—Tú conoces todos mis sueños.
—Conozco los sueños que proceden de los sueños de otras personas —dijo Puck—. Pero no veo los sueños de ella, ni tampoco los tuyos. No eran deseos, de todas formas, ¿no?
Mack sabía que si le contaba a Puck los sueños existía el riesgo de que medrara con ellos o sacara algo de ellos. Al mismo tiempo, Mack tenía que saber qué ocurría con la babosa voladora y quién estaba sentado junto a él en la zambullida por la riada del cañón. Finalmente decidió contarle el sueño de Yo Yo, pero no el suyo propio. Eso le hizo sentirse desleal e hipócrita.
Puck escuchó con interés y, como sospechaba Mack, diversión. Guardó silencio un buen rato mientras él terminaba de contar el sueño.
—Qué chica tan peligrosa —dijo por fin.
—¿Peligrosa para quién? —preguntó Mack.
—No puede hacer nada sin ti.
—¿Eso es lo que significa el sueño?
Puck sonrió.
—Es la verdad, signifique su sueño algo o no.
—Ella es la que me llevó en la moto.
—Voy a decirte una cosa —dijo Puck—. Te contaré toda la verdad. Si te quedas con ella y la ayudas, te lo pasarás genial, pero acabarás muerto.
—¿Cómo? —exigió Mack—. ¿En un accidente de moto? ¿Por otra cosa?
—Naturalmente, acabarás muerto de todas formas —dijo Puck—. Siendo mortal y por tanto destinado a romperte.
—Tú te rompiste bastante hace unos cuantos años, que yo recuerde.
—Nunca dejes que te picoteen y se te caguen encima los pájaros cuando tienes tres centímetros de altura.
—Si llega el caso, lo recordaré.
—¿Te di las gracias por encontrarme? —preguntó Puck.
—No. Pero tampoco las esperaba.
—Menos mal, porque no voy a hacerlo. No me hiciste ningún favor.
—Me llamaste, tío. Te encontré por eso.
—No te llamé —dijo Puck.
—Me llamaste por mi nombre y oí tu voz entre los matorrales y por eso te encontré.
Una sonrisa cruzó el rostro de Puck.
—Qué cosa tan dulce.
—¿Qué es dulce?
La sonrisa abandonó su rostro.
—No fui yo quien te llamó.
—¿ Quién, entonces ?
—La reina.
—¿La que está en esa linterna flotante?
—Ella es la
única
reina —dijo Puck—. Todas las demás son imitaciones burdas, pero no son dignas de ese nombre.
—Titania. Mab.
—Sólo los necios y los mortales intentarían contenerla en un nombre —dijo Puck—. Ella es mi señora.
—No según Shakespeare —contestó Mack—. Tú eras colega de Oberón y pusiste ese veneno en sus ojos para que se enamorara del tipo con cara de burro.
—Cara de burro. —Puck soltó una carcajada. Mientras lo hacía, volvió a sacar. Esta vez las bolas rebotaron todas y cada una de ellas llegó a detenerse contra uno de los lados, de modo que el centro de la mesa quedó completamente despejado.
—Así es más parecido a como yo saco —dijo Mack.
Puck procedió a golpear las bolas por orden numérico, para meter cada una en su tronera sin tocar ninguna de las otras.
—¿No tenía razón Shakespeare? —preguntó Mack.
—Shakespeare sabía que yo hago que los mortales se enamoren —dijo Puck—. No tiene nada que ver con ninguna poción, pero nunca me perdonó por hacer que se casara con Anne Hathaway. Tenía siete años más que él y era bizca. Y durante tres años hice que estuviera atontado de amor por ella porque creía que era la muchacha más hermosa del mundo. Estaba embarazada cuando se casó con él, pero lo que nadie sabe es que tuvo que suplicarle matrimonio.
—¿Ella no lo quería?
—Creía que se estaba burlando de ella.
—Entonces, ¿qué pasó cuando el efecto de la poción pasó a los tres años? —preguntó Mack.
—No fue una poción, ya te lo he dicho. Y no se pasó su efecto. Me cansé. Ya no era divertido. Así que lo dejé en libertad.
—Se despertó una mañana y...
—No fue una mañana. Él acababa de volver de un día de trabajo en la guantería de su padre y ella estaba acostando a los mellizos y él la envolvió en un cálido abrazo y la besó por toda la cara y, justo en medio de todo aquello, le hice volver a recuperar el sentido. —Puck suspiró—. No pilló la gracia. No me gustan los gilipollas sin ningún sentido del humor.
—Eres un bastardo.
—Mira quién fue a hablar.
—Yo soy un niño
abandonado
—dijo Mack—. Pero no me refería a ese tipo de bastardos.
Puck sonrió maliciosamente.
—Me divierto viendo una perpetua serie de televisión llamada
Jugando con los mortales.
Soy el presentador.
—¿Qué te hizo él?
—¿A mí? ¿Qué podía hacerme? En cuanto a Anne Hathaway, Will era un chico muy amable. No podía soportar estar con ella: le repelía físicamente y estaba cabreadísimo por la forma en que había sido utilizado. Muy resentido. Pero no se podía librar del matrimonio: en aquellos tiempos tenías que esperar que llegara la viruela o se muriera de parto para librarte de una esposa desagradable... y además, él sabía que no era culpa de ella, así que ¿por qué castigarla por amar al único hombre que la había amado?
—Eres muy comprensivo.
—Años de estudio. Sé qué hace funcionar a esos mortales. Cien ansias diferentes, pero sobre todo el ansia de tener bebés, el ansia por pertenecer, el temor a la muerte.
—Freud, Jung y tú, maestros de la mente.
—Así que Will Shakespollas se enroló como sustituto en una compañía itinerante cuyo actor principal se murió de repente, así que tuvieron que repartir todos los papeles. Les mostró algunos de los sonetos que le había escrito a su amada esposa y se burlaron de él por ser tan mal escritor... y es cierto, nadie hace sus mejores poemas cuando el amor es artificial. El único que él permitió que se publicara fue el que se burlaba del apellido de Anna: Hathaway
(hate away)
«odiada». Así que tuvo que demostrarles que era buen escritor reescribiendo algunos monólogos y añadiendo versos a sus propios textos. Eso jodió a los peces gordos de la compañía, porque recibía risas y lágrimas a pequeñas dosis, pero al público le encantaban sus reescrituras y los actores no eran estúpidos. Le dejaron reescribir también los textos de los actores principales, hasta que algunas obras acabaron siendo más Shakespeare que las obras originales. Y le pusieron por mote Shake-scene, «sacude escenas».
—Así que lo aceptaron.
—Él aborrecía ese mote —dijo Puck-—. Y ni siquiera le dejaron ver su primer texto completo. Fue entonces cuando dimitió y se unió a una compañía que lo trató con respeto y representó sus obras. Así que, ya ves, le hice un favor. Hice que iniciara su gran carrera enamorándose de una mujer imposible de amar.
—Y le rompiste a ella el corazón cuando él la dejó —dijo Mack.
—Pasó tres años con un marido que la adoraba —respondió Puck—. Eso son dos años y cincuenta semanas más de lo que tienen la mayoría de las esposas.
—¿El no habría sido actor sin tu pequeña jugarreta?
—Oh, lo habría sido —dijo Puck—. Interpretaba papelitos con una compañía cuando conoció a Anne.
Puck realmente no podía comprender que hubiera causado ningún daño.
—Entonces pospusiste su carrera.
—Pospuse su carrera como
actor
—dijo Puck—. Fue amar a Anne Hathaway lo que lo convirtió en mal poeta. Y el ridículo que sintió por culpa de esos poemas lo que lo convirtió en un gran dramaturgo.
Y entonces Mack comprendió algo.
—Tú eres el que retuerce los sueños.
—¿Retorcer? ¿De qué estás hablando?
—Tamika sueña con nadar y tú la metes dentro de una cama de agua.
—
Desperté
a su padre, ¿no es cierto? No es culpa mía que tardara tanto en darse cuenta de dónde estaba y en sacarla.
—¿Y qué hay del diácono Landry y Juanettia Post? Era el deseo de él, no el de ella, ¿y por qué tuviste que hacer que los encontraran en el suelo en plena iglesia?
—El deseo del diácono era que ella lo encontrara irresistible.
Ella
era la que actuaba bajo compulsión,
él
podría haberla detenido cuando hubiera querido. Todo lo que hice yo fue escoger el lugar donde se verían a continuación. Y tienes que admitir que fue divertido.
—Los dos tuvieron que marcharse, y el matrimonio de él se rompió.
—Yo no inventé el deseo.
—Hiciste que los pillaran.
—Un hombre no tiene derecho a desear a una mujer que no es su esposa —dijo Puck.
—Oh, ahora resulta que eres Don Moralista.
—Era diácono —dijo Puck—. Juzgaba a otra gente. Me pareció justo.
—Pero en el mundo real, sin esta magia, no habría hecho nada.
—Así que demostré quién era realmente.
—Un hombre no puede evitar tener un deseo en el corazón —dijo Mack—. Sólo es mala persona si lo cumple.
—Bueno, ahí lo tienes. Esa mujer hermosa de repente le ofreció lo que él no tenía derecho a tener. Nadie le obligó a tomarlo.
—Así que todo fue culpa suya.
—Yo los cité. Ellos cayeron.
—Así que eres el juez.
—Ellos se juzgan a sí mismos.
—Me pones enfermo.
—Eres tan santurrón —dijo Puck—. Venga, admítelo, a ti también te parece divertido. Sólo estás enfadado porque crees que es lo que debes hacer.
—Son mis amigos.
—Entonces eras un niño pequeño, Mack —dijo Puck.
—Me refiero a la gente de este lugar. Mi barrio. Todos ellos.
—¿Eso crees? —dijo Puck—. No son amigos tuyos. No existe el amor. Sólo hay hambre e ilusión. Tienes hambre hasta que sientes la ilusión de haberte alimentado, pero te sientes de nuevo vacío en un momento y luego todo tu amor y tu deseo se dirigen a otro lugar, a otra persona. No amas a esa gente, sólo necesitas encajar en alguna parte y esa gente da la casualidad de que está cerca.
—No comprendes nada.
—Me has pedido que te dijera la verdad.
—Te encanta que las cosas sean feas.
—Me gusta que las cosas sean divertidas —dijo Puck—. No tienes ni idea de lo aburrido que es vivir eternamente.
—Si estos muebles y esta mesa de billar no aparecieron hasta que yo me pasé por aquí, ¿cómo te entretenías antes de que yo llegara?
—Estaba planeando mis jugadas.
—Nunca dices la verdad acerca de nada.
—Nunca miento.
—Eso es mentira.
—Cree lo que quieras —dijo Puck—. Los mortales lo hacen siempre.
—¿Qué estás haciendo aquí? —exigió saber Mack—. ¿Por qué frecuentas mi barrio? ¿Por qué no vas y te diviertes a costa de otra gente?
Puck sacudió la cabeza.
—¿Crees que yo elegí este sitio?
—¿Quién lo hizo, entonces?
—
Él.
—Eso no significa que tú tengas que quedarte.
Puck se irguió y le arrojó el taco a Mack. Quedó flotando en el aire, la punta contra el pecho de Mack, como si fuera una lanza que le apuntaba al corazón.
—Soy su esclavo, idiota, no su amigo. Y ahora ni siquiera eso. Ni siquiera soy su esclavo. Soy su
prisionero.
—¿Esto es una cárcel?
Puck sacudió la
cabeza.
—Márchate. Estoy cansado del billar, de todas formas. Como bien has dicho, no supone ningún desafío.
—No me extraña que el profesor Williams quisiera matarte.
—Oh, ¿tú también quieres? Ponte en la fila —dijo Puck—. Hay que reconocerle algo a Will Shakespeare: no me odiaba. Me comprendió.
—Sí, claro. No tienes elección.
—Oh, tengo elección. Pero eres tan estúpido que no se te ocurre que las otras opciones podrían ser peores.
Puck se quedó mirando a Mack y luego extendió la mano y empezó a meterse las bolas de billar en la boca y a tragárselas. Pasaron por su garganta como ratas por una pitón, abultando. Se estaba tragando las bolas por orden numérico, y después de cada una soltaba un pequeño eructo.
Estaba claro que la conversación había terminado. Mack se marchó.
Yo Yo
Ceese Tucker se enteró por su madre, que se enteró por Ura Lee Smitcher, que estaba a punto de volverse loca de pura preocupación porque aquella fulana de la moto llevaba a su hijo Mack.
—Corromper a un menor sigue siendo delito en este estado —dijo la madre de Ceese mientras él cenaba—. Eso es lo que le dije a Ura Lee y eso es lo que te digo a ti. Ahora ve y arresta a esa mujer.
—Mamá, estoy comiendo.
—Oh, así que pretendes ser uno de esos polis gordos con la panza colgando por encima del cinturón. Uno de esos polis que ven a los criminales hacer lo que quieran pero son demasiado gordos y perezosos para hacer nada al respecto.
—Mamá, llevar en moto a un chaval de diecisiete años que llega tarde al colegio no es motivo para que ningún tribunal condene a esa mujer, y si la arrestara yo quedaría como un idiota y sigo de prueba. Así que lo único que pasaría sería que me echarían a patadas del departamento y tu fulana de la moto seguiría en libertad.
—Vaya con la ley. Nunca hace nada para ayudar a los negros.
—Piénsalo un momento, mamá.
—¿Me estás diciendo que no pienso a menos que tú me lo digas?
—Mamá, si un poli
blanco
viniera y arrestara a una mujer negra por llevar en moto a un chico al instituto, tú serías la primera en acusarlo de acoso o racismo o de algo por el estilo.
—Tú no eres un poli blanco.
—La ley es la ley —dijo Ceese—. Y mi trabajo es algo que quiero conservar.
—Recuerdo que mi padre me decía que, allá en el Sur, cuando alguien se pasaba de la raya volvía a casa y la encontraba ardiendo o quemada hasta los cimientos. Eso generalmente bastaba para que captara la idea de que sus vecinos querían que se mudara.
—Eso sí que es un delito, mamá, y serio. Quemar la casa de alguien. Que yo no me entere de que ni tú ni nadie de este barrio habla así. Porque si algo le sucediera a la casa de esa chica, sería obstrucción a la justicia no contar lo que has dicho.
—Te han vuelto completamente blanco, ¿no? Te dan una placa y eres un blanco, así de fácil, y te vuelves contra tu propia madre.
—No me han vuelto blanco, me han vuelto policía. Soy un
buen
policía, mamá, y eso significa que no voy por ahí arrestando a nadie porque los vecinos no lo tragan. Y también significa que cuando se cometa un delito de verdad me encargaré de que los culpables sean arrestados y juzgados.
—Así que tenerte aquí hace que esa buscona pueda aprovecharse de los chicos jóvenes de nuestro barrio y nosotros no podamos hacer nada al respecto.