Read Callejón sin salida Online

Authors: Charles Dickens & Wilkie Collins

Tags: #Clasico, drama, intriga.

Callejón sin salida (6 page)

BOOK: Callejón sin salida
9.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Espero que así sea,
Monsieur
Obenreizer.

—Por favor, en su país tráteme de Mister. Así lo hago yo mismo, por lo mucho que quiero a su tierra. ¡Ah, si yo fuera inglés! Pero no nací tal. ¿Y usted? A pesar de ser parte de una buena familia, ¿desciende usted a practicar el comercio? Pero, nada. ¿Vinos? ¿En Inglaterra es un comercio o una profesión? ¿No será un arte?

—Mr. Obenreizer —respondió Vendale, un tanto desconcertado—, yo no era más que un tonto joven, muy joven, la primera vez que tuve el placer de viajar con usted y cuando usted, yo y
Mademoiselle
, su sobrina… ¿Está bien?

—Está bien, gracias.

—… Compartimos algunos pequeños riesgos entre los hielos. Si con vanidad juvenil me jacté de mi familia, lo hice, creo, para presentarme a mí mismo. Fue algo poco adecuado y de mal gusto; pero quizá usted conozca el proverbio inglés que dice «Vivir para saber».

—Usted le está dando demasiado importancia al asunto —respondió el suizo—. ¡Y qué demonios! Después de todo, la suya era una buena familia.

La risa de George Vendale dejaba traslucir cierta incomodidad en su respuesta.

—¡Pues sí! Estuve muy unido a mis padres y la primera vez que viajamos juntos, Mr. Obenreizer, me encontraba yo en el momento mismo en que había entrado en posesión de lo que mi padre y mi madre me habían dejado. O sea que espero que aquello haya sido, después de todo, una juvenil amplitud de palabra y de corazón, más que jactancia.

—¡Pura amplitud de palabra y de corazón! ¡Nada de jactancia! —exclamó Obenreizer—. Usted quiere pagar un impuesto excesivo. ¡Se aplica un impuesto excesivo, a fe mía! ¡Como si usted fuera su Gobierno a la hora de aplicarle impuestos! Además, eso empezó por mi culpa. Recuerdo aquella noche, en el barco, mientras avanzábamos por el lago, entre las imágenes reflejadas de montañas y valles, riscos y pinares, que eran mis recuerdos más antiguos; entonces dibujé con palabras un cuadro de mi niñez sórdida. Hablé de nuestra pobre cabaña, junto al salto de agua que mi madre mostraba a los viajeros; del establo en el que yo dormía con las vacas; de mi hermanastro idiota que siempre estaba sentado a la puerta o que iba cojeando hasta el puerto para mendigar; de mi hermanastra, que siempre estaba hilando, con su enorme bocio apoyado en una gran piedra; de que yo era una mísera criatura hambrienta y desnuda de dos o tres años, mientras que ellos eran hombres y mujeres con manos duras capaces de pegarme, pues fui el único niño del segundo matrimonio, si es que fue un matrimonio, de mi padre. Era más que natural que usted se comparara conmigo y dijese: «Somos casi de la misma edad; por esa misma época yo estaba sentado en el regazo de mi madre, dentro del coche de mi padre, paseándome por las ricas calles inglesas, con toda clase de lujos a mi alrededor y la pobreza bien lejos de mí. ¡Éstos son mis primeros recuerdos, bien distintos de los suyos!».

Mr. Obenreizer era un joven moreno, de cabello oscuro, en cuya tez curtida jamás se advertía un matiz rosado. En los casos en que otras mejillas mostrarían rubor, las suyas no dejaban ver sino un latido apenas perceptible, como si la maquinaria que debía elevar la sangre ardiente estuviera allí, pero con sus conductos secos. Era hombre robusto, bien proporcionado y de rasgos atractivos. Muchos podían intuir que cierto cambio superficial en él les habría dado más tranquilidad, pero nadie era capaz de definir de qué cambio se trataba. Si sus labios hubiesen sido mucho más gruesos y su cuello más delgado, habrían visto colmados sus deseos.

Pero la gran peculiaridad de Obenreizer era una especie de niebla indefinible que cubría sus ojos —al parecer por obra de su propia voluntad— con un velo impenetrable, que eliminaba no sólo de esos delatores sino incluso de todo su rostro cualquier gesto que no fuera el de la atención. Esto de ningún modo significaba que su atención fuera a centrarse por entero en la persona con quien estuviese hablando, ni tampoco se concentraba en los sonidos y objetos circundantes. Por el contrario, era una vigilancia de todo lo que tenía en su propio cerebro, y de todo lo que sabía o suponía presente en el cerebro de los demás.

En ese momento de la conversación, aquella niebla cayó sobre Mr. Obenreizer.

—El objeto de mi presente visita —dijo Vendale— es asegurarle, casi no necesito decírselo, la cordialidad de Wilding y Cía., el excelente crédito que tiene con nosotros y nuestro deseo de servir a usted. En pocas palabras: esperamos ofrecerle nuestra hospitalidad. Las cosas no están aún ordenadas por completo en nuestra firma, porque mi socio, Mr. Wilding, está reorganizando el aspecto doméstico de la casa, y se ha visto interrumpido por algunos asuntos privados. Creo que usted no conoce a Mr. Wilding.

Mr. Obenreizer no lo conocía.

—Tendrán que verse pronto. Wilding estará muy contento de conocerle, y creo que puedo predecir que usted lo estará de conocerle a él. Supongo que no hace mucho que está usted instalado en Londres, Mr. Obenreizer.

—Acabo de hacerme cargo de esta agencia.


Mademoiselle
… su sobrina, ¿no se ha casado?

—No se ha casado.

George Vendale echó una mirada a su alrededor, como si buscara alguna señal de ella.

—¿Ha estado en Londres?

—Está en Londres.

—¿Cuándo y dónde podré tener el honor de volver a presentarle mis respetos?

Mr. Obenreizer disipó la niebla que lo cubría, tocó el codo de su visitante tal como ya antes lo había hecho y dijo con afabilidad:

—Suba conmigo.

Bastante agitado por la presteza con que se avecinaba la entrevista por él tan deseada, George Vendale subió las escaleras. En una habitación que estaba justo encima del salón que acababan de abandonar —una habitación también amueblada en estilo suizo—, sentada junto a una de las tres ventanas, una joven bordaba con bastidor; una señora mayor, sentada con la cara vuelta hacia otra estufa revestida de azulejos blancos (aunque era verano y la estufa no estaba encendida), limpiaba guantes. La joven lucía una muy abundante cabellera rubia de gran brillo, bellamente peinada en torno a una frente más blanca y generosa que la del tipo inglés habitual, y su rostro también era una pizca —tal vez se podría decir una chispa— más llena que la del tipo inglés habitual, en una figura también algo más llena que la de una joven inglesa típica de diecinueve años. El notable aire de libertad y gracia de sus miembros y de su actitud tranquila, y la magnífica pureza y frescura en el color de su cara poblada de hoyuelos, y en el de sus relucientes ojos grises, parecían estar colmados del aire de las montañas. También se asomaba Suiza, aunque el aire general de sus ropas era inglés, en el gracioso corpiño que llevaba, y estaba latente en el curioso bordado de sus medias rojas y en sus pequeños zapatos que lucían hebillas de plata. La dama mayor, sentada con los pies apoyados en la barra de bronce de la parte baja de la estufa, con el regazo lleno de guantes, de los que estaba limpiando uno calzado en su mano izquierda, era una verdadera imagen suiza de otro tipo; desde la amplitud de su espalda abultada y la solidez de sus respetables piernas (si se considera admisible la expresión), hasta el lazo de terciopelo negro bien ajustado a su garganta para reprimir una creciente tendencia al bocio, o, más arriba aún, hasta sus grandes pendientes de oro cobrizo, o, más arriba aún, hasta su tocado de tul negro montado sobre alambre.

—Miss Marguerite —dijo Obenreizer a la joven—, ¿recuerda usted a este joven?

—Pero —respondió a la vez que se ponía en pie sorprendida y algo confusa— ¿no es Mr. Vendale?

—Sí que lo es —dijo Obenreizer con sequedad—. Permítame, Mr. Vendale,
Madame
Dor.

La señora mayor que estaba junto a la estufa, con el guante puesto en su mano izquierda, como el rótulo de una guantería, se puso de pie a medias, miró a medias por encima de su amplio hombro, se dejó caer en su asiento otra vez y siguió frotando.


Madame
Dor —dijo Obenreizer— es tan gentil que me mantiene libre de manchas y desgarrones.
Madame
Dor complace mi debilidad de ir siempre pulcro y dedica su tiempo a quitar todas mis manchas y motas.

Madame
Dor, con el guante abierto en el aire, escrutaba con ojo avizor la palma; en ese momento vio una mancha rebelde en Mr. Obenreizer y la frotó con energía. George Vendale se sentó junto al bastidor (después de haber estrechado la linda mano que su entrada había detenido), y miró la cruz de oro, que se hundía por detrás del corpiño, con algo similar a la devoción de un peregrino que, por fin, ha llegado al santuario. Obenreizer se plantó en el centro del cuarto con los pulgares en los bolsillos de su chaleco y se cubrió con su niebla.

—Me decía él abajo, Miss Obenreizer —observó Vendale—, que el mundo es tan pequeño que las personas no pueden evitarse unas a otras. Yo lo he encontrado demasiado grande para mí desde la última vez que nos vimos.

—¿Ha viajado usted mucho? —preguntó la joven.

—No, no mucho, porque sólo he ido a Suiza todos los años; pero hubiera deseado, y en realidad lo deseé con frecuencia, que este pequeño mundo no brindara tantas oportunidades de largos desencuentros como brinda. De haber sido menos, podría haber encontrado antes a mis compañeros de viaje, sabe usted.

La guapa Marguerite se ruborizó y echó una mirada fugaz en dirección a
Madame
Dor.

—Nos encuentra usted al fin, Mr. Vendale. Quizá pueda perdernos otra vez.

—Confío en que no será así. La extraña coincidencia que me ha permitido encontrarlos me anima a esperar que no sea así.

—¿Qué coincidencia es ésa, señor, si es usted tan amable? —Un exquisito toque local en esa expresión y su tono lo volvían perfectamente cautivador, pensó George Vendale, al ver otra vez esa mirada rápida dirigida a
Madame
Dor. Cierta advertencia parecía implícita, por muy efímera que hubiese sido la ojeada, de modo que desde ese momento, calladamente, empezó a prestar atención a
Madame
Dor.

—Pues ocurre que me he convertido en socio de una firma comercial de Londres, a la que Mr. Obenreizer hoy mismo ha sido recomendado con calor, y esto por otra firma de negocios suiza con la que ocurre que ambos tenemos relaciones mercantiles. ¿No se lo ha dicho él?

—¡Ah! —intervino Obenreizer, sin su niebla—. No, no se lo había dicho a Miss Marguerite. El mundo es tan pequeño y tan monótono que es envidiable tener una sorpresa en un lugar tan pequeño y aburrido. Es como él se lo ha dicho, Miss Marguerite. Él, que es de tan buena familia y ha tenido una educación tan digna, condesciende en comerciar. ¡Comerciar! ¡Como nosotros, pobres labriegos que hemos salido de entre las acequias!

Una nube se abatió sobre la frente despejada y la joven bajó sus ojos.

—¡Oh, es bueno para el comercio! —prosiguió Obenreizer, con entusiasmo—. ¡Ennoblece el comercio! La desdicha del comercio, su vulgaridad consiste en que cualquier persona de baja condición, como nosotros, pobres labriegos, pueda dedicarse a él y ascender gracias a él. Verá usted, mi querido Mr. Vendale —Obenreizer hablaba con mucha energía—, el padre de Miss Marguerite, mi hermanastro mayor, que duplicaría cumplidamente su edad o la mía de seguir con vida, iba descalzo, casi desnudo, por ese maldito puerto… iba y venía… llegó a comer con las mulas y los perros en una posada bastante lejana del valle mayor, llegó a ser chico allí, mozo de cuadra, camarero, cocinero, propietario. Como propietario me llevó consigo (¿podría haberse llevado a su hermano idiota y mendigo o a la monstruosa hilandera que era su hermana?), para colocarme como aprendiz de un famoso relojero, vecino y amigo suyo. Su mujer murió al dar a luz a Miss Marguerite. ¿Cuál fue su última voluntad y cuáles sus últimas palabras, dirigidas a mí, cuando él murió? «Todo para Marguerite, excepto esta cantidad anual para ti. Eres joven, pero la pongo a tu cuidado, porque provienes de los labriegos más oscuros y pobres que hay, como yo y como su madre; todos somos labriegos sucios y tú lo recordarás». Esto mismo se puede decir de la mayoría de mis paisanos que hoy comercian en este barrio londinense de Soho. Labriegos en otros tiempos; esclavizados labriegos suizos de baja condición. Es decir, que resulta una gran honra para el comercio —en ese punto, de la calidez anterior pasó a una expresión juguetona y jubilosa y volvió a tocar los codos del bodeguero, a modo de ligero abrazo— que sea exaltado por los caballeros.

—No lo veo así —dijo Marguerite, cubiertas de rubor sus mejillas y con una mirada que casi no se fijaba en el visitante con aire de desafío—. Creo que también lo exaltamos nosotros, los labriegos.

—¡Qué vergüenza, Miss Marguerite! —dijo Obenreizer—, usted habla con orgullo inglés.

—Hablo con orgullo verdadero —respondió la joven, y volvió con calma a su labor—, y no soy inglesa, sino la hija de un labrador suizo.

Había en esas palabras una exclusión total del tema, a la que Vendale no podía oponerse. Con ademán serio, dijo unas pocas palabras.

—De todo corazón concuerdo con usted, Miss Obenreizer, y así lo he dicho, de lo que puede dar testimonio Mr. Obenreizer —cosa que no ocurrió—, en esta misma casa.

Por entonces los de Vendale eran ojos veloces y observaban con atención a
Madame
Dor por momentos, por lo que advirtieron algo en las amplias espaldas de la señora. Había una exageración en sus movimientos al limpiar los guantes. Habían sido muy suaves mientras él hablaba con Marguerite, o incluso se habían detenido, como ocurre cuando alguien está escuchando. Cuando el discurso de Obenreizer sobre los campesinos llegó a su fin, la mujer frotó con más vigor, como si estuviese aplaudiendo a esas palabras. Y una o dos veces, cuando el guante (que sostenía siempre ante sí, un poco por encima de su cara) giraba en el aire, o cuando un dedo u otro se alzaba o bajaba, hasta llegó a pensar Vendale que así se establecía una comunicación telegráfica con Obenreizer, cuya espalda en ningún momento estuvo vuelta a la mujer, aunque tampoco parecía hacer caso de ella.

También observó Vendale que, en la actitud con que Marguerite descartó el tema al que por dos veces él se viera arrastrado a causa de la falacia de su presentación, había un deseo de controlar la actitud indignada de su tutor: como si ella lo hubiera instigado contra él, pero por influjo del temor. También observó —aunque era una nimiedad— que Obenreizer en ningún momento transpuso la distancia que lo separaba de la joven en el instante en que se detuvo en mitad del cuarto: como si hubiera límites fijados entre ellos. Tampoco se había referido a ella sin anteponer el tratamiento «Miss», aunque siempre que empleaba la palabra lo hacía con una muy sutil sombra de aire de burla. Y entonces se le ocurrió a Vendale, por primera vez, que algo peculiar en ese hombre, algo que él nunca antes pudiera definir, era definible como una sutil esencia de burla que eludía toda aprensión o análisis. Sintió la convicción de que Marguerite era un tipo de prisionera aunque por propia voluntad, si bien, frente a esos dos que estaban unidos, se mantenía firme por la fuerza de su carácter, lo que, sin embargo, no bastaba para su liberación. Convencerse de esto no significaba estar menos dispuesto a amarla que antes. En resumen, estaba desesperadamente enamorado de ella y totalmente decidido a aprovechar la ocasión que, por fin, se le presentaba.

BOOK: Callejón sin salida
9.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Woman on the Edge of Time by Gavron, Jeremy;
The Lonely Whelk by Ariele Sieling
Her Highness, the Traitor by Susan Higginbotham
The Fall of Carthage by Adrian Goldsworthy
Nikolas by Faith Gibson
The Narrows by Ronald Malfi
The Fallen by Jassy Mackenzie