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Authors: Charles Dickens & Wilkie Collins

Tags: #Clasico, drama, intriga.

Callejón sin salida (7 page)

BOOK: Callejón sin salida
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De momento, sólo habló del placer que Wilding y Cía. tendría muy pronto al invitar a Miss Obenreizer a honrar sus instalaciones con su presencia —un edificio antiguo muy especial, si bien era vivienda de un soltero—, por lo que no prolongó su visita más allá de los límites normales. Mientras bajaba por las escaleras, acompañado por su anfitrión, vio el despacho de Obenreizer, al fondo del salón de recibo, y a varios hombres sucios, vestidos con ropas de corte extranjero, que iban de un sitio a otro, a los que, con unas palabras en
patois
, Obenreizer ordenó ponerse a un lado para que ellos pudieran pasar.

—Campesinos —explicó mientras conducía a Vendale hacia la puerta—. Pobres compatriotas. ¡Agradecidos y fieles como perros! Adiós. Hasta más ver. ¡Encantado!

Otros dos ligeros toques en los codos lo despidieron en la calle.

La dulce Marguerite junto a su bastidor y las anchas espaldas de
Madame
Dor con su telégrafo flotaron ante sus ojos hasta el
Recodo del Baldado
. A su llegada, Wilding y Bintrey se habían reunido en consulta. Las puertas de la bodega estaban abiertas, y Vendale encendió una vela sostenida por una vara partida y bajó a recorrer las cavas. La grácil Marguerite lo siguió, fiel, flotando ante sus ojos, pero las anchas espaldas de
Madame
Dor se quedaron fuera.

Las cavas eran muy amplias y muy viejas. Aquello, cuando el pasado no era pasado aún, había sido una cripta de piedra: unos decían que integrante de un refectorio de monjes; otros, que de una capilla y otros, que de un templo pagano. Pero ya estaba todo convertido en uno. Que el que quisiera hiciese lo que le pareciera con una columna caída y un arco quebrado o lo que fuese. El viejo Tiempo había hecho lo que él había querido con todo ello, y se mostraba indiferente a las contradicciones.

El aire estancado, el olor a moho y el estrépito del tráfico de las calles, como si estuviesen fuera de la rutina de la vida ordinaria, casaban bastante bien con la imagen de la bella Marguerite que se mantenía firme ante los otros dos. Así siguió Vendale hasta que, en un recodo de las cavas vio una luz como la que él llevaba.

—¡Oh! ¿Es usted, está aquí, Joey?

—¿Dónde iba a está, si no? Yo debería decí «¡Oh! ¿Usté por aquí, es usté, patrón George?». Porque está aquí abajo es mi debé, pero no es el suyo.

—No gruña, Joey.

—Yo no gruño —respondió el encargado—. Si algo gruñe, es lo que se me ha metió por los poros, no soy yo. Cuídese de que no empiece a gruñí algo dentro de usté, patrón George. Quédese por aquí el tiempo suficiente como para que los vapores hagan su trabajo, y lo harán.

Su ocupación en aquellos momentos consistía en meter la cabeza entre los recipientes, tomar medidas y hacer cálculos mentales, y registrarlos en una libreta que parecía de piel de rinoceronte y parte integrante de él mismo.

—Lo harán —repitió, mientras aplicaba la vara de madera con la que medía al espacio que había entre dos toneles, anotaba sus últimos cálculos y enderezaba su espalda—, ya puede fiarse de ellos. ¿Y ha entrao usté en el negocio por la vía legá, patrón George?

—Por la vía legal. Espero que no tenga usted objeciones, Joey.

—Yo no las tengo, bendito sea. Pero los Vapores objetan que usté es demasiao joven. Ustedes son demasiao jóvenes los dó.

—Haremos frente a esa objeción día a día, Joey.

—Claro que sí, patrón George; yo también haré frente día a día a la objeció de que soy demasiao viejo, y por tanto no seré capaz de ver mucha mejoría en ustedes.

La respuesta divirtió tanto a Joey Ladle que el hombre gruñó una carcajada, y la repitió, y volvió a gruñir una carcajada después de la segunda edición de «mejoría en ustedes».

—Pero lo que no es cosa de risa, patrón George —siguió diciendo mientras se enderezaba otra vez—, es que el joven patrón Wilding ha ido y ha cambiao la suerte. Tenga presentes mis palabras. Ha cambiao la suerte y así lo descubrirá. ¡No me he pasao la vida aquí abajo pa' ná! Yo sé por lo que veo aquí abajo cuándo va a llové, cuándo va a escampá, cuándo soplará el viento, cuándo va a está sereno. Yo, por lo que veo aquí abajo, también sé cuándo ha cambiao la suerte.

—¿Estos hongos que crecen en el cielo raso tienen algo que ver con sus premoniciones? —preguntó Vendale, mientras dirigía su vela hacia una excrecencia irregular de un hongo oscuro que pendía de los arcos, con un efecto muy desagradable y repugnante—. Somos famosos por los hongos de estas cavas, ¿verdad?

—Lo somos, patrón George —respondió Joey Ladle, mientras se apartaba un paso o dos—, y si usté quisiera seguir mi consejo, olvidaría ese tema.

Vendale, con la vara que en ese momento estaba entre dos toneles, tocó suavemente el hongo colgante y preguntó:

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Vaya, no tanto porque nace de los toneles de vino y puede hacerle pensar en la clase de cosas con que un encargao tiene que vérselas cuando hace lo mismo tos los día de su vida, ni porque en cierta fase de su crecimiento tengan gusano, y conseguirá usté que le caigan encima —respondió Joey Ladle, que se mantenía a cierta distancia—, sino por otra razón, patrón George.

—¿Cuál?

—Yo no seguiría tocándoles, si estuviera en su lugá, señó. Se lo diré si se aparta de allí. Primero, échele una mirada a su coló, patrón George.

—Eso hago.

—Ya está hecho, señó. Ahora salga de allí. Se apartó con su vela y Vendale lo siguió con la suya. Cuando le dio alcance y salían los dos juntos, Vendale le echó una mirada mientras atravesaban las arcadas.

—¿Y bien, Joey? El color.

—¿Se parece al de la sangre coagula, patrón George?

—Un poco, quizá.

—Más que un poco, diría yo —farfulló Joey Ladle sacudiendo la cabeza con solemnidad.

—Bien, digamos que se parece; digamos que es idéntico. ¿Y qué?

—Patrón George, dicen…

—¿Quiénes?

—¿Cómo voy a sabe quiénes? —replicó el encargado, en apariencia muy exasperado por la índole insensata de la pregunta—. ¡Ellos! Los que siempre están diciendo toas las cosas, ya sabe usté. ¿Cómo voy a saber yo quiénes son Ellos, si usté no lo sabe?

—Es verdad, siga.

—Dicen que el hombre al que por acidente le caiga un peazo de esa cosa oscura en medio 'el pecho, con toa seguridá será víctima de un Asesinato.

Cuando Vendale, riendo, se detuvo para mirar a los ojos al encargado, que le había echado una ojeada rápida mientras decía con tono irreal aquellas palabras, de pronto tuvo conciencia de que una mano pesada le rozaba el pecho. De inmediato siguió con los ojos la acción de la mano que lo había tocado —era la de su acompañante—, y vio que le había quitado unas briznas o grumos del hongo, que caían, vacilantes, al suelo.

Por un momento dirigió al encargado una mirada tan temerosa como la que el encargado le dirigía a él. Pero al cabo de otro instante habían llegado a la luz del día, al pie de los escalones de la cava, y antes de subir por ellos con despreocupación apagó de un soplo su vela y la superstición al mismo tiempo.

Wilding sale de Escena

A la mañana del día siguiente, Wilding salió sin compañía, tras dejar un mensaje a su empleado. «Si Mr. Vendale pregunta por mí, o si Mr. Bintrey llamara, les dirás que he ido a la
Casa de Niños Expósitos
», dijo. Todo lo que su socio le había expuesto, todo lo que su abogado, siguiendo el mismo criterio, le había explicado, lo dejó inconmovible en su propio punto de vista. Encontrar a ese hombre perdido cuyo lugar él usurpaba era en esos momentos el supremo interés de su vida, y preguntar en la
Casa de Niños Expósitos
era, sin duda, el primer paso que había que dar para hacer ese descubrimiento. Por consiguiente, hacia la Casa de Expósitos se encaminó el bodeguero.

El aspecto en tiempos familiar del edificio había cambiado para él, así como había cambiado el retrato colgado sobre la repisa de la chimenea. La asociación más querida con el lugar que había cobijado su infancia estaba apartada para siempre de la Casa. Un extraño desagrado lo invadió cuando explicó su asunto en la puerta. Le dolía el corazón cuando se sentó a solas en la sala de espera, mientras iban a buscar al Tesorero de la institución. Cuando empezó la entrevista, tuvo que hacer un esfuerzo doloroso para guardar la compostura necesaria y explicar la naturaleza de su averiguación.

El Tesorero escuchó con una expresión que prometía toda la atención precisa y no prometió nada más.

—Tenemos la obligación de ser cautos —dijo cuando fue su turno de hablar— ante todas las preguntas que hagan personas desconocidas.

—No se me puede considerar un extraño —respondió Wilding con llaneza—, yo fui uno de los pobres niños abandonados aquí, en tiempos pasados.

El Tesorero cortésmente reconoció que esa circunstancia le inspiraba un interés especial en su visitante. Sin embargo, lo urgió a referir los motivos por los que hacía sus preguntas. Sin más preámbulos, sin callar nada, Wilding le dijo cuál era su motivo.

El Tesorero se puso en pie e indicó el camino hacia la sala en la que se guardaban los registros de la institución.

—Toda la información que haya en nuestros libros está a su entero servicio —dijo—. Después del tiempo transcurrido, me temo que es la única información que podemos ofrecerle.

Consultados los libros, se encontró la anotación que decía así:

«3 de marzo de 1836. Adoptado y apartado de la
Casa de Niños Expósitos
un varón llamado Walter Wilding. Nombre y datos de la persona que adoptó al niño: Mrs. Jane Ann Miller, viuda. Señas: Lime-Tree Lodge, Groombridge Wells. Referencias: reverendo John Harker, Groombridge Wells, y Messrs. Giles, Jeremie y Giles, banqueros, Lombard Street.»

—¿Esto es todo? —preguntó el bodeguero—. ¿No tuvieron ustedes ninguna noticia posterior de Mrs. Miller?

—Ninguna: de lo contrario habría alguna otra anotación en este libro.

—¿Puedo copiar esta nota?

—¡Por supuesto! Usted está un poco excitado. Permítame que la copie yo.

—Mi única oportunidad, supongo —dijo Wilding, mientras echaba una mirada triste a la copia—, es preguntar en el lugar de residencia de Mrs. Miller, y ver si sus referencias pueden darme ayuda.

—Es la única posibilidad que veo en este momento —respondió el Tesorero—. De todo corazón querría haber podido brindar a usted mayor ayuda.

Con esas reconfortantes palabras de despedida, Wilding emprendió su viaje de investigación, que empezara en las puertas de la Casa de Expósitos. La primera etapa que había que cumplir era, sin duda, acudir al despacho de los banqueros de Lombard Street. Cuando Wilding preguntó por ellos, dos de los socios de la firma no estaban accesibles a los visitantes ocasionales. El tercero, después de aducir ciertas dificultades inevitables, permitió que un pasante examinara el Registro correspondiente a la letra «M». Se encontró la cuenta de Mrs. Miller, viuda, de Groombridge Wells. Había escritas dos largas líneas, con tinta desteñida; al pie de la página se leía esta nota: «Cuenta cerrada, 30 de septiembre de 1837».

Así se había cumplido la primera etapa del viaje, ¡y así terminaba: en un callejón sin salida! Tras enviar una nota al
Recodo del Baldado
para informar a su socio de que su ausencia podría prolongarse durante unas horas, Wilding montó en un tren y se dispuso a realizar la segunda etapa del viaje, que culminaría en la casa de Mrs. Miller, en Groombridge Wells.

Viajaban con él madres y niños: madres y niños que se encontraban en las estaciones, madres y niños que ya estaban en las tiendas cuando él entraba para preguntar por Lime-Tree Lodge. En todas partes la más tocante y tierna de las relaciones humanas se mostraba gozosamente a la luz gozosa del día. En todas partes se le recordaba el engaño entrañable del que había despertado de modo tan cruel, el recuerdo perdido que se había apartado de él como una imagen de un espejo.

A pesar de que preguntó aquí y allí, nadie supo darle razón de un lugar llamado Lime-Tree Lodge. Al pasar delante de una casa de arrendamientos, decidió entrar y hacer la pregunta por última vez. El empleado señaló, al otro lado de la calle, una casa desolada, de muchas ventanas, que podría haber sido una factoría, pero que fuera un hotel.

—Allí estaba Lime-Tree Lodge, señor —dijo el hombre—, hace diez años.

La segunda etapa completada y, nuevamente, ¡un callejón sin salida!

Pero aún quedaba otra posibilidad. Aún podía encontrar a Mr. Harker, el clérigo que había sido fiador. Como entraran clientes que ocuparon la atención del empleado, Wilding se marchó calle abajo, entró en una librería y preguntó si podían informarle de las señas actuales del Reverendo John Harker.

El librero mostró genuino sobresalto y asombro, y no respondió.

Wilding repitió su pregunta.

El librero sacó de la parte baja del mostrador un volumen encuadernado en sobrio color gris. Lo mostró a su visitante abierto en la portadilla interna. Wilding leyó: «El martirio del Reverendo John Harker en Nueva Zelanda. Relato de un antiguo miembro de su rebaño».

Wilding dejó el libro sobre el mostrador.

—Excúseme usted —dijo, tal vez sintiéndose un poco mártir mientras hablaba. El silencioso librero aceptó la disculpa con una inclinación de cabeza. Wilding salió de la librería.

Tercera y última etapa y, por tercera y última vez, un callejón sin salida.

No se podía hacer más; no había más posibilidad que la de volver a Londres, derrotado en todos los frentes. Durante el viaje de regreso, de vez en cuando el bodeguero le echaba una mirada a la copia del asiento del Registro de la
Casa de Niños Expósitos
. Entre las muchas formas de la desesperación, existe una —quizá la más penosa de todas— que se empecina en presentarse vestida de Esperanza. Wilding se impidió a sí mismo tirar el trozo de papel por la ventana del vagón. «Todavía podría llevarme a alguna parte», pensó. «Mientras viva, no me separaré de él. Cuando muera, mis herederos lo encontrarán unido a mi testamento».

Mas la idea de dejar establecidas sus últimas voluntades puso al buen bodeguero en una nueva senda de pensamiento, sin que se apartara de su mente el tema primordial. Tenía que hacer testamento de inmediato.

El uso de la expresión callejón sin salida para definir el caso había nacido de Mr. Bintrey. En la primera y extensa conversación posterior al descubrimiento, ese sagaz personaje había repetido centenares de veces, mientras sacudía la cabeza en un gesto obstinado:

BOOK: Callejón sin salida
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