—Bueno, pues será mejor que todo este barrio empiece a volver a lavarse, porque Yolanda White compró esa casa y no creo que vaya a hacer ningún caso a un comité de vigilancia vecinal.
Salió a recoger la mochila de su cuarto. Oyó a Miz Smitcher hablando con la señora Tucker a sus espaldas.
—Ya ha enfrentado a padres e hijos. Es una cizañera.
Mack no pudo dejarlo pasar.
—¡No es culpa suya! ¡Ella va a lo suyo! ¡Tú y yo somos los que nos estamos enfrentando!
—¡Por culpa de ella! —gritó Miz Smitcher.
Mack se quedó en su cuarto, con la mochila en la mano. De todos los años que llevaba en la casa, ésta era la primera vez que Miz Smitcher y él se gritaban enfadados.
Lo cual no quería decir que no estuvieran nunca en desacuerdo. Pero hasta entonces Mack había cedido siempre, siempre decía «sí, señora», porque así era como las cosas quedaban en calma. A Mack le gustaba que las cosas estuvieran en calma. No le importaban lo suficiente la mayoría de las cosas para gritarle a nadie por ellas.
Pero de repente sí que le importaban. ¿Por qué? ¿Qué era Yo Yo, para que él se enfadara tanto cuando alguien la despreciaba? ¿Por qué le era leal?
Estuvo a punto de regresar a la cocina a pedir disculpas.
Pero entonces se le ocurrió: ya es hora de que defienda algo. Siempre hago lo que quiere otra gente y tal vez estoy preparado para pelear por algo, y bien podría ser por el derecho de Yolanda a vivir aquí y montar en moto y recoger a un
hombre
de diecisiete años que probablemente más parece tener diecinueve.
Estaba a diez metros del autobús cuando la conductora arrancó. No había parado ni dos segundos y él sabía que lo había visto porque lo miraba directamente. Y ahora estaba cabreado, con Miz Smitcher, con todo el barrio, y no iba a aceptar más mierdas de una conductora de autobús.
Corrió, a toda prisa. El autobús no había avanzado ni tres metros cuando dio un salto y se arrojó contra la ventanilla de la conductora, golpeando el cristal con la mano. La mujer se asustó tanto que volvió la cabeza para mirarlo incluso antes de que él volviera a caer al suelo y pisó los frenos sin pensar siquiera en lo que estaba haciendo.
Mack cayó de pie y corrió directamente delante del autobús y se subió al parachoques y gritó a través del parabrisas a la cara de la conductora.
—¡Abra la maldita puerta y lléveme al colegio como le pagan para hacer!
Mack no podía verse la cara, pero debía haber algo nuevo en ella, porque la conductora lo miró con auténtico miedo en los ojos.
La puerta se abrió.
Mack se bajó del parachoques, se cargó al hombro la mochila y
caminó
hasta la puerta. Subió, tomándose su tiempo, y mantuvo los ojos sobre ella todo el rato mientras subía los escalones y la dejaba atrás. Ella no lo miró ni una sola vez; mantuvo los ojos hacia el frente. Cerró la puerta y el autobús arrancó con una sacudida.
Mack se dirigió al fondo del autobús, buscando un asiento. Todos los otros hicos lo miraban como si fuera un extraño. Pero no un extraño cualquiera. Era el extraño que se había enfrentado a la malvada conductora. Muchos de ellos se habían quedado fuera también, a lo largo de los años, y Mack era la primera persona en obligarla a detenerse y esperar. Así que lo que vio en los ojos de los otros chicos era asombro o deleite o diversión. Todos eran chavales, así que estaban acostumbrados a soportar la furia de los adultos cada vez que a los adultos les venía en gana.
Cuando Mack se sentó, Terrece Heck le dio un apretón de manos molón y Quon Brown lo llamó desde dos filas más atrás y dijo con voz que pretendía ser de chica:
—Eres mi héroe, Mack Street.
Mack se volvió y sonrió.
—Para ti, señor
Super
Héroe, Quon.
Cuando llegaron al colegio, la conductora todavía echaba chispas, y cuando él pasó a su lado murmuró:
—Si quieres subir, llega a la parada a tiempo.
Mack se volvió hacia ella y la miró y, anda si no descubrió en ese mismo momento que tenía
la
mirada. Igual que la señora DeVries. Podía concentrar los ojos en aquella antipática conductora y ella se derretía como una lechuga en el microondas.
—Le pagan para llevar a los chicos al colegio —le dijo-—. Haga su trabajo o lo perderá.
Entonces bajó los escalones como hacía siempre y, detrás de él, los otros chicos, que habían oído la conversación, aplaudieron y rieron y silbaron mientras dejaban atrás a la conductora y salían del autobús.
He hecho mi pequeña revolución, pensó Mack, y me siento bien.
Pero esa noche, cuando volvió al barrio, no tardó en enterarse de que Hershey Fillmore había encontrado la manera perfecta de deshacerse de Yolanda White. Baldwin Hills había sido construido originalmente como un barrio blanco y, como sospechaba el viejo Hershey, había cláusulas en el contrato de muchas casas. Había una en el de la casa del doctor Phelps, y Yolanda White acababa de pasársela por alto.
Por lo visto la propiedad no podía ser vendida a una persona de color.
—¿Quieres decir que un puñado de negros van a presentar una demanda para que se cumpla una cláusula racista? —preguntó Mack, incrédulo.
—No van a hacerla cumplir, esas cosas no se sostienen ya en ningún tribunal —dijo Ebby—. No, van a intentar anular la venta porque ella no cumplió la cláusula cuando compró la casa.
—¿Han perdido la cabeza o algo? El doctor Phelps no la cumplió tampoco o no habría vivido allí.
—El odio es una cosa fea.
—Voy a decirte una cosa. Alguien tiene que decirle a esa mujer lo que planean hacer.
—Y supongo que eso significa que piensas hacerlo tú.
—¿Quién si no? Ya he hablado una vez con ella.
Ebby se quedó de una pieza.
—¿Cuándo has hablado con ella?
—Me llevó en la moto al colegio hace un par de semanas.
—¿Y no lo mencionaste anoche? —preguntó Ebby.
—-No se me ocurrió.
—¿La misma mujer de la que trataba toda la reunión y «no se te ocurrió»?
¿Estaba Ebby enfadándose con él?
—Te dije que se llamaba Yo Yo —dijo Mack—. Así que tenía que haberla conocido, ¿no? Si me hubieras preguntado cómo, te lo habría contado.
—
Creía
que éramos amigos, Mack Street.
Y Ebby se dio la vuelta y volvió a su casa, dejándolo en la calle sintiéndose, por primera vez en muchos años, excluido de uno de los hogares de Baldwin Hills.
Jugando al billar
Mack tuvo un sueño frío esa noche, y fue el sueño de Yolanda White.
En el sueño, Yo Yo montaba un poderoso caballo por una pradera donde había cabezas de ganado pastando a la sombra de árboles dispersos o bebiendo en arroyos poco profundos. Pero el cielo no era del azul intenso del paisaje de los vaqueros, sino marrón y amarillo sucio, como en el peor día de
smog
envuelto en una tormenta de polvo.
En aquel
smog
revoloteaba algo, algo feo y horrible, y Yo Yo sabía que tenía que combatir a aquella cosa y matarla o iba a apoderarse de las reses, de una en una o de diez en diez, para llevárselas y comérselas y escupir los huesos.
En el sueño Mack veía una montaña de huesos y, encaramada en lo alto, una criatura como una babosa amarilla, tan sucia y gruesa y viscosa era. Sólo después de arrastrarse y reptar sobre la pila de huesos desplegó un par de enormes alas como una polilla y echó a volar por el cielo gris en busca de más, porque siempre tenía hambre.
Yo Yo tenía que impedir que se comiera su ganado.
La cosa era que, durante todo el sueño, Yo Yo no estaba sola. Mack se volvía loco porque, por mucho que lo intentara, no podía dominar el sueño, no podía lograr que la mujer volviera la cabeza y viera quién cabalgaba junto a ella. A veces Mack pensaba que la otra persona iba a caballo tras ella, y a veces pensaba que volaba a su lado como un pájaro, o corría como un perro, siempre fuera de la vista.
Mack no podía dejar de pensar: tal vez ése soy yo.
Tal vez ella me necesita y por eso estoy viendo este sueño. Tal vez su deseo profundo no es la muerte de la babosa. Tal vez lo que desea es a ese compañero invisible.
La muchacha cabalgó hasta la cima de la montaña de viejos huesos, y la enorme babosa desplegó las alas y echó a volar, y era el momento de matarla o rendirse y dejar que devorara toda la manada. Sólo que entonces se dio cuenta de que no tenía pistola ni lanza ni siquiera una piedra que arrojarle. De algún modo había perdido su arma... Aunque en el sueño Mack nunca había advertido que tuviera ninguna.
La babosa voladora caía hacia ella y, de repente, el pájaro o el perro o el hombre que la acompañaba saltó contra el monstruo. Siempre era visible sólo con el rabillo del ojo, así que Mack no pudo ver quién era ni si el monstruo lo mataba o si hundía sus dientes o su pico o un cuchillo en la bestia. Porque, justo en el momento en que Yo Yo se volvía a mirar, el sueño cesaba.
Se paraba no porque Mack hubiera podido volver a su propio sueño del cañón. Cesaba sin más.
Pero él recordaba su sueño, y se daba cuenta de que su sueño y el de ella eran iguales. Ella tenía a alguien a su lado en el sueño y Mack tenía a alguien a su lado en el suyo. Alguien a quien nunca podía ver con claridad.
Cada uno de nosotros está en el sueño del otro.
Ella me necesita para matar a esa babosa. Y yo la necesito a ella... ¿o no? Ella es la que conduce, si es la persona de mi sueño. Es la que me lleva hacia el peligro.
Pero en su sueño ella me necesita. En su sueño, yo soy el héroe que mata al...
No. Soy el idiota que lo
intenta.
No hay nada que indique que tengo éxito.
Si es que soy yo. Si es que soy el que ataca a esa babosa voladora.
Si soy parte de su deseo y su deseo se vuelve realidad, entonces se cumplirá de alguna fea forma: ¿quiero ser parte de eso?
Así que decidió no ir a casa de Yolanda ese día, sino que, aunque era tan temprano que todavía estaba oscuro, se levantó y bajó hasta la Casa Estrecha. Si despertaba a Puck, peor para él. Era inmortal: despertarse temprano una mañana no iba a matarlo.
Tenía que haber sabido que Puck estaría despierto, jugando al billar en una mesa que llenaba casi todo el salón. Los otros muebles estaban retirados contra una pared, y había más de los que habrían cabido en la sala incluso sin la mesa de billar.
—¿Vas a dedicarte al negocio de las mudanzas y los guardamuebles? —le preguntó Mack.
—Calla. Es una carambola difícil.
—Pero si es la salida.
Puck lo miró, se llevó un dedo a los labios y luego hizo volar la bola con un rápido golpe del taco.
La bola blanca golpeó levemente y en ángulo en el centro de la bola central. Todas ellas se separaron, cuatro en direcciones diferentes a cuatro troneras distintas. Y después de sólo un rebote o dos, las ocho bolas menos la número ocho y la bola blanca entraron en las troneras. Y a la bola ocho poco le faltó.
—Me has distraído —dijo Puck—. Me has estropeado el tiro.
Mack hizo una mueca.
—Como un niño de tres años. «Mira lo que me has obligado a hacer.»
—No uso la magia en tiros como éste.
—Chorradas.
—No en un grado extremo, al menos —aclaró Puck—. Tengo mucha práctica.
—Ella sale en mi sueño y no es como los otros —dijo Mack-—. No es su deseo.
—¿Te importa decirme quién es ella?
—Yolanda White. Yo Yo. La chica de la moto que vive justo más abajo de donde está el desagüe. Me llevó en moto al colegio hace un par de semanas.
—Apártate de las mujeres en moto —dijo Puck—. Suelen ser malas para ti.
—¿Por qué recibo su sueño cuando no es un deseo?
—Tal vez ella no quiera nada.
—Eso no explica por qué soñé con su sueño.
—Seguridad.
Mack no lo entendió. Puck puso los ojos en blanco.
—Vamos, Mack, no eres estúpido. Eres como un sistema de seguridad en un ordenador. Ella está guardando copias de sus sueños más importantes en tu cabeza.
—No es que quiera repetirme, pero... chorradas.
—Me has hecho una pregunta y yo he hecho todo lo posible por contestarla.
—De eso nada —dijo Mack—. Sabes que lo que pasa con esos sueños fríos es magia, y la magia es algo de lo que entiendes.
—No siempre sé qué está haciendo
él.
—Dime qué hace ella en mis sueños.
—Tal vez ella no esté haciendo nada —dijo Puck—. Tal vez ni siquiera sepa que tienes sus sueños.
Entonces a Mack se le ocurrió algo.
—¿Qué tienes tú que ver con mis sueños?
—Considérame el público que los ve desde la primera fila.
—¿Ves mis sueños?
—Te veo soñar.
—¿Tienes algo que ver con la forma en que a veces se cumplen?
—No tengo el poder para hacer que los deseos se vuelvan realidad.
—No es eso lo que he preguntado.
Puck envió el taco contra la bola ocho con tanta fuerza que golpeó el fondo de la tronera y volvió a salir, cruzó la mesa y cayó en la tronera opuesta.
—Esto es una gilipollez —dijo Mack—. ¿Por qué te divierte si puedes hacer que vaya a donde te dé la gana?
—Estoy tratando de entretenerte —respondió Puck. Chasqueó los dedos y las bolas salieron volando como si las troneras las estuvieran escupiendo. Golpearon la mesa y volvieron a colocarse en triángulo en el extremo opuesto a donde estaban antes del inicio.
—Distraerme, querrás decir.
—¿Funciona?
Puck empezó de nuevo. Las bolas corrieron por la mesa y, cuando se detuvieron, habían vuelto a su posición original, excepto que la bola blanca estaba donde antes estaba la bola ocho, en el centro del triángulo, y la bola ocho estaba en la posición de la bola blanca, en el punto opuesto.
—¿Cuánto tiempo llevabas haciendo esto antes de que yo llegara? —preguntó Mack.
—Aquí no había nada de esto hasta que entraste en el patio hace unos minutos —respondió Puck—. Cuando no estás por aquí, me cuelgo de una percha en el armario como tus pantalones.
—Tú eres el que hace que se vuelvan realidad —dijo Mack—. Los sueños, quiero decir.
—Yo no. Es
él.
—Pero tú... los
tuerces.
Puck se encogió de hombros.
—Cree lo que quieras.
—¿Qué significa su sueño? ¿Y el mío?
—No puedo decírtelo a menos que sepas qué son los sueños.