—Discriminación positiva —dijo Byron, aunque no era cierto. Era lo que siempre les decía a los otros profesores cuando le hacían ese tipo de preguntas. Ni siquiera era ya un chiste, sino sólo una costumbre, porque era divertido ver a los profesores blancos mirarlo sin tener ni idea de qué tenían que responder cuando un negro decía algo así. Podía ver sus cerebros sopesar las alternativas una y otra vez: ¿Está bromeando o lo dice en serio? ¿Es del partido Republicano o cree que
yo
lo soy? ¿Se está burlando de mí o de sí mismo? ¿O de los liberales? ¿O de la discriminación positiva? ¿Qué puedo decir que no me haga parecer racista o un hipócrita políticamente correcto?
Pero el Hombre de las Bolsas se limitó a sonreír y sacudió la cabeza.
—Yo le hablo de la madre de su madre y de cómo le ama, y usted va y me responde con un chiste. Pero da igual. No retiro ninguna bendición una vez la he dado.
—Gracias por su bendición, señor —dijo Byron—. Y por la bendición de mi abuela también.
—Vaya, mira que es amable. Ahora váyase a casa y cene con esa dulce esposa embarazada suya. Yo estaré bien aquí.
Así que Nadine estaba embarazada... ¡y ni siquiera se lo había dicho! Típico de ella, guardar un secreto así.
Byron vio al Hombre de las Bolsas caminar hasta la verja de mallas y abrir la puerta y pasar al prado. Entonces supo que no debía mirar más. Cerró la puerta y regresó al lado del conductor y subió al coche.
Ni dos minutos más tarde atravesaba la verja eléctrica del camino de acceso a su casa y esperaba a que la puerta del garaje se abriera. El coche de Nadine estaba allí y Byron se sintió feliz de verlo.
Y entonces, de repente, todo brotó, y la furia que había parecido tan lejana unos instantes antes estalló. Golpeó el volante con las palmas abiertas hasta que le dolieron las manos.
—¿Qué me ha hecho? ¿Qué me ha hecho? —dijo una y otra vez mientras pensaba en el hombre subiendo a su coche como si tuviera derecho a ello y en la manera en que le había obligado a hacer y decir cosas. ¡Le había hecho comprarle bombones de See's! ¡Había dicho que Nadine estaba embarazada y lo había creído! ¿Era hipnotizador el Hombre de las Bolsas? En el momento en que Byron había apartado la mirada de aquella motociclista, ¿había sido entonces cuando el Hombre de las Bolsas lo
había,
mirado a los ojos y lo había hipnotizado sin que él se diera cuenta siquiera?
Si lo vuelvo a ver de nuevo lo atropellaré aunque me metan en la cárcel por ello. Nadie debería tener un poder así sobre otro ser viviente.
Word, su hijo de diez años (llamado así en honor a Wordsworth), salió de la casa y corrió a la ventanilla del coche. El niño no parecía entusiasmado, sino preocupado.
Byron apagó el motor y abrió la puerta.
—Papá, a mamá le pasa algo. Está enferma.
—Muy bien, ya voy. —Byron se encaminó hacia la casa. Entonces se detuvo y miró a Word—. Hijo, ¿quieres recoger la cena del asiento de atrás?
—Claro —dijo Word—. Ahora mismo.
Y sin una palabra de discusión el niño fue a recoger las bolsas de I Cugini. Fue entonces cuando Byron se dio cuenta de que, fuera lo que fuese lo que le pasaba a Nadine, Word pensaba que era serio.
Su mujer estaba en el dormitorio y cuando él llamó a la puerta dijo:
—Márchate.
—Soy yo —dijo Byron.
—Pasa.
Él abrió la puerta.
Nadine estaba tumbada de espaldas en la cama, desnuda, respirando entrecortadamente. ¿O estaba llorando? Las dos cosas. Sollozos entrecortados.
No sólo estaba embarazada. Estaba más gorda de lo que la había visto jamás con ninguno de los otros niños.
—¿By, qué me está pasando? —dijo Parecía frenética, pero mantenía la voz baja—. He empezado a hincharme. Hace una hora. He vuelto a casa del trabajo y he tenido que quitarme la ropa. Estaba estrangulando al bebé: eso ha sido lo que me ha dado por pensar. Sólo que no estoy embarazada, By.
Él se sentó en el filo de la cama y le palpó el vientre. La piel estaba tensa, como si estuviera en el punto culminante de un embarazo, haciendo asomar por completo su ombligo.
—Desde luego que pareces embarazada —dijo Byron. Y entonces, sin pensar, farfulló—: Ese hijo de puta.
—¿Quién? ¿De qué estás hablando?
—Ha dicho que estabas embarazada. Te ha llamado mi esposa embarazada.
—¿Quién? ¿Quién, quién, quién, quién?
—No sé quién. Un vagabundo. Lo he llevado en el coche. Lo he traído hasta aquí en el coche.
—¿Has dejado que un vagabundo entrara en nuestra casa?
—En casa no. Lo he dejado en la curva. Pero ha sido una locura. He hecho cuanto ha querido.
Quería
hacerlo. Él me ha
obligado
a quererlo. Creo que me ha hipnotizado.
—Bueno, pues esto no es hipnosis —dijo Nadine—. Duele, By.
—Entonces su cuerpo se tensó—. ¡Dios misericordioso, haz que pare!
Byron advirtió que tenía la mano fría y mojada.
—Nena, creo que acabas de romper aguas.
—¿Qué aguas? —susurró ella—.
¡No estoy embarazada!
Pero tenía las piernas abiertas y cuando miró pudo ver un bebé asomando, la cabeza empujando para pasar por su cérvix completamente dilatado.
—Tranquila, nena, y empuja esta cosa.
—¡Qué cosa!
—Parece un bebé —dijo Byron—. Sé que es imposible, pero no puedo mentir ante lo que veo.
—No es un bebé —dijo Nadine mientras jadeaba—. Sea lo que sea, no es un bebé. Los bebés. No. Vienen. Tan. Rápido.
Pero ése sí que lo hacía. Como si reventara una espinilla, de repente se deslizó hacia las manos de Byron. Un niño. Más pequeño que ninguno de sus otros hijos reales.
No es que aquel bebé no pareciera real. Tenía los brazos y las piernas y los dedos y la
cabeza
de un bebé genuino, y estaba resbaladizo y manchado de sangre.
—Muy amable por su parte permitirte parirlo sin una episiotomía —dijo Byron.
—¿Qué? —jadeó Nadine, mientras su cuerpo se estremecía para expulsar la placenta. La cama estaba empapada de sangre.
—No te ha desgarrado. Al salir.
—¿Qué?
—Tengo que cortar. El cordón. ¿Dónde están las tijeras? No quiero tener que ir hasta la cocina, ¿no tienes tijeras aquí?
—Las tijeras de coser están en el costurero del armario.
La placenta se desparramó por la cama y Nadine gimió un par de veces y se quedó dormida. No, cayó
inconsciente,
ése era el término adecuado.
Byron abrió el costurero y sacó las tijeras y luego vaciló mientras trataba de decidir qué color de hilo usar. Hasta que finalmente se dio cuenta de que el color no importaba. Era una locura incluso preocuparse por eso. Pero ¿qué había de cuerdo en todo aquello? ¿En una mujer que no estaba embarazada por la mañana y daba a luz antes de cenar?
Ató el cordón umbilical y luego volvió a atarlo, y entre los dos hilos cortó la esponjosa carne. Fue como cortar pellejo de pavo crudo.
Sólo cuando terminó se dio cuenta de que algo iba mal. El bebé no había emitido ni un solo sonido.
Yacía de espaldas en un charco de sangre, en la cama, sin llorar, sin moverse.
—Está muerto —susurró Byron.
Bueno, ¿y qué esperaba?
¿Cómo le explicarían aquello a la policía? «No, no sabíamos que mi esposa estaba embarazada. No, no tuvimos tiempo de llegar al hospital.»
Y algo más. Nadine todavía tenía las piernas abiertas y estaba manchada de sangre, pero su vientre ya no estaba hinchado. Tenía el estómago plano de una mujer que hace su tabla gimnástica a conciencia. No había ninguna indicación de que unos momentos antes estuviera preñada de ocho meses de aquel bebé muerto.
Llamaron a la puerta.
—¿Qué?
—Un hombre quiere verte —dijo Word.
—No puedo ver a nadie ahora mismo, Word.
La puerta se abrió y Byron se movió rápidamente para ocultar el cuerpo desnudo de su esposa. Pero no era Word. Era el Hombre de las Bolsas.
—Usted —dijo Byron—. Hijo de puta. ¿Qué le ha hecho a mi esposa?
—¿Ya salió el bebé? Ha sido rápido. —Parecía tremendamente feliz.
—Tengo una noticia para usted —dijo Byron—. El bebé está muerto. Así que sea lo que sea lo que nos está haciendo, la ha cagado. No funcionó.
El Hombre de las Bolsas tan sólo sacudió la cabeza y sonrió. Byron odió aquella sonrisa. Aquel hombre prácticamente lo había secuestrado en el coche esa noche, y de algún modo había hecho que le
gustara.
Bueno, ya no le gustaba. Quería arrojarlo contra la pared. Derribarlo y darle patadas en la cabeza.
En cambio, vio cómo el Hombre de las Bolsas pasaba junto a él y recogía al bebé.
—Mírelo —dijo el Hombre de las Bolsas—. ¿No es precioso?
—Ya se lo he dicho. Está muerto.
—No sea tonto. Un bebé como éste no puede morir. ¿Cómo puede morir? No está vivo todavía. No se puede morir a menos que se haya estado vivo, idiota.
El Hombre de las Bolsas alzó al bebé en un brazo como si fuera un balón de fútbol, mientras abría con la otra mano la bolsa de plástico de la compra. Entonces metió al bebé en la bolsa. Encajó bien, con las piernas encogidas como debía de haberlas tenido dentro del vientre. Ésa fue la primera vez en que a Byron se le ocurrió que aquellas bolsas de la compra tenían exactamente el tamaño de un vientre. Se preguntó si por eso decidían qué tamaño darles.
—Se asfixiará dentro de esa bolsa —dijo Byron.
—No te puedes asfixiar si no respiras —respondió el Hombre de las Bolsas alegremente—. Eres un poco lento, ¿no, Byron? Además, nadie se asfixia dentro de mis bolsas. —Miró el cuerpo desnudo e inconsciente de Nadine y Byron lo odió.
— ¿Por qué no lo mato ahora mismo?
— ¿Por mirar a tu esposa desnuda?
—Por ponerle dentro ese bebé muerto.
—Yo no lo he hecho —dijo el Hombre de las Bolsas—. ¿Crees que tengo el poder para hacer eso? Cáete muerto, idiota, ése no es mi estilo. —Sonrió cuando lo dijo, pero esta vez Byron se negó a dejarse aplacar.
—Salga de mi casa.
—Es lo que pensaba hacer —dijo el Hombre de las Bolsas—. Pero primero tengo una pregunta para ti.
—Márchese.
— ¿Quieres olvidar esto o recordarlo?
—Nunca voy a olvidarlo a usted ni lo que hizo. Si vuelvo a verlo en la calle, lo atropellaré.
—Oh, no te preocupes, no me vas a volver a ver, no durante mucho tiempo, al menos. Pero adelante, atropéllame si puedes.
—Le he dicho que se marche.
—Entonces... Uno para recordar, el resto para no recordar —dijo el Hombre de las Bolsas—. Su pedido estará listo en un minuto, señor. El Hombre de las Bolsas le hizo un guiño y salió por la puerta, llevándose al recién nacido muerto dentro de la bolsa de plástico.
¿Es de ahí de donde salen todos esos bebés que encuentran en la basura? ¿No son chicas adolescentes embarazadas, después de todo?
Y todas aquellas mujeres gordísimas que daban a luz sin saber siquiera que estaban embarazadas. Nadine había dicho una vez: «¿Cómo pueden no saberlo?» Bueno, ¿y si era así? ¿Y si algún viejo hechicero lo hacía?
O tal vez era realmente hipnosis. Tal vez nada de esto ha sucedido. Tal vez cuando me despierte resultará que no es real.
Pero cuando tocó las sábanas, estaban mojadas de sangre y líquido amniótico.
Despertó a Nadine lo suficiente para que se moviera mientras retiraba las mantas y el cobertor de debajo. Como temía, había calado el colchón. Nunca iba a poder limpiarlo. Tendrían que comprar un colchón nuevo.
¿Y las sábanas? No iban a ir a la lavandería. Sacó una bolsa de basura del mueble de debajo del fregadero y metió dentro la sábana y el cobertor.
Mientras entraba en el dormitorio, Nadine pasó a su lado, camino del cuarto de baño.
—Es buena idea —murmuró.
— ¿Qué? —preguntó Byron—. En cuanto ponga sábanas limpias podrás volver a...
—Lavar las sábanas. Hora de lavar las sábanas —dijo ella—. ¿Has traído la cena?
—De I Cugini, como pediste —dijo él. ¿Cómo podía estar tan tranquila?
—Mmm. —dijo—. Voy a darme una ducha, By. Cenaremos cuando salga.
No se acordaba. No tenía ni idea de que nada de aquello había sucedido.
—Has estado muy bien, cariño —dijo ella.
Cree que hemos hecho el amor, pensó Byron.
Bueno, si una mujer podía dar a luz, quedarse dormida y despertarse cinco minutos más tarde pensando que había disfrutado de una magnífica sesión de sexo, eso era algún tipo de hipnotismo, seguro.
Si había sucedido.
Tengo la sábana ensangrentada dentro de esta bolsa, se dijo, impaciente.
Abrió la bolsa de la basura sólo para asegurarse. Todo ensangrentado, sí. Y mojado. Y viscoso. Un desastre.
Oyó la ducha. Ató de nuevo la bolsa, la sacó de la habitación y cruzó la cocina camino del contenedor de basura del garaje.
—Papá —dijo Andrea, la segunda—. ¿Está bien mamá?
—Está bien —respondió Byron—. Anda un poco mal del estómago, pero ya se siente mejor.
—¿Ha vomitado? —preguntó Danielle, de siete años—. Siempre me siento mejor si estoy mala y vomito. No mientras lo hago, sino después.
—No sé si ha vomitado —dijo Byron—. Está en el cuarto de baño con la puerta cerrada.
—Vomitar es asqueroso —dijo Danielle.
—No tan asqueroso como lamerlo después —dijo Word.
Byron no le dijo que se callara. Las niñas empezaron a decir asqueroso, repugnante, tienes la misma gracia que una babosa muerta: lo típico de las conversaciones entre hermanos. Byron sólo quería llegar al contenedor y enterrar la bolsa con las sábanas manchadas y el cobertor lo más hondo posible.
¿Qué iba a hacer el viejo con aquel bebé muerto? ¿De qué iba todo aquello? ¿Por qué nos ha escogido a nosotros ese médico, brujo o lo que sea?
Regresó y se lavó las manos con jabón bactericida tres
veces
y ni siquiera entonces se sintió limpio.
—La comida no está muy caliente —dijo Andrea—. ¿La metemos en el microondas?
—Las ensaladas no.
Andrea puso los ojos en blanco. Él la oyó murmurar mientras calentaba los platos.
—No soy tonta, no tienes que decirme que no caliente las ensaladas, sé que la lechuga caliente está asquerosa.
Byron supervisó la preparación de la mesa. Y cuando terminaban, llegó Nadine.
—Bueno, me siento mucho mejor —dijo ella—. Necesitaba descansar un minuto y luego librarme de los problemas del día.