Calle de Magia (8 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

BOOK: Calle de Magia
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—En eso tiene razón.

—Hay biberones y leche en neonatal.

La señora del mostrador suspiró.

—Miz Smitcher, ahora está cansándome. Sabe perfectamente bien que no puedo admitir a ese bebé. Pero sabe también perfectamente bien que si lo lleva a neonatal y deja que las enfermeras lo arrullen un rato, un par de biberones se caerán del carrito a la hora de dar de comer a los demás. Además de unos cuantos pañales limpios.

Miz Smitcher sonrió.

—Siempre me gusta oír buenos consejos.

La señora del mostrador siguió murmurando mientras se marchaban.

—...y me hace decirlo en voz alta. Lo sabía perfectamente bien desde el principio. Testaruda...

—Espero que hayas hecho tu oferta en serio —dijo Miz Smitcher—, porque todo el mundo en este hospital tiene trabajo y sólo tienes que sostener en brazos a este bebé y no molestar a nadie a menos que esté mojado o apeste o se ponga a llorar.

—Este bebé no llora.

—Dale tiempo y aprenderá.

—Entonces, ¿tengo que enseñarle?

Ella soltó una carcajada.

—No, sería la primera vez. Enseñar a un bebé a llorar. ¿Qué quieres hacer luego, enseñar a las nubes a flotar? ¿Enseñar al sol cómo brillar?

—Sólo quiero hacerlo bien.

Ella le dio un rápido abrazo con una sola mano mientras seguían caminando, cosa que estuvo a punto de hacerle soltar al bebé porque lo pilló por sorpresa.

—Ya lo sé —dijo.

Ceese pasó el resto de la mañana y toda la tarde en neonatal. La señora del mostrador tenía razón: las enfermeras de neonatal fueron todo mimos y arrullos, tanto para él como para el bebé. Y al término del día Ceese se consideraba ya un experto cambiando pañales y dando biberones. No sólo eso, sino que una de las enfermeras le trajo un bocadillo de una máquina y un cartón de leche para que cenara. Y más tarde, una Coca-Cola, con la advertencia de que no intentara darle Coca-Cola al bebé. Hasta que se lo dijeron, a Ceese nunca se le hubiese ocurrido darle Coca-Cola a un bebé, pero después de la advertencia no pensaba en otra cosa. Qué fácil sería verter media lata en uno de aquellos biberones. Tal vez las burbujas le hicieran cosquillitas en la nariz al bebé. O lo hicieran eructar. Se suponía que los bebés tenían que eructar, ¿no? Y, aparte de las burbujas, ¿no era la Coca-Cola más que agua con azúcar? Bueno, y cafeína, pero unos cuantos tragos de cafeína podían ser justo lo que aquel bebé necesitaba para despertarse.

Así que Ceese hizo lo único que tenía sentido. Apuró el resto de la Coca-Cola hasta que no quedó ni gota. Luego eructó con tanta fuerza que los ojos le picaron. Pero se sentía como un héroe.

Un héroe realmente estúpido, puesto que el único peligro que corría el bebé procedía del héroe mismo. Pero, eh, había tenido una mala idea y no la había puesto en práctica, ¿no era eso ser bueno? ¿Qué tenía de bueno no hacer cosas malas que ni siquiera pensabas? El pastor Sasquastch nunca se refería a que no puedas ser bueno a menos que tengas malos pensamientos. Pero lo contrario era también cierto, Ceese estaba seguro. Y estaba orgulloso de sí mismo, porque no paraba de tener malas ideas, pero no hacía nada por ponerlas en práctica. Bueno, casi nada.

Ceese se había ido levantando de vez en cuando durante la tarde. Recorría los pasillos con el bebé, en parte para que el culo no se le quedara dormido y sobre todo porque así tenía algo que hacer, y pocas cosas había más aburridas que estar allí sentado sosteniendo un bebé silencioso mientras se te dormían los brazos.

Sólo que cuando se levantó después de terminarse la Coca-Cola, no recorrió los pasillos. Ni se acercó a los ascensores. Se dirigió a la puerta con el cartel de «Salida» y la atravesó y se encontró en un rellano, con escaleras que subían y escaleras que bajaban.

En la barandilla había una abertura entre tramos de escaleras que llegaba hasta el fondo. No era muy ancha. Ceese calculó que si dejaba caer al bebé no llegaría directamente abajo, porque chocaría con una de aquellas barandillas y luego aterrizaría en las escaleras de hormigón en alguna parte en vez de estrellarse en el suelo del sótano.

¡No voy a dejar caer a este bebé!, se dijo Ceese. ¿Quién le había metido esa idea en la cabeza?

Podría
dejar al bebé en el escalón superior y darle un empujoncito y que rodara. Tal vez llegaría hasta el fondo, pero probablemente sería como cuando Ceese rodaba por una de las colinas del parque, que siempre se desviaba hasta que la cabeza acababa apuntando hacia abajo. El bebé probablemente haría eso y terminaría chocando de cabeza en las escaleras. Ceese podría decir que se le había caído. Nadie se enfadaría demasiado con él. No es que el bebé le perteneciera a nadie, y la gente suponía que los chicos eran torpes.

—¿Es eso lo que quieres hacer de verdad?

Ceese se estremeció. Al pie del siguiente tramo de escaleras, y subiendo hacia el rellano opuesto, había una mujer grande vestida de cuero negro y con un casco de motociclista.

—Te estoy hablando a ti, chico —dijo la motorista—. Te estoy preguntando si realmente quieres que ese bebé muera.

—No —dijo Ceese—. ¿Y de qué está hablando? ¿Quién es usted?

Ella se detuvo diez escalones por debajo de Ceese, la cabeza envuelta en la luz de la ventana.

—Te estoy diciendo que antes de matar a nadie hay que pensar con mucho cuidado. Porque cuando cambias de opinión, el otro sigue muerto.

—Yo no voy a matar a nadie.

—Me alegro de oírlo —dijo la motociclista—. Matar es una responsabilidad seria. Yo apenas lo hago, y es mi oficio.

Ceese no dudó ni por un minuto de que estaba diciendo la verdad.

Y entonces se le ocurrió.

—¿Es usted la madre de este niño?

—Un bebé como ése no tiene madre —dijo la motociclista—. Y menos mal. No traerá más que problemas, ¿sabes? Problemas oscuros para todos los que lo rodean. Dámelo a mí, y lo enviaré a casa.

—No.

—Puedes decir que una mujer de aspecto sexy vestida de cuero negro vino y te besó y no pudiste decirle que no.

¿Besarlo? ¿Ella iba a besarlo?

La mujer se echó a reír.

—O podrías decir que un alienígena de aspecto maligno con un casco espacial vino y se llevó al bebé al cielo en un ovni.

—Como si fueran a creérselo.

—Yo me aseguraría de que las enfermeras me vieran corriendo con el bebé. Te creerían. No estoy aquí para causarte problemas. Estoy aquí para salvarte de un montón de tristeza y pesar.

—Es usted una de esas locas que roban a los bebés de otras de los hospitales porque no pueden tener hijos propios.

—Podría tener un centenar de bebés si quisiera —respondió ella—. ¿Quieres que tenga un bebé tuyo? ¿Tan ansioso estás por ser padre?

Ella casi había terminado de subir los escalones y él ni siquiera se había dado cuenta de que lo hacía. Todo lo que tenía que hacer era quedarse allí, y ella vendría y le arrebataría el bebé de los brazos.

Durante un momento, eso le pareció lo más natural del mundo.

Entonces supo que era lo más terrible que había pensado jamás. Porque si ella alguna vez llegaba a controlar a ese bebé, tiraría su cuerpecito por la tubería del parque y nunca volvería a verlo nadie. Tal vez ésa había sido su voluntad desde el principio y el motivo por el que no lo había hecho era porque él había encontrado al bebé y se lo había llevado.

—Yo he salvado a este bebé —dijo Ceese—. No quiero que muera.

—¿No? —preguntó ella—. ¿Ni siquiera sientes un poco de curiosidad por ver cómo la vida se escapa de algo?

Ella se hallaba dos escalones por debajo, la cabeza casi a la altura de la suya, y si quería quitarle el bebé sólo tenía que extender los brazos. Pero no lo hizo.

—No me gusta usted —dijo Ceese.

—No le gusto a nadie. Es una vida solitaria, ser demasiado perfecta para el mundo.

Y en ese momento, el bebé empezó a hacer ruiditos. No lloraba. Emitía ruiditos borboteantes. Como si intentara hablarles.

—Excepto a este bebé —dijo la mujer—. Le gusto. Me conoce.

—Es usted su madre.

—Tal vez soy su novia, ¿se te ha ocurrido pensarlo? O tal vez él es mi padre. Nunca se sabe cómo va a encajar la gente en este mundo. Dámelo, Cecil. Tu madre te diría que lo hicieras.

Él quería hacerlo. Podía sentir el ansia por entregarle el bebé surgiendo dentro de sí como la esperanza. Y, sin embargo, sabía que estaba mal, que entregar al bebé implicaría su muerte.

—No lo haré —dijo—. No te preocupes.

—No estaba preocupada—dijo ella—. Sólo esperaba que lo hicieras.

—Le estaba hablando al bebé. No voy a dejar que se lo quede.

La puerta situada tras él se abrió. Era una de las enfermeras de neonatal.

—¿Con quién estás hablando? —preguntó.

«Con ella», estuvo a punto de decir Ceese, pero cuando se dio media vuelta la motociclista ya no estaba en el segundo escalón. Durante un instante pensó que se había marchado del todo, pero entonces miró hacia abajo y la vio al pie del siguiente tramo de escaleras, donde podría marcharse antes de que la enfermera pudiera asomarse si él le decía que fuera a mirar.

—Hablaba con el bebé —respondió en cambio Ceese.

—Es peligroso estar junto a la escalera —dijo la enfermera—. ¿Y si se te cae?

Bajo él, la motociclista extendió los brazos. Pero a pesar de sus promesas, Ceese sabía que si le arrojaba al bebé, daría un paso atrás y dejaría que el bebé chocara contra los escalones y rociara sus sesos por todas partes, y ella se marcharía y todos pensarían que él se había vuelto loco y matado al niño y lo encerrarían hasta que admitiera que no había habido nunca ninguna motociclista con los brazos extendidos.

—No se me caerá —dijo Ceese.

—De todas formas, apártate.

—Claro. Sólo quería mirar por la ventana.

—Todo lo que hay ahí fuera es el aparcamiento y un montón de asfalto enfriándose en la oscuridad —dijo la enfermera—. ¿Quieres otra Coca-Cola?

Sí que quería otra. Así podría dársela al bebé.

—No, gracias.

¿Era así para todo el mundo? ¿No paraban de pensar en maneras de envenenar o soltar o matar de otro modo a sus bebés?

No es mi bebé, se recordó. No es mío en absoluto. Pero eso significa que tampoco es mío para que le haga daño. No es mío para entregárselo a ninguna motociclista. No es mío para matarlo.

Se pertenece a sí mismo, y eso es todo. Y nadie tiene derecho a robarle su futuro.

¿Estoy loco al pensar en formas de que este bebé muera? ¿Había de verdad una motociclista en aquellas escaleras? ¿Cómo ha sabido que me llamo Cecil? Me ha llamado Cecil y no ha hecho ningún ruido mientras bajaba todos esos escalones en un par de segundos cuando le he dado la espalda.

Se sentó en el banco que había entre los ascensores para descanso del personal. Cuando Miz Smitcher se le acercó y lo despertó, el bebé seguía en sus brazos, y todavía vivía. Y naturalmente, aunque había una señora distinta en el mostrador con montones de cosas para firmar cuando se acercaron a él, nadie le dio permiso a Miz Smitcher para ingresar al bebé en el hospital. Tenía que llevárselo a casa.

—Muy bien —dijo Miz Smitcher—, si voy a ser su madre adoptiva, voy a ponerle nombre.

—Bien podría —dijo la nueva señora del mostrador—. Hay que llamarlo de alguna manera.

—Mack —dijo ella.

—¿Nombre o apellido? —preguntó la señora del mostrador, dispuesta a escribir algo en un impreso.

—Nombre.

—¿Abreviatura de algo?

—Ése es el nombre completo. El nombre de pila completo.

—¿Y el apellido es Smitcher?

—Ni hablar —respondió Miz Smitcher—. Ya es bastante malo tener que llevar yo el apellido de Willie Joe, no voy a imponérselo a un pobre bebé que con un poco de suerte no lo conocerá nunca. Se apellida Street, que es mi apellido de soltera. El apellido de mis padres.

—Mack Street —dijo la señora del mostrador.

—¿Ya está? —preguntó Miz Smitcher—. ¿No necesito permiso?

—Hay países donde no se le puede poner nombre a los bebés sin la aprobación del Gobierno, pero aquí no hace falta más que elegir un nombre.

—¿Y si este bebé tenía ya un nombre?

—La persona que le puso nombre fue y lo dejó tirado en medio del campo. Apuesto a que no hay ningún certificado de nacimiento. El médico dijo que todavía estaba manchado de líquido amniótico. Nació y lo dejaron en la hierba y eso fue todo. Así que éste es el primer nombre que ha tenido, seguro.

Miz Smitcher se volvió hacia Ceese.

—¿Qué te parece? ¿Mack Street está bien?

—Mack es un nombre guai —dijo Ceese—. Mejor que LeRoy o Raymo.

—En eso estoy de acuerdo contigo.

—Mucho mejor que Cecil.

—Cecil es un buen nombre —dijo Miz Smitcher—. Todos los Cecil que he conocido eran buena gente.

En absoluto. No lo dirías si supieras las cosas raras que me están pasando por la
cabeza
esta tarde.

—Pero ya tenemos a un Cecil en el barrio —dijo Miz Smitcher—. Que yo recuerde, no hay ningún otro Mack.

—Mack Street es un buen nombre —dijo Ceese.

Y eso decidieron. Firmaron los papeles. Y en unos pocos minutos Ceese estaba sentado en el coche junto a Miz Smitcher, sosteniendo en brazos al pequeño Mack Street.

Cuando volvían a casa se pasaron por un Kmart, donde Miz Smitcher compró una sillita para el coche y unas latas de leche de continuación y unos cuantos biberones y ropita para bebé y pañales desechables.

—Estúpido despilfarro de dinero cuando el bebé va a irse a vivir con otra gente dentro de un par de días —dijo.

—Pues entonces quédeselo.

—¿Qué dices?

—Nada.

—Sé lo que has dicho.

—Entonces, ¿para qué lo pregunta?

—Quería ver si tenías agallas para decirlo dos veces.

—Quédeselo —dijo Ceese—. Sabe que lo quiere.

—Que tú lo quieras no significa que lo quiera todo el mundo. Es un bebé feo, de todas formas, ¿no te parece?

Ceese se la quedó mirando mientras ella instalaba la sillita. Cuando terminó, sudaba.

—Ahora dámelo —dijo.

Ceese le tendió el bebé.

—Más problemas de lo que vales, eso es lo que eres —le canturreó ella al bebé-—. He gastado todos mis ahorros sólo en tener comida que meter por un extremo para que salga por el otro.

Ceese recorrió con la vista el aparcamiento. Bajo las brillantes farolas había un vagabundo de pie, en la acera, mirándolo, o al menos mirando hacia el Kmart.

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