—Con toda esa mano de obra barata mexicana que hay en Los Ángeles —dijo Mack—, ¿y ni siquiera puede contratar a un jardinero?
—¿Llamas jardín a esto?
—¿Ni siquiera quiere comerse esas naranjas antes de que se pudran o se las lleven los pájaros y las ardillas?
—He probado las naranjas. No son gran cosa.
—¿Qué come?
—Me gustan los bombones de See's —dijo el Señor Navidad.
—Me sorprende que no los tenga colgando de los árboles, tal como funciona esta casa.
—Conseguí una caja hace unos cuantos años. Todavía no se han acabado.
—O era una caja bien grande, o no come mucho.
—Trece años —dijo el Señor Navidad—. De hecho, fue un regalo de cumpleaños.
—¿Cuándo es su cumpleaños?
—No fue por
mi
cumpleaños —dijo el Señor Navidad—. Llegas a demasiadas conclusiones.
Mack estaba harto de acertijos. Salió al patio.
¿Se hicieron más altos los árboles?
Dio un paso atrás. Los naranjos se volvieron decididamente más pequeños de nuevo.
—Ya veo —dijo—. El patio delantero se hace más y más pequeño hasta que la casa desaparece. Pero el patio trasero se hace más y más grande.
—Hace lo que hace —dijo el Señor Navidad.
Mack volvió a acercarse a los árboles. Justo al borde del patio. Curiosamente, el patio se había reducido a un sendero de ladrillo y, cuando se dio la vuelta, la casa estaba más lejos de lo que debería haber estado y quedaba medio oculta entre árboles y enredaderas que no estaban cuando había cruzado el patio. El Señor Navidad seguía de pie en la puerta, pero ya no iba vestido igual. Ni era el mismo hombre. Era más delgado, y la ropa le quedaba bien, y parecía más joven, y su pelo formaba un halo alrededor de su cabeza, no le colgaba en mechones sucios.
—¿Quién es usted? —llamó Mack.
El Señor Navidad saludó alegremente.
—¡No dejes que nada te coma ahí atrás!
Mack se volvió hacia el bosque... pues eso era ahora, no un jardín con árboles, sino un tupido bosque sin ningún naranjo a la vista, aunque crecían bayas en profusión junto al sendero y mariposas y abejas y libélulas aleteaban y revoloteaban sobre los capullos de una docena de distintas flores silvestres.
A Mack no se le pasó por la cabeza tener miedo, a pesar de la advertencia del Señor Navidad. Si acaso, el bosque le parecía como su casa. Era como si todos sus vagabundeos por el barrio y Hahn Park toda su vida hubieran sido una búsqueda de ese lugar. California era un desierto comparado con aquello. Ni siquiera cuando el Jacaranda florecía había un perfume floral tan dulce en el aire, y en vez de la tierra marrón seca de Los Ángeles había musgo y denso y rico suelo negro en las zonas donde el sendero no había sido rebasado.
Y agua. Los Ángeles tenía un río, pero estaba cercado como los elefantes en el zoo, rodeado de hormigón y seco la mayor parte del año. Allí, sin embargo, el sendero corría en paralelo a un arroyo que canturreaba sobre piedras cubiertas de verdín y tenía peces nadando en sus aguas, lo que significaba que no se secaba nunca. Ranas y sapos saltaban, los pájaros aleteaban ante él y perlas de agua chispeaban en muchas hojas, como si hubiera llovido hacía sólo unas cuantas horas (algo que nunca sucedía en Los Ángeles en verano), o tal vez como si el rocío hubiera sido tan denso que no se había evaporado todavía.
Ramas y hojas crecían tan densas que el sendero se hacía más oscuro, como en el crepúsculo. O tal vez en aquel lugar era el crepúsculo, aunque no podían ser mucho más de las seis de la tarde.
En la distancia, casi oculta por los matorrales o las enredaderas o los troncos de los árboles, pero destellando ocasionalmente mientras caminaba, había una lucecita.
Mack dejó el sendero y se dirigió hacia ella. No se le ocurrió al principio que podría perderse en cuanto dejara el sendero. No se había perdido nunca en la vida. Pero nunca había estado tampoco en un bosque de verdad: los bosquecillos abiertos de Hahn Park no se parecían en nada a esto. Y cuando se volvió después de dar sólo unos cuantos pasos, ya no pudo distinguir el sendero.
Pero todavía veía la luz, titilando entre los árboles lejanos.
Los matorrales y las ramas se le enganchaban en la ropa, y a veces había zarzas, por lo que tenía que retroceder y dar la vuelta. Se encontró en una ocasión al borde de un pequeño cañón y tuvo que volverse, bajar y luego buscar un sitio donde poder saltar por encima del torrente de agua que caía por la cañada. Aquel lugar se volvía más agreste a cada paso y, sin embargo, seguía sin tener miedo. Notaba el peligro, lo fácilmente que podía perderse, cómo una persona podía caer en la corriente y ser barrida hasta Dios sabía dónde, igual que en su sueño, y no obstante sabía que aquél no era el lugar ni el momento para que su sueño se hiciera realidad, y que no resultaría herido, no ese día.
A menos, por supuesto, que esa sensación de confianza fuera parte de la magia del lugar, que lo atraía hacia su destrucción. La magia era juguetona en ese aspecto, como sabía mejor que nadie. Lo que parecía dulce podía resultar letal, lo que prometía felicidad podía producirte una pena profunda e interminable.
Pero continuó y saltó al otro lado, que era, si acaso, aun más empinado que el lugar por el que había bajado.
Cuando llegó de nuevo a la cima, vio que había dos luces, no sólo una, y que ya estaban mucho más cerca. Sólo unas pocas docenas de metros a través de matorrales y árboles (un camino fácil, casi todo) y se plantó al borde del claro.
Las dos luces eran como linternas antiguas. De paredes de cristal, con adornos de metal. Sin embargo, a diferencia de las linternas, no tenían ni base ni parte superior, sólo cristal por todas partes. Tampoco las sostenía un pie ni colgaban de ningún cable. Simplemente flotaban en el aire, titilando.
No había ninguna bombilla dentro que produjera luz. Ni ningún tipo de pabilo, ni una fuente de combustible. Sólo un deslumbrante punto de luz fluctuando dentro de cada linterna, chocando contra el cristal y cambiando de dirección de nuevo.
Mack iba a acercarse al claro y mirar con más atención las luces cuando escuchó un rugido y vio que una pantera, negra como la noche, pasaba de sombra en sombra en la linde del bosque. Sus ojos eran de un amarillo brillante a la luz de las linternas, y a Mack le pareció ver de vez en cuando un brillo rojo aún más profundo dentro de sus pupilas.
Mack dio un paso hacia el claro.
La pantera rugió y saltó de pronto al centro, directamente entre las dos luces.
Mack dio un paso más, no porque fuera tan valiente que no temiera a la pantera, sino porque le habría sido insoportable no echar un vistazo más atento a lo que tenía la pantera en sus zarpas delanteras.
Era un cadáver, podrido y lleno de moscas. El hombre llevaba pantalones y una camisa larga, aunque estaba desgarrada. Y en vez de cabeza tenía sobre los hombros la cabeza de un burro, con las cuencas vacías, la piel ajada. Mack había visto ardillas en aquel estado; sabía que la caja torácica no contenía nada, que los gusanos y bacterias habían hecho su trabajo.
Esa pantera debía llevar allí mucho tiempo, si era ella la que había matado al hombre con cabeza de burro, y la ropa desgarrada sugería que así había sido.
Fuera lo que fuesen las dos linternas, estaba claro que la pantera no pretendía dejar que nadie se acercase a ellas.
Y a Mack aquello le pareció bien. Sentía curiosidad, pero no tanto para morirse por una respuesta. Que los globos de luz mantuvieran su secreto y que la pantera pasara hambre otra temporada.
Tras haber localizado la fuente de la luz que había visto desde el sendero, no había ningún motivo para quedarse allí. Retrocedió.
Sin embargo, en el momento en que dejó el claro se sumergió en la oscuridad. Si antes era el crepúsculo, ahora era de noche, y sin la luz titilante de las linternas para guiarlo, tuvo que ir palpando en la oscuridad como un ciego.
En algún lugar por delante de él había un barranco, tan escarpado que tuvo que agarrarse a raíces y enredaderas para escalarlo. Y, al pie, un torrente que podía arrastrarlo si calculaba mal en la oscuridad y fallaba al saltar al otro lado.
—No voy a llegar a casa esta noche —dijo Mack en voz alta.
Tras él, oyó el profundo rugido de un gran gato.
Se detuvo, se quedó quieto.
Un cuerpo cálido y peludo se apretó contra él al pasar, y luego se volvió y se frotó contra sus piernas.
Una lengua le lamió la mano.
No era así como los gatos trataban a sus presas.
Y de todas formas no iba a servirle de nada encaramarse a un árbol para escapar de una pantera. Y no parecía enfadada.
Mack dio otro paso hacia el barranco. De repente el gato se plantó delante de él, bloqueándole el paso. Y en vez de un ronroneo emitió un feroz y breve rugido.
Estoy en Narnia, pensó Mack. Sólo que es una Narnia para chicos negros, y en vez de un león dorado hay una pantera negra. Y en vez de entrar a través de un armario de Inglaterra, he llegado a través de la puerta trasera y el patio de una casa invisible de una calle de Baldwin Hills.
¿Entonces eso era todo? ¿Tipos como C. S. Lewis y el fulano que escribió
Alicia en el país de las maravillas
contaban cosas que habían experimentado de verdad? ¿O cosas que habían soñado? ¿O las imaginaban, pero sucedía que en el mundo real las cosas que ellos imaginaban se cumplían? ¿O todo esto está sucediendo porque yo he leído sus libros y mi propia mente está encontrando formas de hacer que sus historias de fantasía se vuelvan reales? ¿O estoy loco y los sueños fríos no son más que las desagradables pesadillas de un chico bastardo cuya mente se rompió cuando yacía cubierto de hormigas dentro de una bolsa de la compra junto a una tubería de desagüe en Hahn Park?
O bien esa pantera era un Asían negro o un Conejo Blanco negro o... algo. Lo que fuera. Lo importante era que sólo rugía cuando Mack caminaba en esa dirección. O cuando intentaba acercarse a las linternas. Y estaba oscuro. Era de noche. Mack había cenado ya y todo. Las sobras del chile. Así que no es que pudiera decirse que tuviera motivos de peso para irse a casa, aparte de que Miz Smitcher se preocuparía por él, y no había nada que pudiera hacer al respecto. Se preocuparía mucho más y mucho más tiempo y con menos efecto si fastidiaba a la pantera y acababa tirado en el bosque con marcas de garras en la ropa y gusanos comiéndole la carne muerta.
Así que se tendió donde estaba. El terreno era blando y acogedor. Podía oír la respiración de la pantera cerca de él. No veía nada en absoluto. Ni siquiera las luces del claro ahora que estaba por debajo del nivel de los matorrales. Si había serpientes u otras bestias temibles cerca, nunca lo sabría; los roces que oía tenían que ser pequeñas criaturas de la noche, pero no eran asunto suyo y esperaba que ellas pensaran lo mismo de él.
Tendido allí, en los minutos que pasaron antes de que el sueño se apoderara de él, Mack pensó en el Señor Navidad y en todo lo que había dicho. Conocía a la madre de Mack. ¿Podía ser cierto? Una mujer cercana. Del barrio. ¿Era posible? ¿Daba a luz y todo el mundo se olvidaba de que había estado embarazada? Si así era, entonces Mack estaba realmente en casa, allí. O más bien en Baldwin Hills, ya que en aquel preciso instante «allí» era un oscuro bosque mágico con una pantera acechando cerca.
¿Y qué era todo aquello del palo de hockey y el disco que habían aparecido en el suelo en la cocina de la Casa Estrecha del Señor Navidad?
Era la casa respondiendo a su pregunta sobre la identidad del Señor Navidad, tal como él le había preguntado.
Puck. Había un personaje llamado Puck
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2
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Mack había oído el nombre o lo había leído en alguna parte. Recordó vagamente: era un personaje de Shakespeare. Mack nunca había leído a Shakespeare, pero en algún momento de su educación alguien le había contado o le había leído la historia de alguien llamado Puck. Un ser del mundo de las hadas llamado Puck. El Señor Navidad
era
un hada, como decía, sólo que no era la figura femenina que la gente asocia al término. Más bien era como un elfo. Un alto y viejo elfo negro con peinado rasta. Sólo que cuando Mack había entrado en el bosque y mirado hacia atrás, se había convertido en algo más cercano a su naturaleza. Mack había visto al duende, alto y esbelto, con el pelo formando un halo alrededor de su cabeza, la ropa ajustada y... verde. Era verde.
Tengo que leer a Shakespeare y descubrir quién demonios es Puck. La historia del tipo con cabeza de burro, ahí salía.
Era una obra de teatro, recordó entonces. Un grupo de estudiantes universitarios fueron a su escuela primaria y representaron una obra que empezaba con la reina de las hadas enamorándose de un tipo con cabeza de burro, y luego un puñado de tipos estúpidos representaron una obra sobre un chico y una chica que se enamoraban y luego se suicidaban porque uno de ellos era despedazado por un león... o algo así.
Eso es. Estoy dormido en alguna parte y sueño con esa obra que representaron cuando estaba en quinto curso.
Sólo que sabía que no estaba soñando, que estaba muy despierto.
Hasta que, un momento más tarde, no lo estuvo.
Reina cautiva
Mack despertó con la primera luz de la mañana, helado y cubierto de rocío, pero no incómodo, ni siquiera tiritaba. Sólo sufrió un breve espasmo cuando se puso en pie de un salto.
Entonces se dio cuenta de que la pantera había dormido cerca de él toda la noche, y por el súbito escalofrío del sudor al evaporarse supo que la bestia se había apretujado contra su espalda. El animal se levantó, se desperezó y se apartó de él, de vuelta al claro donde las dos linternas colgaban suspendidas en el aire.
Mack no estaba interesado ya en volver allí. Miz Smitcher se preocuparía y no quería que se entristeciera ni que se inquietara, aunque la verdad fuera dicha probablemente no estaría ni una cosa ni la otra, ya que supondría que había pasado la noche en casa de alguien.
Sólo entonces, cuando ya la pantera le parecía poco más que un animal, Mack hizo lo que su cuerpo requería, y se quitó los pantalones para vaciar la vejiga y luego se agachó para agarrarse a las ramitas de un árbol mientras hacía de vientre. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que lo había hecho al aire libre, pero su cuerpo estaba tan sano y funcionaba de manera tan natural que el mojón salió seco y ni siquiera necesitó limpiarse, aunque recogió unas cuantas hojas y se frotó el culo con ellas para asegurarse.