mira que conveniente es que lo te apetece hacer es exactamente lo que la gente quiere que hagas.

—Trato de no ser una molestia.

—Haces tus deberes, sacas buenas notas, no robas nada pero no te chivas de tus amigos que lo hacen, vas a todas partes y lo ves todo pero no chismorreas y no tomas nada ni rompes nada y ni siquiera dejas caer al suelo el envoltorio de un caramelo, te lo llevas a casa y lo tiras a la basura.

—¿Me ha estado espiando?

—Supongo que eres un chico civilizado, eso es todo —dijo el Señor Navidad.

A Mack no le interesaba la opinión que el hombre tenía de él.

—¿Cómo es su patio trasero? ¿Desaparece igual que por delante?

—Mira a ver —dijo el Señor Navidad—. Hace mucho que no me asomo.

Mack se acercó a la puerta trasera y la abrió y salió al patio. Había una barbacoa oxidada a un lado y un anticuado tendedero circular con unos cuantos palillos colgando como pájaros en un alambre. Detrás del patio un par de viejos naranjos estaban llenos de fruta picoteada por los pájaros o mordisqueada por las ardillas. Y el césped, crecido y lleno de hierbajos, estaba salpicado de fruta podrida.

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