Caminarás con el Sol (4 page)

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Authors: Alfonso Mateo-Sagasta

Tags: #Histórico

BOOK: Caminarás con el Sol
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Según nos acercábamos a su ciudad, empezamos a escuchar golpes de hacha en los bosques, a cruzar campos trabajados y grupos de cabañas diseminadas con huertos y mujeres moliendo grano a sus puertas. Los guerreros lanzaban gritos agudos para llamar la atención sobre nosotros, y todos interrumpían con curiosidad sus tareas para vernos pasar, señalarnos la cara con el dedo y romper a reír. Caí entonces en que éramos los únicos hombres con barba.

El primer edificio de piedra nos sorprendió: tampoco había visto nada parecido en ninguna de las otras islas. Al poco hubo otros, y de pronto nos encontramos en el centro de una plaza formada por varias construcciones impresionantes. La más importante, una pirámide escalonada, estaba encalada de blanco hasta la parte superior, que tenía un tono ocre. Por todas partes nos llegaban ráfagas de humo de copal.

Los guerreros no permitieron que nos detuviéramos y nos llevaron hasta uno de los edificios que se levantaban a un lado de la pirámide. En la puerta nos despojaron de los escasos restos de ropa que aún vestíamos y nos alinearon frente a un vano tapado con gruesas cortinas de algodón y flanqueado por dos guerreros con cinturones de piel de jaguar. Parecía tener lugar una fiesta, se oía una música que sonaba como un soplo de viento por el cañón de un torrente en época de lluvias. De pronto se corrieron las cortinas y los guerreros que nos custodiaban nos empujaron dentro.

La sala estaba en penumbra, a pesar de que había prendidas varias teas de ocote y algunas lamparitas de aceite, y el ambiente se sentía muy cargado. Apenas tuve tiempo de hacerme una idea de dónde estaba. Casi chocamos con los músicos, que ocupaban el centro de la sala, de pie y sentados en el suelo. Al vernos estrecharon sus instrumentos —pequeños atabales de mano, tambores grandes de palo hueco, largas trompetas de madera y calabaza, silbatos de hueso y de caña, caracolas.— y se abrieron a los lados. Entonces tuve una primera visión de lo que me pareció un rey en su trono.

Se hizo el silencio. Los guerreros nos golpearon las piernas para que nos arrodilláramos y la cabeza para que miráramos al suelo. Ellos se inclinaron a su vez, tocaron el suelo con la mano derecha y luego se la llevaron al hombro contrario. Pensé que quien ocupaba el trono debía de ser una especie de sultán.

En aquel momento no alcanzaba a ver más que los objetos depositados a sus pies: fardos de frijoles, telas dobladas o enrolladas en largos palos, manojos de plumas multicolores, cuentas de jade, conchas marinas. Parecían regalos, y conjeturé que nosotros formábamos parte del lote. Tardaría muchos meses en enterarme de que Aquincuz, el viejo
halach uinic
, que es como aquí llaman a sus reyes, acababa de morir, y que el muchacho que yo entreví aquella noche en el trono era su hijo Taxmar, el joven príncipe heredero, en cuya ceremonia de coronación estaba a punto de tomar parte.

Tekun tomó la palabra. Supongo que habló de nosotros, de cómo nos habían encontrado y capturado. Debía de ser buen orador; hablaba despacio y mantenía a todos pendientes de su historia, así que, aprovechando mi posición en un extremo del grupo, giré un poco la cabeza y eché un vistazo al trono y a su ocupante.

Mi primera impresión fue que Taxmar era un muchacho muy joven, casi un adolescente. Estaba sentado con las piernas cruzadas sobre un trono bajo cubierto de esteras finas y cojines y vestía un coleto de piel de jaguar sin mangas y un taparrabos cubierto de plumas. Una llamativa manta de algodón le cubría la espalda y la parte izquierda del pecho, y en la cabeza lucía un espectacular tocado de plumas, extrañas figuras de papel y abalorios. Pese a lo majestuoso de la pose, el joven príncipe emanaba un halo de inseguridad que se traslucía en el modo de empuñar el cetro de oro labrado como si fuera un escudo.

Comprobé que nadie se fijaba en mí y me aventuré a mirarlo con más detenimiento. Me parecieron la cabeza y el rostro más extraños que había visto nunca. Apenas tenía mentón, era completamente bizco y la frente parecía seguir la línea de la nariz. Para remate, llevaba dos orejeras enormes y el labio inferior horadado con un bezote de hueso de casi cuatro dedos de largo y rematado con una cabecita labrada de oro. El peso de semejante joya tiraba del labio hacia abajo dejando al descubierto una línea de pequeños dientes muy blancos. La saliva hacía pocito en el labio y resbalaba por el hueso. Parecía una mantis religiosa contaminada de humanidad.

Hubiera dicho que era un ser deforme como los enanos que estaban sentados sobre unas esteras a sus pies, pero luego observé que apenas destacaba del resto de su corte. La mayoría de los presentes tenían la cabeza apepinada y bizqueaban. Todos parecían sacados de un mal sueño.

Cuando Tekun terminó su relato, se acercó a nosotros uno de los hombres que rodeaban el trono, el que luego supe que era el sumo sacerdote, el
ah kim
. No parecía viejo, pero andaba titubeante, de modo que la inmaculada manta blanca que le cubría parecía bailar a su alrededor.

Al llegar a la altura de Jerónimo de Aguilar se detuvo, dijo algo y le golpeó con una vara en el hombro. Jerónimo lo miró con los ojos muy abiertos, suplicantes.

Yo estaba a su lado y tenía la vista fija en el suelo y en los llamativos ribetes azul y rojo del vuelo de su capa. Vi también que le faltaban varios dedos de los pies, y encima olía a podrido. El olor era tan penetrante que no pude evitar alzar la vista. El hombre parecía esperar una respuesta mientras agitaba ante sus narices un ramillete de flores. Entre la postura y la falta de luz no pude verlo bien, pero me di cuenta de que tenía el pelo largo y lo llevaba enrollado en torno a la cabeza como una espesa pella de barro. Ni en mis peores pesadillas hubiera podido imaginar que aquella masa fuera sangre seca.

El
ah kim
no esperó más. Con absoluta indiferencia le dio una bofetada a Jerónimo, y cuando éste se inclinó echándose las manos a la cara, le cruzó la espalda con media docena de varazos.

Mientras tanto, otro de aquellos hombres, éste con el pelo muy corto, intentaba hablar con Rafael Aguilera.

—No entiendo —decía Rafael en tono suplicante—. No entiendo.

El español miró con prevención a su interlocutor, y éste le dio un puñetazo en la nariz. Un borbotón de sangre le tiñó los labios y los dientes de rojo brillante.

En ese momento los enanos se pusieron en pie. Al contrario de lo que había oído contar de las cortes europeas, a éstos los trataban con deferencia, al menos eso pensé al ver cómo se apartaban todos a su paso.

El mayor de ellos, de cabeza enorme y ojos saltones, se acercó a José Fresnedo, le observó de cerca con descaro e hizo una seña a los guerreros, que le inmovilizaron los brazos y le pisaron las piernas. Se acercó entonces enseñando sus dientes diminutos con una sonrisa, le acarició el rostro, ensortijó sus gordezuelos dedos en la barba trigueña y tiro con fuerza hasta que se quedó con un mechón de pelo en el puño. José aulló de dolor, se agitó con violencia y maldijo al enano, mientras éste desmigaba ostentosamente su trofeo por la estancia. Los presentes, encantados, rompieron en estruendosas carcajadas.

El ambiente se caldeó aún más.

Un hombre gordo con la panza como un rucio preñado se acercó a mí, me dio dos bofetadas, una de ellas en la oreja, y me tiró contra el suelo. El golpe me dejó sordo durante un buen rato, pero no tuve tiempo de quejarme. El indio me clavó la rodilla en la espalda, me retorció el brazo derecho y con la punta de un cuchillo me arrancó dos uñas. Mis gritos entusiasmaron a los espectadores.

Cuanto más sufríamos nosotros, más a gusto parecían ellos.

Mi torturador se incorporó, y por un instante creí que ya había sufrido mi parte, que lo peor había pasado. Nada más lejos. El otro enano corrió hacia mí dando gritos y se sentó de golpe sobre mis hombros. Apenas podía respirar con la boca y la nariz pegadas al suelo, pero mi angustia debió de resultar de lo más hilarante porque el repiqueteo de la risa del enano se oía por encima de mis jadeos. Por el rabillo del ojo vi pasar el vuelo de la manta del
ah kim
. De pronto dos guerreros me separaron las piernas y el sacerdote asió por detrás mi sexo con firmeza. Debía de dar la impresión de que me iba a ordeñar como a una cabra, o a capar como a un carnero. Me entró el pánico y empecé a gritar y a agitarme, para regocijo de mi jinete. Pronto me quedé sin aire y me dolieron los testículos, así que me mantuve quieto. Sentí que tiraban del prepucio y que lo atravesaban con una aguja enorme. El pinchazo me llegó como un rayo hasta el cerebro. El sacerdote pasó entera la aguja y dejó correr la sangre sobre un papel.

Luego entregó éste a uno de sus ayudantes para que lo arrojara a un pebetero.

Tras una débil llamarada, el humo ascendió entrelazado al del copal que ardía frente a las pequeñas imágenes de los repulsivos dioses que ocupaban las esquinas.

Sólo entonces me soltaron y pasaron al siguiente. Ninguno de nosotros escapó a sus torturas. Cuando se cansaron, nos empujaron contra una pared y el joven príncipe ordenó volver a la orquesta. Después de nuestra comparsa, los músicos tuvieron que mojar sus instrumentos con licor para animarlos un poco antes de hacerlos sonar de nuevo. Los bailarines que entraron a continuación se encargaron de extender nuestra sangre por toda la sala.

Antes del amanecer nos encerraron en una jaula con barrotes de bambú. Pese a haber tres juntas nos amontonaron en una como ponedoras en un corral, después de limpiar y tratar nuestras heridas y de darnos de comer tamales y tortillas. Se hacía difícil entender a una gente que ponía tanto empeño en hacernos daño como en curarnos, y esa extrañeza dio pie a una discusión en la que pusimos a prueba nuestros conocimientos geográficos y humanos adquiridos en puertos, tabernas y universidades.

—El Almirante lo sabía… —masculló Julián.

—¿Qué sabía? —saltó Salamanca.

—Que había pueblos extraños —aclaró el vizcaíno.

Salamanca hizo un mohín con la boca y exhaló un golpe de aire.

—Don Cristóbal dijo que más allá de La Española había hombres de un ojo y otros con hocico de perro que bebían la sangre de sus congéneres y luego se los comían —insistió Julián.

—Habladurías —intervino Jerónimo de Aguilar—. Que se sepa, él no llegó a ver a ninguno.

—¿Y la pirámide? —preguntó Acevedo con su voz rota—. ¿Cómo se explica?

No hemos podido llegar a Egipto.

Todos miramos a Salamanca, pero el que respondió fue Rafael Aguilera.

—A Egipto no —dijo el bachiller con autoridad—, pero el gran Alejandro llegó a Asia, y Alejandro había visto las pirámides. Si esto es Asia, puede que esta gente sea descendiente de aquellos que acompañaron a Alejandro.

Blanca, la criada, le interrumpió para dirigirse al piloto.

—Salamanca, ayer dijiste que podíamos haber llegado a Cipango.

—O a Catay —sugirió Julián—. Si hay papel, podemos estar en Catay.

El piloto asintió despacio antes de responder:

—Es posible, las corrientes nos llevaban siempre hacia el este.

—Pero esta gente no tiene la tez clara ni los ojos rasgados —protesté yo.

—Si no es Cipango, puede ser una isla de súbditos del Gran Jan —insistió el vizcaíno.

—No lo creo. No he visto espadas, ni corazas, ni arneses de cuero —comentó Aguilera—. Tampoco he visto todavía ningún caballo. Sin embargo, en la parte alta de la pirámide me ha parecido ver un templo. ¿Será su mezquita?

Acevedo esbozó una sonrisa torcida.

—Entonces esto tendría que ser Persia —dijo con desdén—, no Catay.

—No puede ser —repliqué yo—. Nunca he oído que los persas saquen el corazón a la gente.

—A lo mejor estamos en la isla de Ofir —opinó María Vara en un susurro—.

Mi marido me contó que ésa era la tierra de donde el rey Salomón sacaba su oro.

Salamanca negó enérgicamente con la cabeza, pero luego sus palabras surgieron templadas.

—La isla de Ofir está en el Mar Rojo —comentó—, y es imposible que hayamos llegado hasta el Mar Rojo.

—¿Y en una de las siete ciudades de fray Marcos de Niza? —preguntó, retórico. Aguilera.

—Las ciudades de Cíbola —aclaré yo—. ¿Y en qué barcos llegaron hasta aquí tus obispos? —pregunté con sorna.

—Los caminos del Señor.

María Vara se rebulló en su sitio, esbozó una señal de la cruz sobre su rostro macilento e intentó acomodar los escasos harapos que aún cubrían su cuerpo consumido.

—Me ha parecido ver que cuando quemaban esos papeles empapados en sangre hablaban con el humo —comentó la mujer, temerosa hasta del sonido de su voz.

—Los jacobitas de Tierra Santa también lo hacen —dijo Aguilar con la autoridad que le confería empuñar un librito de horas—. Encienden un fuego, le ponen resinas de olor y le cuentan al humo sus pecados; pero los santos padres dicen que eso es de herejes, que hay que confesarse a los hombres.

—¿Os habéis dado cuenta de cómo nos miraban todos? —preguntó Julián cambiando de tema.

—Es la barba. Me he fijado en que ningún hombre tiene —respondí yo acariciando la mía.

—Eso cuenta Mandavila del país de Marchi —añadió Rafael.

—Mandavila. Mandavila. Muchas cosas dice haber visto ese Mandavila —murmuró Salamanca.

—No sólo él. Eso está en todos los libros sobre el mundo —insistió Rafael. Si algo le molestaba es que se pusiera en duda lo que estaba escrito en los libros.

—A lo peor hemos dado con Etiopía —comentó Julián—; dicen que es tierra de mucho calor.

—Y donde los hombres y mujeres tienen rabo detrás como los animales —añadió Acevedo de modo que casi ninguno le entendimos.

—Yo creo que ésta debe de ser la tierra del preste Juan —opinó José Fresnedo, que había estado muy callado hasta entonces—. Dicen que hace frontera con Catay y que está llena de perlas y piedras preciosas, y el rey que vimos ayer tenía muchos adornos de oro y un pectoral de piedras verdes y azules.

—En muchos reinos hay joyas —replicó Aguilera con cierto desdén—, y si no recuerdo mal dicen que los pobladores de la tierra del preste Juan son sátiros con cuernos y pezuñas en vez de pies.

—Pues al hijoputa que casi me capa le faltaban unos cuantos dedos —comenté yo.

Hablamos, hablamos, hablamos. El miedo nos había aflojado la lengua, y aprovechamos para repasar todos los lugares y monstruos de los que teníamos noticia en busca de parecidos con nuestros captores, pero ni éstos tenían cabeza de perro, ni eran enanos con la cara en el pecho y ojos en la espalda, ni tenían los labios tan grandes que les pudieran cubrir la cara cuando dormían, ni patas de caballo, ni el cuello y la cabeza como una grulla, ni las orejas como mangas de tabardo, ni eran peludos como osos, ni tenían cuatro ojos en la frente, ni eran cíclopes, ni andaban con los pies al revés que nosotros.

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