—Eso es, mamá. Ahora ya tienes a alguien a quien echar la culpa: a mí. ¿Te sientes mejor?
—Lamento haberte preparado la cena. Mañana en el desayuno tendría que ponerte copos de maíz congelados. Debería obligarte a sentarte en el porche trasero para comerlos.
—Mamá, te quiero, pero a veces me preocupas.
A Ceese le preocupaba algo más que el que su madre le amenazara con no prepararle un buen desayuno. No había escasez de buenos sitios de comida rápida donde tomar buenos desayunos con beicon y galletas en vez de tener que comer copos de maíz. Y pensándolo bien, los copos de maíz tampoco estaban mal.
Lo que le preocupaba era que una mujer en moto estuviera llamando la atención de Mack Street. Los recuerdos volvieron: aquella mujer vestida de cuero negro y con casco de motociclista que se plantó en el rellano de las escaleras del hospital y le instó (no, le
hizo
querer) arrojar al bebé Mack y acabar con su vida en el asfalto del fondo.
Ella lo quería muerto y ahora lo está haciendo montar en una máquina peligrosa. Sin casco.
Si es la misma mujer.
¿Cómo podía ser? Eso había sido hacía diecisiete años. A nadie podría parecerle ya una joven, y eso era lo que decían todos de Yolanda White.
Mucha gente montaba en moto. Muchas mujeres, de hecho.
Sin embargo, la otra mujer conocía al Señor Navidad o al Hombre de las Bolsas o a Puck o a como se llame. Lo cual significa que probablemente es igual que él. Un duende. Una inmortal. En cuyo caso puede parecer igual de joven, incluso después de diecisiete años. Podría ser la misma mujer. O no, pero podría serlo.
Y por eso Ceese se levantó de la mesa, enjuagó los platos, los metió en el lavavajillas, añadió el jabón, puso el aparato en marcha y luego se enfundó la pistola y se encaminó a la puerta para salir a pasear calle arriba.
Se le ocurrió que eso podría ser más convincente que si llegaba en un coche patrulla.
Entonces pensó que, si se trataba de una mujer corriente que acababa de mudarse a un barrio que no la apreciaba, la visita no tenía mucho sentido. Y si esta Yolanda era en realidad un duende como Puck, él corría serio peligro de que le diera la vuelta como a un calcetín o algo así sin levantar siquiera un dedo.
Pero si era la mujer de su infancia, la que quería muerto a Mack, no había forzado nada entonces. Le había hecho
querer
matar al bebé, pero no lo había obligado a hacerlo. Y tampoco había usado ningún poder mágico para matar al bebé por sí misma.
Tal vez no era tan peligrosa como temía.
Sin embargo, no podía evitar desear que aquella confrontación tuviera lugar en el País de las Hadas, donde él era muy, muy grande y las hadas eran muy, muy pequeñas.
Ceese subió la colina, recordando como diecisiete años antes había subido esa misma calle con Raymo, con un monopatín bajo el brazo y hierba falsa en el bolsillo. Había visto suficiente hierba desde entonces para saber que los habían timado. Encontrar al bebé probablemente lo salvó de fumar algo venenoso o al menos mareante. Y entonces se le ocurrió: ¿Sabía Raymo que era falsa? ¿Lo tenía preparado todo para humillar a Ceese? ¡Mirad lo que hice fumar a Ceese!
Bueno, no había funcionado. Ceese era policía ahora. Y Raymo estaba... en alguna parte. Haciendo algo. Su familia se había mudado antes de que él terminara el instituto. Se fueron al norte. Central Valley. Raymo era probablemente el mayor hampón de algún pueblecito. Bueno, no importaba. En L. A. Raymo hubiese tenido a un montón de tíos realmente malos a los que imitar; en una ciudad más inocente, estaría limitado por el mal que pudiera pensar por sí mismo.
El problema era que Raymo era un tipo bastante creativo.
¿Y si no se quedó en Fresno o Milpitas o donde demonios estuviera? Después del instituto, ¿por qué iba a quedarse? ¿Y si volvió a Los Ángeles y se buscó un sitio en South Central o Compton? ¿Llegaría el día en que Ceese se viera de nuevo las caras con Raymo, sólo que esta vez él sería un poli con pistola y la ley de su parte y Raymo un...?
No sería el mismo chaval atolondrado y malicioso, eso estaba claro. Sería algo más. Algo peor.
Si mi vida fue tocada por el poder que Mack y las hadas trajeron a nuestra vida, ¿por qué no lo fue la de Raymo? ¿O sí lo fue?
Ceese se encontraba delante de la casa de los Phelps. Donde vivía Yolanda White. Había algunas luces encendidas, pero ¿qué significaba eso? La puerta del garaje estaba cerrada, así que no podía saber si la moto estaba dentro o no.
¿Por qué tenía miedo? Era policía, pero también vecino. Deseaba no haber traído la pistola.
Cruzó la verja baja, se acercó a la puerta principal y llamó al timbre. Todavía tenía las campanillas que tanto le gustaban a la señora Phelps. Las campanillas más largas de Baldwin Hills. Y ella nunca abría la puerta hasta que dejaban de sonar.
Al parecer Yolanda no tenía esa misma costumbre. La puerta se abrió a la mitad de la complicada melodía.
—Oh, santo cielo —dijo. No era exactamente el recibimiento que él esperaba—. Un policía en mi puerta. ¿Qué es, el ruido de la moto o una multa por exceso de velocidad? ¿O viene a hacerme una visita de vecino?
Ceese se quedó sorprendido, pero se permitió sonreír.
—Todo a la vez, Miz Yolanda.
—¿Miz Yolanda? ¿Soy tan vieja y todavía soltera? —Abrió más la puerta para que él pudiera pasar.
—Miz White, entonces —dijo él mientras entraba.
Ella lo invitó a sentarse, y cuando él lo hizo, en un gran sofá blanco de tapizado polar, ella se sentó frente a él en un cubo de color ébano.
—Veamos —dijo—. Déjeme adivinar. Mi moto hace ruido, conduzco demasiado rápido, visto demasiado sexy y el comité de bienvenida lleva pistola.
—Acabo de salir del trabajo —dijo Ceese—. Me llamo Cecil Tucker. Todo el mundo me llama Ceese.
—¿Como «cese y desista»? Tendría que haber sido abogado, no policía. ¿Tiene un hermano llamado Nolo Contendere? ¿O Sic Transit Gloria Mundi?
—No hablo español —dijo Ceese—. Y no conozco a ninguna Gloria.
—Entonces es el que han elegido para que venga a decirme lo que han estado maquinando desde que llegué.
—No, señora —dijo Ceese—. Supongo que lo elegí yo sólito.
—¿Y qué es usted, entonces? ¿De la patrulla vecinal? ¿Del Departamento de Policía? ¿O quiere llevarme a bailar?
—Quería conocerla, es todo. Nada de bailes.
—¿Tiene algo en contra de los bailes?
—No bailo.
—¿Dos pies izquierdos? ¿No tiene sentido del ritmo? ¿O nunca ha encontrado a nadie con quien bailar?
—Creo que estoy en desventaja. No puedo pensar tan rápido como usted habla.
—Mi problema, agente Cese y Desista, es que nunca he encontrado a un hombre que pudiera.
—Habla muy rápido.
—Hubo uno, hace mucho tiempo. Con él, cuando estábamos juntos, yo no quería que él pensara y él no quería que yo hablara.
—Me alegro de saber que tiene felices recuerdos eróticos —dijo Ceese.
—Vaya, esa respuesta ha estado bien. ¿Enseñan esas cosas en la academia de policía?
—La palabra «erótico» sale de vez en cuando.
—Me refiero a la ironía. A decir lo contrario de lo que se pretende. Porque no se alegra de que yo tenga recuerdos eróticos. No le preocupo en lo más mínimo. De hecho, me parece que me tiene un poco de miedo, ¿y quién ha oído hablar de un poli que tenga miedo a una motera?
El desafío en su voz, sus palabras, su postura, reavivó el recuerdo. ¿Era así como había visto a la mujer del casco negro y el uniforme de cuero, mirándolo desde el rellano de las escaleras del hospital? ¿Tenía esa pose cuando hablaba con el Hombre de las Bolsas en la calle?
En ese momento sonó el timbre y sobresaltó a Ceese. Yolanda se echó a reír.
—Ese sí que es el invitado que estaba esperando.
Se encaminó hacia la puerta, la abrió y allí estaba Mack Street.
Mack miró de Yolanda a Ceese y de nuevo a Yolanda.
—Vaya, si es ese simpático chico al que llevé al colegio —dijo Yolanda.
Mack sonrió.
—No sabía que os conocierais.
—Apártate de la puerta —dijo Ceese.
La estaba apuntando con una pistola.
—¿Está cargada? —preguntó Yolanda.
—Mack, vuelve a casa. Ahora. Sal de aquí.
-—¿Estás loco? —preguntó Mack—. Ella no estaba haciendo nada.
—Yo no estaba haciendo nada —dijo Yolanda.
—Lo ha llamado —dijo Ceese—. Lo ha obligado a venir.
—Nada de eso —dijo Mack.
—Sólo soy una mujer inolvidable, señor policía.
—He venido a decirle que tienen pensado demandarla —dijo Mack—. Creo que es un error.
—Sal de aquí, Mack —insistió Ceese—. Te tiene bajo su control.
Pero Mack estaba clavado en el sitio.
—Ceese, ¿te has vuelto loco?
—Supongo que es de los celosos —dijo Yolanda—. Y ni siquiera hemos salido todavía.
—Te conozco —le dijo Ceese.
—Esa frase puede funcionar entre barrotes, pero no en mi salón.
—Nos conocimos. Hace mucho tiempo.
—Bueno, ¿qué puedo decir? Soy memorable, y tú no. —Yolanda sonrió—. ¿Qué hago para que quieras dispararme?
—Yo tenía doce años. Tenía un bebé en brazos.
—No, no me suena de nada —dijo Yolanda—. Además, si tenías doce años entonces, yo debía tener unos nueve.
—Tenías exactamente la misma edad que tienes ahora —dijo Ceese.
—Entonces no era yo.
—No pudiste obligarme a hacerlo entonces. ¿Has vuelto para hacerlo tú misma?
—¿Hacer qué? —preguntó Mack.
—Matarte —dijo Ceese.
Yolanda se echó a reír.
—Ella no puede matarme —dijo Mack.
—¿Por qué no?
—Soy su héroe.
Mack dijo las palabras con tanta simpleza y sinceridad que Ceese bajó un poco el arma.
—¿Lo eres? —preguntó Yolanda—. Siempre he querido uno.
—Tu sueño —dijo Mack—. Cuando la babosa voladora... el dragón, lo que sea... cuando va a matarte, soy yo quien lo combate.
—Bueno, que me aspen —dijo ella—. Y yo que pensaba que era sólo mi perro.
Mack pareció decepcionado.
—¿Tienes perro?
Ella negó con la cabeza.
—Pero siempre he querido tener uno.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Ceese.
—Sabes que veo los sueños —dijo Mack—. Pero estuve en su sueño.
—Mack, ella intentó obligarme a matarte. Cuando eras un bebé. El día que te encontré. Se quedó allí plantada y me miró y todo lo que quise hacer fue matarte.
—¿Por qué?
—No sé por qué —dijo Ceese—. Sólo sé que tuve que recurrir a toda mi fuerza de voluntad para no hacerlo. Y no voy a dejar que te mate ahora.
Yolanda se echó a reír.
—Pobre estúpido hijo de puta, ¿no lo entiendes todavía?
Y con esas palabras, Ceese sintió una abrumadora necesidad de volverse y apuntar con el arma a Mack.
—Que Dios me ayude —susurró Ceese. Pero sabía con todo su corazón que iba a matar a Mack. La persona que más amaba en este mundo. Allí estaba su dedo en el gatillo. La pistola apuntando directamente al corazón de Mack.
—Dios no se preocupa de las cosas pequeñas —dijo Yolanda—. No va a interferir.
—Como si tú lo supieras —dijo Ceese. Sudaba por el esfuerzo de no apretar el gatillo.
—Ceese, por favor, baja esa arma —dijo Mack.
—Sal de aquí—ordenó Ceese entre dientes.
—Yolanda —dijo Mack—. Déjalo. Por favor.
—
Él
es quien tiene el arma —dijo Yolanda.
—Titania —dijo Mack, con voz más fuerte—. Déjalo ir.
Ella se echó a reír.
—Chiquillo tonto, ¿de verdad crees que le di a Will Shakespeare mi verdadero nombre?
—Mab —dijo Mack—. No le hagas esto.
—Estas cosas son peligrosas. Nunca se sabe dónde estarán apuntando cuando se disparan.
—El no podría haberte hecho daño —dijo Mack—. Tu alma está en un frasco de cristal en un claro vigilado por una pantera.
Cuando la compulsión abandonó a Ceese, fue como si alguien hubiera quitado una pared contra la que estaba apoyado. Se desplomó y cayó sobre una rodilla.
—Arrodíllate, agacha la cabeza —dijo Yolanda—. Soporta esa carga hasta que mueras.
—Mack —susurró Ceese—. Lo siento.
—¿Por qué no os sentáis los dos en el sofá y me decís por qué habéis venido a verme, en vez de juguetear con pistolas y esas mierdas?
Ceese quiso salir corriendo por la puerta y volver a casa. O ir más lejos. Lo más lejos posible, hasta librarse de aquella sensación de indefensión que se aferraba a él como el hedor de una mofeta.
Pero no podía irse y dejar a Mack solo.
Así que se sentó en el sofá blanco, con Mack a su lado, la pistola todavía en el suelo, donde la había dejado caer.
—Vine a advertirte —dijo Mack—. Los vecinos piensan usar la ley contra ti. Porque el contrato de tu casa tiene una cláusula y...
—¿Una cláusula de Santa Claus? —preguntó Yolanda alegremente.
—Da igual, la cosa es que no sabía quién eres. Hasta que le has obligado a apuntarme con la pistola. Entonces lo he sabido.
—Sabes menos de lo que crees —dijo Yolanda. Se volvió hacia Ceese—. Y
tú,
¿has venido a matarme?
—Tenía que saber si eras tú. La misma.
—Eres muy fuerte —dijo Yolanda—. Dos veces me has dicho ya que no. Nadie me dice que no.
—No puedes matar a Mack Street.
—Oh, chico idiota —dijo ella—. Eso fue entonces, esto es ahora.
Ahora
no lo quiero muerto. Entonces todavía era nuevo, sólo una pequeña masa de mal que mi marido lanzó al mundo. Yo estaba limpiando. Sólo que tú no quisiste hacerlo, Cecil Tucker. Y ahora Mack ha crecido y se ha convertido en otra cosa. Ya no es sólo un cambiado.
—¿Qué está pasando? —preguntó Mack—. ¿Por qué de pronto soñé tu sueño?
—Porque vine a tu barrio —dijo Yolanda—. Porque necesitaba un héroe. Porque nadie de por aquí puede desear nada sin que aparezca en tus sueños.
—¿Por qué?
—Porque tú eres el Vigilante de los Sueños —dijo Yolanda—. Eres el Guardián de los Deseos. Los deseos profundos fluyen hacia ti. Desde el momento en que apareciste en aquella tubería, todos los deseos a tu alrededor se canalizaron. Fluyeron. Hacia ti, dentro de ti, todo el poder de todos los deseos de todo tu barrio.
—¿Por qué? —volvió a preguntar Mack.
—Para que él pueda volver a abrirse paso hasta el mundo.