No sé cómo me puse en pie, ni cómo mis piernas tuvieron fuerza para atravesar el mercado, cuando pensaba que caminaba hacia mi fin. Sentí el bullicio de la gente a mi alrededor, atisbé los montones de aguacates, anonas, chicozapotes, pitahayas y mameys; vi las pilas de algodón, tabaco, copal y henequén, los cestos de camotes, yucas y ñames. Percibía los colores y los aromas, pero todo ello como si anduviese bajo el agua. Recuerdo sonidos, voces, imágenes que después he relacionado con pueblos del interior de la selva, de la lejana Tabasco, de las montañas del sur y de la región de Bacalar, pero en aquel momento todo me daba igual.
Me di cuenta de que era el putún quien guiaba, y que Tekun lo seguía distraídamente, fijándose en las mercancías que se exponían en los puestos a nuestro paso.
Nos detuvimos delante de una de las plataformas de piedra. Cuatro postes en los ángulos sostenían un tupido cerramiento de paños de algodón de varios colores atados con cuerdas. El putún descorrió el velo que hacía las veces de puerta y se echó a un lado para ceder el paso a mi amo. Al fondo, en cuclillas, aguardaba un mercader de una tribu desconocida para mí. El hombre se levantó y saludó con cortesía. Su aspecto era muy extraño. Tenía la cara cuadrada en comparación con los demás, llevaba un enorme bezote de ámbar como el de Taxmar, orejeras también de ámbar y jugaba con un báculo negro rematado con una borla de plumas amarillas de papagayo. Se cubría el hombro izquierdo con un
colotlalpilli
, una preciosa manta de color azafrán con dibujos blancos y rematada por una doble cenefa, y en la mano izquierda agitaba indolente un pequeño ramillete de flores.
El mercader susurró algo al putún, y al hacerlo estiró el cuello y giró la cara, de modo que pude ver bien su tocado. Llevaba el pelo largo y recogido en una coleta alta a la altura de la coronilla, y del mismo nudo colgaba un doble adorno de plumas abiertas como un abanico de la anchura de una mano que le caía sobre el hombro derecho. Su actitud, el tono de voz, la mirada. Aquel hombre imponía. Tiempo he tenido de conocerlos, pero en aquel momento ignoraba qué era un
pochteca
, un mercader mexica, ni era capaz de sopesar el alcance de su poder e influencia.
—Te fatigaste, estarás cansado por venir a verme, descansa ahora —tradujo el putún. Supuse que era una fórmula de cortesía, porque el paseo que habíamos dado no era para fatigar a nadie.
Tekun miró al anfitrión con suspicacia, y luego entendí por qué. La longitud de su pelo indicaba que llevaba mucho tiempo lejos de casa, porque los
pochtecas
se lo cortan antes de emprender un viaje y no lo vuelven a tocar ni a lavar hasta que regresan. Mientras tanto, sólo se lavan el cuello. Lo extraño era que llevara tanto tiempo dando tumbos si de verdad vivía en Xicalango, como el putún había dado antes a entender.
Tan pronto fue traducida su frase de bienvenida, el
pochteca
se acercó a Tekun, lo tomó delicadamente del brazo y lo condujo hasta el fondo de la estancia, donde tenía preparado un asiento. Luego él se instaló enfrente y el putún lo hizo entre ambos para ejercer de traductor. Por primera vez pensé que aquella isla debía de ser inmensa si la habitaban tribus que hablaban diferentes lenguas.
A una señal del mexica, cuatro hombres entraron por un lateral de la tienda. Uno de ellos depositó a los pies de mi amo un montón de mantas y
huípilesl
delicadamente trabajados; otro, una bandeja con una especie de tiara y orejeras de oro; el tercero, una caja de madera repleta de finas navajas de obsidiana y el cuarto, dos ristras de cascabeles engarzados con pequeñas turquesas. Este último, en vez de retirarse como los demás, fue a sentarse detrás del anfitrión.
—Muchas gracias por tus regalos —dijo Tekun con la mirada fija en el otro—.
Es un honor y un placer recibirte en nuestra tierra.
Tradujo el putún, y el mexica disimuló el golpe. De sobra sabía que no era aquélla nuestra ciudad, pero quedaba claro que allí él era inferior a mi amo.
Tekun me hizo entonces una señal, y yo entendí que depositara la caja que llevaba ante nuestro anfitrión. Al retirarme la abrí de cara a él. Un destello verde atrajo las miradas de los dos mexicas. En el interior brillaba un precioso collar de jade.
—Es espléndido, gracias.
—Seguro que podremos cerrar grandes tratos.
—Veo que has traído al
dzul
.
—¿Cuánto quieres por él? —preguntó el de los cascabeles directamente en maya.
El putún hizo rápidamente la traducción inversa. El
pochteca
fulminó al otro con la mirada, y se adelantó a la respuesta de mi amo.
—Te ruego que lo disculpes. Los
tlaltlani
están tan acostumbrados a tratar con esclavos, que han perdido todo rastro de cortesía.
Me alarmé. Aquella reunión trataba sobre mí. Me fijé mejor en el que había preguntado mi precio, y no me gustó su aspecto. Era ancho de hombros, tenía los brazos fuertes y la nariz aplastada. Las mejillas estaban tan hundidas que apenas debían de quedarle muelas, y llevaba el pelo corto, sucio y aceitoso.
—¿Por qué tanto interés? —preguntó Tekun—. No baila, no canta, y esa cara llena de pelo es casi una monstruosidad.
—Es fuerte y parece sano.
—Puedo conseguirte muchos hombres más fuertes y más sanos.
—Es un regalo para nuestro
tlatoani
Moctecuhzoma. Le gustan mucho las rarezas. Por su corte pululan todo tipo de deformes, corcovados, enanos.
Tekun guardó silencio. Esperaba otra respuesta, pero no iba a rebajarse pidiéndola. El
pochteca
lo entendió.
—Llevo mucho tiempo recorriendo la costa en busca de confirmación de unas noticias inquietantes que han llegado a Tenochtitlan.
El mexica se detuvo para dar tiempo al traductor a hacer su trabajo.
—Hablan de hombres con barba procedentes del Este.
—¿Qué tipo de noticias?
—Presagios, más bien. Malos presagios. Hace casi tres años, por ejemplo, los sacerdotes vieron en el cielo una espiga de fuego procedente de oriente, una llama que se extendía aguda en su cabeza y abierta en la cola.
—¿De nuestras tierras?
—De vuestras tierras, o de más allá. Otro día, unos pescadores sacaron un pájaro ceniciento enganchado en sus redes. Cuando lo llevaron al tlatoani, mi señor Moctecuhzoma estaba en la Casa de lo Negro, aquella donde tiene lugar la magia. En la coronilla del pájaro mi señor vio como un espejo en el que se reflejaban en espiral el cielo y las estrellas aun siendo mediodía, y lo tuvo por muy mal presagio. Al volver a mirar le pareció ver en lontananza como si unas personas vinieran deprisa, dando empellones, peleando y.
El mexica dudó cómo seguir.
—Montados en… venados sin cuernos. Llamó corriendo a los otros magos para que contemplaran el prodigio, pero ninguno vio nada.
—Es extraño que esas visiones las tenga tu señor y no los sacerdotes.
—Mi señor es también nuestro sumo sacerdote.
—Y no es el único que ha tenido visiones de sucesos extraños —añadió el tratante de esclavos, pero una mirada del
pochteca
fue suficiente para que se mordiera la lengua y bajara la vista, avergonzado.
—Por eso Moctecuhzoma tiene tanto interés en todo lo que sucede en el oriente de su reino, y en los hombres que de allí proceden.
El
pochteca
estiró la espalda, colocó los pliegues de la manta, dejó reposar el báculo sobre una pierna y extendió el brazo derecho abarcando cuanto contenía la tienda.
—Yo tengo aún más interés en complacer a mi señor, así que dime: ¿qué quieres por el
dzul
? Tu precio es el mío.
Yo seguí con la vista la mano del mexica, descubriendo los fardos de
huípilesl
, de mantas, las cajas de joyas de oro y turquesas, los cuchillos de cobre y obsidiana, las pilas de pieles de conejo, los cestos de hierbas medicinales. Pero Tekun se limitó a mirarme a mí.
—Me honras con tu interés, pero debo responder que no. El
dzul
no está en venta.
Respiré hondo. Miré agradecido a mi amo, y por primera vez sentí simpatía hacia quien hasta ese momento hubiera jurado que era una bestia inhumana.
El regreso por mar fue tranquilo, y un alivio ver por fin tierra conocida. A pie de playa nos esperaban el
batab
, un grupo de
holcanes
y varias decenas de campesinos para transportar heridos y mercancías. Me alegré de volver a casa.
Mi pobre palapa me pareció casi acogedora después de lo vivido.
Un
chilam
se encargó de los heridos, pero nada pudo hacer por Rafael. Llegó ardiendo de fiebre, su herida supuraba un líquido blanquecino y olía a grasa rancia. Agonizó durante casi tres días antes de «entrar al camino», como dicen ellos. Bonito modo de llamar a la muerte. Supongo que un cura lo habría aprobado.
—Mira —me dijo en un momento de lucidez la última madrugada, y lo hizo mostrándome su muñeca derecha en la que llevaba atada una cinta retorcida y vieja color tierra.
Yo me incliné hacia él, expectante.
—Mira… —insistió—. ¿Ves esta cinta?
La acaricié con la yema del índice y asentí.
—Es todo lo que me queda de ella, de ellos, de mi familia.
Volví a asentir en silencio y esperé a que continuara.
—Antes de mi marcha. Lucía me preparó una bolsa con ropa nueva. Dos pares de calzas, dos camisas. Cuando destruimos la ropa para hacer el toldo en la barca me até esta cinta a la muñeca para tenerlos siempre presentes. Ahora ya no hará falta.
No supe qué decir. Calló durante un rato largo, y luego añadió en tono lacónico:
—Ítaca está demasiado lejos.
Empezó a temblar, la fiebre le subió de golpe y de pronto sudaba como si acabara de salir de una alberca. Le tapé con una manta y estuve largo rato musitando frases tranquilizadoras que nadie escuchaba. Por fin pareció dormirse, y yo con él. No sé cuánto tiempo pasó, pero al abrir los ojos vi que me estaba mirando.
—Sácame de aquí. Gonzalo, no me dejes morir en esta tierra —dijo con voz pausada.
Unas enormes lágrimas le velaron los ojos y rodaron sin que hiciese nada por evitarlo.
—Gonzalo, prométeme que irás a ver a mis hijos y les dirás cuánto los quería.
—Rafael.
—¡Júralo!
—Sí. Rafael, claro. Puedes estar seguro de que si alguna vez salgo de aquí los buscaré y les hablaré de su padre.
La muerte de Rafael dejó un vacío en mi interior como no había sentido nunca.
Soledad es una palabra fría que ni de lejos define la angustia de esos días. Con Rafael murió mi pasado. Es verdad que mi viejo mundo había empezado a desfigurarse mucho antes, pero a partir de entonces lo creí falso, un mal producto de mi imaginación.
El funeral de Rafael fue más emotivo que el de José. Los otros esclavos tuvieron claro que Xibalbá, el más profundo de los nueve submundos de los mayas, era su destino, y como para llegar a él había que cruzar tres portones y vadear un lago, le pusieron al cadáver sandalias nuevas. En las manos le colocaron un hueso de mono aullador para defenderse de los perros bravos, y un mechón de pelo cortado de cada lado de su cabeza para espantar a las aves de presa. En la fosa, junto al cadáver, depositaron tortillas, un elote y una calabacita con posol.
Los esclavos eran conscientes de que Rafael había ayudado a librarlos de una muerte segura en los altares de los xiúes, así que después de apisonar de nuevo el suelo de la choza, manifestaron su dolor a lo largo de la noche dando gritos agudos y derramando profusas lágrimas.
Los que no estábamos heridos fuimos enviados de nuevo a las milpas, pero al atardecer del segundo día vinieron a buscarme dos
holcanes
para llevarme al patio central. Bajo la ceiba gigante esperaban el
batab
y su hijo. Un grupo numeroso de guerreros cerraban círculo en torno a ellos. Aquello parecía un juicio, aunque sin la gente del pueblo.
—Aquí está —dijo Tekun a su padre—. A él buscaban los mexicas. Se llama Gonzalo.
El anciano me miró con curiosidad. También tuve la sensación de que era la primera vez que me veía.
—¿De dónde vienes? —preguntó al fin.
Eso sí que era nuevo. Desde que nos capturaron en la playa nunca habían mostrado curiosidad hacia mí o mis compañeros. Supongo que aparte de los extraños harapos que vestíamos y los dos cuchillos, no pensaron que tuviéramos nada que ofrecer. La visita del
pochteca
mexica había sido una llamada de atención.
—Vengo de una tierra muy lejana hacia el levante que llaman Castilla —respondí.
«Castilla». «Castilla», repitieron los guerreros.
—Puede que tenga algo que enseñar —murmuró Tekun.
Uno de los
holcanes
depositó a mis pies un escudo, una lanza, una maza de una madera dura como la piedra, un arco y una aljaba llena de flechas.
—Adelante, enséñanos cómo te enfrentaste a los xiúes.
Varios guerreros del círculo se pusieron en pie y se colocaron alrededor de mí en actitud amenazante.
—Solo no puedo —dije sin atreverme a levantar la mirada.
A una señal de Tekun, dos guerreros jóvenes se acercaron con cara de disgusto.
Miré a mis recién nombrados auxiliares, jóvenes e inexpertos, y luego a los contrincantes: guerreros fuertes, vigorosos, la mayoría veteranos con la cara y los brazos cruzados de cicatrices rituales.
No iba a salir bien.
Intenté recordar los principios que nos inculcaron nuestros capitanes en Nápoles, los mismos que rigieron para las legiones de Roma. Los soldados no deben desparramarse por el campo de batalla, sino permanecer agrupados y en formación. Frente al desorden y la algarabía, debía de reinar el orden y el silencio para que las órdenes de los superiores y las señales del tambor fueran escuchadas por todos al mismo tiempo.
—Si me permitís —dije a Tekun y al
batab
—, debo explicar a estos hombres lo que tienen que hacer.
Ambos asintieron.
Me hice a un lado con los dos y le dije a uno que empuñara la lanza y a otro el arco. Yo tomé el escudo y la maza. Las flechas eran de las que usan para cazar pájaros, con una bola de madera en la punta. Nuestros contrarios llevaban cada uno todas sus armas: flechas, escudo, lanza y maza.
Coloqué delante y agachado al de la lanza, yo me puse a su lado protegiéndole con el escudo y di instrucciones al arquero para que se situara detrás de nosotros. Les expliqué que debíamos movernos al unísono, los tres siempre a la vez, ya que un arma complementaba a la otra. Probamos el desplazamiento una vez, dos. Cuando no se quedaba uno descolgado, lo hacía el otro, pero después de una docena de intentos, al gritar «derecha», los tres dimos un paso en esa dirección.