Coprocefálico
A Ura Lee le irritaba la manera en que la gente daba por sentado siempre que, puesto que era enfermera, ella resolvería sus problemas. ¿Que te encuentras a un bebé en el parque? ¡Bueno, llévaselo a la enfermera! No importa que no haya tenido un hijo en la vida y que nunca haya trabajado con recién nacidos.
Las únicas personas a las que he cambiado los pañales eran enfermos de Alzheimer y víctimas de infarto. Madeline Tucker, ella sí que ha criado a cuatro hijos, ha convertido el cambiar pañales en una ciencia, por no mencionar el bañar a los bebés y darles de comer. Tiene coche en casa y ningún trabajo al que llegar tarde, y es su hijo el que encontró al bebé. Pero ni se le pasa por la cabeza llevar ella misma al bebé al hospital, ¿verdad? Porque Ura Lee es enfermera, así que es su trabajo.
—Abróchate el cinturón —le dijo a Ceese.
Como él no le obedeció, lo miró con mala cara. Ceese movía la cabeza y los hombros de una manera extraña. Por fin ella se dio cuenta de que estaba intentando meter la cabeza por la cinta para el hombro.
—Usa las manos, niño, ¿o crees que Dios te las pegó en los extremos de los brazos para que pudieras contar hasta diez sin perderte?
—¡Estoy sujetando al bebé! —protestó Ceese.
—Tu
regazo
está sujetando al bebé —dijo Ura Lee—. Usa la cabeza.
—Lo estaba haciendo —murmuró Ceese mientras soltaba al bebé y se pasaba el cinturón por la cintura.
Naturalmente, la cabeza del bebé se inclinó hacia delante y quedó colgando como fruta de un árbol. Ura Lee tendió una mano y se la sujetó.
—No le sueltes la cabeza, ¿quieres romperle el cuello?
—Ha dicho usted... yo sólo estaba...
—¿Que has estado haciendo con Raymo? ¿Fumando algo que te ha vuelto estúpido?
—No —contestó Ceese, enfadado—. Ya soy estúpido sin fumar hierba.
Al principio ella pensó que estaba siendo contestón y estuvo a punto de darle una bofetada, pero entonces vio que los ojos le brillaban y se le ocurrió que tal vez habían llamado estúpido a ese chico demasiadas veces.
Abrochado el cinturón, Ceese colocó la mano bajo la cabeza del bebé y ella pudo arrancar el coche. Salió marcha atrás del garaje, luego llegó a Burnside, después se dirigió a Coliseum y a La Ciénega. Condujo despacio, porque no estaba segura de que el chaval supiera sujetar bien al bebé. Parecía que ponía tanto cuidado en sujetarlo que no era capaz de hacerlo bien.
—¿Seguro que no tienes ni idea de dónde sale ese niño? —preguntó.
—Sé exactamente de dónde sale —dijo Ceese fríamente.
—Muy bien, pues. ¿Quién es la madre?
—¿Cómo voy a saberlo?
—Has dicho...
—Nos pusieron una película en clase —refunfuñó Ceese—. Pero no nos dijeron cómo descubrir quién es la madre de un bebé desnudo y cubierto de hormigas que te encuentras en la hierba junto a una vieja tubería oxidada. Supongo que eso sólo se lo enseñan a las enfermeras.
Bueno, ésa era una reacción interesante. Parecía que el joven Tucker no se dejaba avasallar por nadie. Tal vez el chico podía hacer algo más que seguir los pasos de Raymo Vine.
En un semáforo, ella metió la mano en el bolso, sacó su teléfono móvil y llamó al trabajo para decir que llegaba tarde porque tenía que entregar a un bebé en Urgencias. Lo estaba explicando por segunda vez al supervisor, quien parecía creer que Ura Lee era tan estúpida que ésa era la clase de excusa que se inventaba por llegar tarde al trabajo, cuando se dio cuenta de que el coche que tenía delante frenaba de pronto. Pisó el freno y vio al bebé volar de los brazos de Ceese. Golpeó el salpicadero (con el culo desnudo, afortunadamente, no con la cabeza) y cayó al suelo como una piedra.
El bebé se quedó allí, silencioso. Sin llorar, sin gemir, sin soltar un gritito siquiera.
—¡Dios tenga piedad de ti, chico, si has matado a ese bebé!
—¿Por qué ha frenado tan bruscamente? —le gritó Ceese.
—¿Y qué querías que hiciera, pequeño coprocefálico bocazas? ¿Que chocara contra el coche que tengo delante?
—Respira—dijo Ceese—. Hay tantos envoltorios de McDonald's en el suelo que probablemente le han salvado la vida.
—¿Ahora estás criticando cómo cuido de mi coche?
—¡No, estoy intentando comprender por qué me ha llamado cabeza de mierda cuando es usted quien ha pisado el freno sin avisar!
—¡No podía hacer desaparecer el coche de delante!
—Y yo no pude impedir que la ley de la inercia me arrancara al bebé de los brazos —dijo Ceese—. ¿Por qué me grita?
Era una pregunta para la que Ura Lee no tenía ninguna respuesta racional.
—Porque tú estás aquí y yo estoy cabreada —dijo—. ¿Vas a recoger a ese bebé o lo usarás como reposapiés?
Él se agachó y lo recogió. Torpemente, pero es que recoger a bebés del suelo de los coches no es algo que la gente suela hacer. El bebé siguió sin emitir ningún sonido. No había emitido un solo sonido en todo el tiempo, ni antes ni después de caer al suelo.
Ceese acarició al bebé. Le murmuró:
—¿Estás bien?
No era descuidado con el crío. Ella lo había juzgado mal.
—Lamento haberte gritado —dijo. Él no la miró—. Estaba molesta y la he tomado contigo.
—No importa —murmuró él, tan suave que apenas pudo oírlo.
—¿Así es como aceptas una disculpa?
—No lo sé —respondió él—. Nunca se ha disculpado antes nadie conmigo.
—Oh, venga ya, eso es una tontería.
—Lo siento.
Pero claro, él era el más joven y sólo tenía hermanos, y Ura Lee no veía a Madeline ni a Winston disculpándose con su hijo.
—¿Es cierto eso? —preguntó—. ¿Nadie te ha dicho nunca que lo siente?
—Claro. Mis hermanos. Constantemente. Uno me golpea en la cabeza y dice: «Lo siento.» Otro pasa por mi lado y me empuja contra la pared y dice: «Lo siento.»
—Capto la idea —dijo Ura Lee.
—Uno se me acerca cuando estoy jugando con un amigo y me baja los pantalones, con calzoncillos y todo, y me atiza allá donde más duele, y cuando estoy llorando y mi amigo se marcha corriendo a casa me dice: «Lo siento, Cecil.»
—Bueno, tu vida es una larga pesadilla —dijo Ura Lee, pensando que tal vez estuviera exagerando.
—Desde luego.
—¿Qué has dicho?
—Desde luego,
señora
—dijo Ceese, más fuerte esta vez.
Y Ura Lee soltó una carcajada. Aquel chico tenía algo. O tal vez sostener a un bebé en brazos le hacía sentirse como un adulto. Y por eso podía darlas además de tomarlas.
—¿Así es tener hermanos? —le preguntó.
—Así es tener a
mis
hermanos.
—Pero si tuvieras un hermano pequeño, ¿no lo tratarías igual?
Ceese dejó escapar una risita.
—Miz Smitcher, yo sería el mejor hermano que podría tener ningún niño. Pero ni de coña va a dejar mi madre que me quede con este bebé, así que puede olvidarlo.
Ura Lee no estaba pensando en eso. Ni se le había pasado por la cabeza. Pero ahora que lo pensaba, no podía imaginar por qué le había dicho aquello. ¿Cómo iba a tener un hermano pequeño?
Naturalmente, si ella se quedara al niño entonces Ceese sería el vecino de al lado. No es que fueran a jugar mucho juntos. Pero cuando aquel bebé creciera tendría a Ceese cerca como ejemplo de chico decente. Una especie de protector, tal vez. ¿No era eso lo que Ceese era ya? ¿El protector de aquel bebé?
Dejó el coche en el aparcamiento del hospital. Durante un momento pensó en llevar al bebé directamente a Urgencias, pero en ese caso iba a tener que ir más tarde a mover el coche, y no podía decirse que el bebé se estuviera ahogando o tuviera dificultades respiratorias o diarrea. Era un recién nacido desnudo y sucio, a menos que los médicos le encontraran algo que no se notaba a simple vista.
Lleva al cachorrillo al veterinario, que lo examine para asegurarse de que no tiene parásitos ni moquillo, y te lo llevas a casa y
voila!
¡Ya tienes tu mascota!
¿En qué
demonios
estaba pensando? ¿Quedarse con el niño? ¿Cómo iba a cuidar a un niño encerrada en un manicomio? Porque quedarse con un bebé perdido sería prueba segura de que había perdido la chaveta.
—No salgas del coche todavía —le dijo a Ceese cuando detuvo el automóvil en la plaza de aparcamiento—. Deja que dé la vuelta y me lo das.
—¿Cómo voy a volver a casa? —preguntó Ceese.
Ella cerró su puerta, dio la vuelta al coche y abrió la de él. Cuando recogía al bebé, respondió a su pregunta.
—Te daré dinero para el autobús.
—No conozco la ruta del autobús.
—Entonces yo te la diré.
—¿Y si me bajo en la parada equivocada?
—Ahí va una idea: no te bajes en la parada equivocada.
El bajó del coche y la siguió hasta Urgencias.
—¿Por qué no puedo quedarme aquí?
—Porque esto es un hospital donde la gente trabaja y no hay nadie para cuidarte.
—Podría trabajar. Sé limpiar cosas. Siempre ayudo a mamá en casa.
—No sabes cómo se limpia un hospital, niño —dijo Ura Lee—. Y a la gente le pagan por hacer eso.
—¿No tienen revistas? ¿Como en la consulta de mi médico? Puedo leer revistas.
A ella se le ocurrió que tal vez aquel chaval estaba realmente unido al bebé que había encontrado.
O quizás estaba simplemente aburrido de la vida en verano y había pensado que estar en un hospital era mejor que subir andando hasta Cloverdale para bajar en monopatín.
—Voy a decirte una cosa —dijo Ura Lee—. Van a enterrarme en papeleo durante una hora como mínimo. Así que ya he perdido la mitad de mi turno de todas formas. Te llevaré a casa. Cuando haya ingresado a este bebé.
—Guai —-dijo Ceese.
Ella estaba a punto de soltarle una larga lista de advertencias para que no hablara ni fuera curioseando ni tocando cosas ni abriera cajones ni armarios ni nada de eso, no fuera a ser que alguien pensara que estaba buscando drogas. Pero antes de empezar recordó que se trataba de un buen chico. Tienes que darle una oportunidad de demostrar que es un delincuente idiota antes de tratarlo como a tal.
Ese chico conocía las leyes del movimiento de Newton, lo cual significaba que tal vez prestaba atención en el colegio. ¡Bill Cosby estaría orgulloso de este chaval!
Más que eso, Ceese comprendía que
coprocefálico
significaba
cabeza de mierda.
Eso le hacía tan listo que casi daba miedo.
Iba a tener que vigilar a ese chico.
Bebé Mack
De lo que Miz Smitcher hablaba con la gente del mostrador era todo cosa de adultos. Mientras tanto, allí se quedó sentado Ceese, con el bebé en el regazo.
El crío llevaba un pañal que le habían puesto después de bañarlo. Lo había hecho la propia Miz Smitcher, en un par de centímetros de agua, sin frotar demasiado pero quitando todas las manchas y la suciedad del niño, y luego lo había lavado entero, hasta la pilila. Ceese se había quedado cortado al principio y Miz Smitcher se había dado cuenta seguramente, porque dijo:
—Mientras no sea la tuya la que esté lavando, no hay nada de lo que avergonzarse.
Cosa que lo avergonzó más de lo que ya estaba: eso era lo que ella pretendía, seguro. Pero no se marchó, y se quedó mirando hasta que le hubieron puesto el pañal. Ceese nunca había visto poner uno porque era el bebé de la familia. Parecía bastante fácil. Así lo dijo.
—Eso es porque tienen estas pequeñas pegatinas a los lados —dijo Miz Smitcher—. No hace mucho los pañales eran de tela y había que sujetarlos con un imperdible con cuidado para no pinchar al niño ni pincharte, porque entonces había gritos y llantos como no puedes imaginarte. Y cuando el pañal estaba todo lleno de heces y empapado de orines, había que llevarlo al lavabo y limpiarlo y luego meterlo en la lavadora. Hasta los codos en pipí y caca, eso era tener un bebé en los viejos tiempos. Hasta hace unos treinta años.
—Tío —dijo Ceese—. ¿Entonces les daban biberón a los niños o ya habían inventado la teta?
Oh, la mirada que ella le dirigió. Pero él vio por la manera en que fruncía los labios para no sonreír que no estaba cabreada de verdad.
Y cuando el bebé estuvo limpio y con el pañal puesto y con una camisita que parecía ropa de muñeca, allá que volvió a los brazos de Ceese mientras Miz Smitcher se encargaba del papeleo para entregarlo a la custodia estatal.
Ceese no podía escuchar gran cosa desde donde estaba, pero veía que Miz Smitcher se iba enfadando poco a poco. No sólo eso, sino que alguien bajó de donde se suponía que Miz Smitcher tenía que estar trabajando tres veces para decir que la necesitaban allá arriba
ahora mismo.
Así que él se levantó y se le acercó, con el bebé en brazos.
—Miz Smitcher, puedo quedarme aquí todo el día si llama a mi madre y le dice que estoy con usted. Así podrá trabajar y luego ellos podrán acabar todo el papeleo y podremos llevarnos el bebé a casa.
Miz Smitcher lo miró como si estuviera loco.
—No voy a llevarme al bebé a mi casa.
—Encontrarán un hogar de acogida en unos cuantos días, pero lleva tiempo —dijo la mujer del mostrador.
—Entonces el bebé se quedará aquí, en la unidad neonatal —dijo Miz Smitcher.
—Pero no está enfermo ni ha nacido aquí, así que como le he dicho, Ura Lee, es imposible de todas todas que el hospital vaya a admitir al bebé, ¿quién lo va a pagar?
—¡Yo!
—Pues si va a pagar la factura del hospital por cuidar al bebé —dijo la mujer del mostrador—, ¿por qué no se lo lleva a casa y deja que este chico lo cuide por usted? Hasta que encuentren un hogar de acogida para la nena.
—Para el nene —dijo Ceese.
—¿Qué?
—Es un niño, no una niña.
—El bebé no entiende una palabra de lo que estoy diciendo, así que no le he ofendido con la equivocación —dijo la señora del mostrador.
—Es un niño —insistió Ceese—. Está vivo. Yo lo encontré.
La señora del mostrador arrugó los labios y miró los papeles.
Miz Smitcher le dio un golpecito en el brazo, pero no tan fuerte como para hacerle daño. Ceese la miró. Ella estaba haciendo todo lo posible por no hacer una mueca.
—Me parece que este testarudo jovencito le ha ofrecido la mejor solución —dijo la señora del mostrador—. Bien podría pagarle su parte del día, y parece bastante tranquilo.
—Hay que dar de comer al bebé —dijo Miz Smitcher.