No nos habría sorprendido encontrar allí nada de eso, al menos no más que lo que el destino nos tenía reservado.
El segundo día nos alinearon fuera de la jaula para que Tekun y el anciano sin dedos en los pies, el
ah kim
, pasaran revista. El guerrero se había lavado la cara, y las tres rayas dibujadas a cada lado de la boca se veían claramente abultadas.
Eran cicatrices teñidas de negro.
Nos separaron en dos grupos: a Jerónimo de Aguilar. Rafael Aguilera. José Fresnedo, a las dos mujeres y a mí nos volvieron a meter en la misma jaula; y a Juan de Acevedo. Francisco Salamanca. Tomás Colchero y Julián Ternero los encerraron en otra. El criterio de selección era evidente; los fuertes y sanos por un lado, y los débiles por otro.
A partir de entonces, el trato que les dispensaron a ellos fue más benévolo. Su comida era mejor y más abundante, les servían carne y frutas variadas mientras que a nosotros sólo nos daban bolas de maíz hervido. No podía evitar mirarlos con envidia, y temí lo peor. Vi claro que ellos iban a ser conservados, mientras que los demás. Era lógico, así funcionaban también nuestras encomiendas; sólo los fuertes sobrevivían, salía más a cuenta conseguir esclavos nuevos que cuidar a los débiles y enfermos.
Al amanecer del cuarto día pintaron de azul a los elegidos y les pusieron unas corozas en la cabeza. A nosotros nos dieron de comer lo de siempre, pero a ellos sólo unos hongos antes de sacarnos de la jaula y conducirnos en dos grupos hasta la plaza principal de la ciudad. Había gente por todas partes, hasta en las escalinatas y las gradas de los edificios, y se empujaban unos a otros para vernos pasar. Tuve la sensación de estar en el patio de un corral de comedias, pero con varios escenarios alrededor lujosamente adornados con historiadas cresterías de estuco que resaltaban rojas, azules, amarillas y negras sobre el fondo blanco. La procesión avanzaba despacio al ritmo de los timbales, caracolas, sonajas y trompetas que tocaban en la escalinata de palacio.
Muy a mi pesar, me sentí sobrecogido por el boato y la magnificencia de aquella ceremonia. Si no fuera por el miedo que me dominaba, hubiera dicho que era hermosa.
Al entrar en la plaza nos separaron. A nosotros nos llevaron hasta el pie de la pirámide que habíamos entrevisto el primer día, junto al arranque de la escalinata. Aproveché para echarle un vistazo. Estaba formada por ocho terrazas superpuestas, cada una de la altura de dos hombres, y en la parte superior se alzaba una especie de oratorio, su mezquita, como le había llamado Aguilera.
Aunque estaba construida de piedra, se veía enlucida entera de blanco salvo el último escalón y el templete, que eran de color ocre oscuro, casi negro. Lo primero que pensé fue en un volcán en erupción. Al final de la escalinata, bien visible, había una piedra como un mojón redondeado en su cara superior, y algo más retrasado y pegado al muro del templo, un nicho de madera cubierto con cortinajes de color púrpura.
El sol estaba en todo lo alto, y la gente abarrotaba la plaza. Me fijé entonces en un madero que había junto a nosotros, cubierto de sangre y rodeado de plumas, y sentí un retortijón de angustia. Una fuerte presión me oprimió el pecho y noté en la boca un regusto a bilis. Tuve que cruzar los brazos con fuerza para controlar el temblor de mis manos.
Después de una prolongada llamada de las caracolas, el
ah kim
apareció en la terraza superior vestido con una especie de túnica bordada con plumas coloradas, amarillas y azules, bajo la que asomaban numerosas tiras de algodón.
Llevaba la cabeza cubierta con un penacho enorme armado también con plumas de todos los tamaños y figuras de pulpa de corteza, y en la mano derecha empuñaba un pequeño cetro rematado con colas de serpientes de cascabel.
Con gran pompa y aparato, sus cuatro ayudantes colocaron sahumerios cargados de copal en las esquinas de la plataforma, antes de pintar la piedra redondeada del mismo azul que los cautivos.
Reiniciaron las caracolas su lúgubre llamada y los tambores su lento redoble.
Entonces volvimos a ver a nuestros compañeros. Pasaron por delante de nosotros para subir a la pirámide. En aquel instante volví a sentir una punzada de angustia por mi destino y una profunda envidia de los elegidos.
Quién iba a imaginar lo que sucedió a continuación. Los ayudantes del
ah kim
sujetaron a Acevedo por las extremidades y lo tumbaron boca arriba sobre la piedra azul. El hombre forcejeó un poco, se veía que no estaba cómodo, la piedra era estrecha y la espalda se le doblaba en una postura muy forzada. El sacerdote se situó a su izquierda. Le veíamos mover los labios, pero su voz no llegaba hasta nosotros. Cuando extendió los brazos sobre el pecho del prisionero se hizo un gran silencio. Despacio, juntó las manos y las levantó por encima de su cabeza. Entonces distinguimos con claridad el enorme cuchillo de pedernal que sujetaba entre ellas.
No sé si Acevedo llegó a darse cuenta de lo que iba a pasar. El sacerdote descargó un golpe tremendo por debajo de la última costilla, inclinó el mango hacia delante y tiró con fuerza hacia sí, de modo que al sacarlo abrió una herida ancha y profunda. El silencio en la plaza era tan intenso que escuchamos el grito de horror de Acevedo como si estuviera a nuestro lado. De inmediato, el sacerdote hundió la mano en la herida, forcejeó un instante y al momento alzó sobre su cabeza el corazón de nuestro compañero para que todos pudieran verlo.
Hubo una explosión de júbilo. La gente gritó entusiasmada. Yo cerré los ojos con angustia, y cuando los abrí de nuevo alcancé a ver cómo un ayudante desaparecía en el interior del templo con el corazón en un plato.
Miré entonces al resto de mis camaradas pintados de azul. Un grupo de guerreros habían estrechado el cerco por si alguno intentaba huir, pero ninguno se movió. Tomás lloraba silenciosamente, a Julián se le habían aflojado las rodillas y estaba sentado en el suelo con la mirada perdida y Francisco negaba con la cabeza como si no quisiera aceptar lo que acababa de ver. De hecho, después de que los chacs, los ayudantes del
ah kim
, decapitaron a Acevedo y empujaron su cadáver por la escalinata para que rodara hasta el pie, se dejó conducir mansamente hasta el tajo sin oponer la más mínima resistencia.
Yo no entendía nada. Estaban sacrificando a los más fuertes, a aquellos de los que podían obtener un beneficio, los aptos para el trabajo, los que habían luchado. Aquel crimen parecía una venganza, y casi sin darme cuenta di gracias a Dios por haber estado tan débil y no haberme defendido con vigor en la playa.
Tres veces repitieron la ceremonia, y al extraer el corazón del pobre Julián, se descorrieron las cortinas del nicho de madera y de dentro surgió, como si de un nacimiento se tratara, el joven Taxmar. Se le veía erguido, más fuerte, revitalizado y fortificado por la sangre de los muertos.
Su pueblo irrumpió en un clamor. Los tambores redoblaron, las largas trompetas de madera bramaron al unísono y más de una docena de guerreros soplaron sus enormes caracolas para arrancarles su grave y misterioso sonido.
De pie ante sus súbditos y cubierto con una fina manta bordada. Taxmar esperó a que los chacs colocaran tras él un trono de madera con la forma de un jaguar.
Tomó entonces asiento de forma indolente y aguardó inmóvil a que su madre le hiciera entrega de la corona, un alto tocado de plumas que se sostenía con una bellísima diadema de jade.
A partir de ese momento toda la corte desfiló postrándose ante él y depositando regalos a sus pies. Cumplido el besamanos, se acuclillaban a su espalda con los brazos cruzados, o con una mano apoyada en el hombro opuesto en señal de sumisión.
Al pie de la pirámide, el espectáculo era bien distinto. Un grupo de sacerdotes jóvenes remataba la carnicería. Unos ensartaron las cabezas de los sacrificados en unas picas y las colocaron sobre la plataforma que estaba a la derecha de la pirámide, y otros trocearon los despojos y los repartieron entre los presentes.
Dos piernas fueron arrojadas, entre risas, en el centro de nuestro aterrado grupo.
Lo que al principio creí pintura, la lava de aquel volcán, resultó ser sangre seca.
Puede resultar extraño que sintiera tanto miedo esos días, porque a pesar de mi juventud era soldado y de sobra conocía el horror.
Mi madre dejó de pensar que yo cantaría misa la tarde en que una lengua de mar barrió de cubierta a mi hermano Diego. El cadáver apareció una semana más tarde en la orilla, zarandeado como un tronco a la deriva. Yo había cumplido doce años, faltaban brazos en casa y apremiaba reunir las dotes de mis hermanas. Apenas tuve tiempo de despedirme de mis compañeros. Mentiría si dijese que lamenté dejar la escuela; por entonces tenía claro que la paciencia y la templanza no estaban entre mis virtudes, pero para mi madre debió de ser un mal trago. No sólo había perdido a un hijo, sino que además tenía que renunciar al sueño de una vejez tranquila como ama de cura al amparo de algún beneficio eclesiástico.
Por suerte, no tuve que embarcarme con el tío. El arráez de una de las almadrabas del marqués de Ayamonte era hombre de palabra y tenía una vieja deuda pendiente con mi padre, que saldó dándome trabajo de atalaya. La tarea no era difícil: otear los bancos de atunes desde una torre de la costa y vigilar el horizonte atento a los barcos berberiscos. Los grandes peces eran piezas codiciadas a ambos lados del estrecho de Gibraltar.
Durante unos meses al año, de abril a junio, se levantaba en la costa un pueblo artificial de paño y madera en el que faenaban más de doscientas personas de todos los oficios, y entre ellos soldados, muchos soldados. Si peligrosas eran las incursiones de los piratas africanos, no lo eran menos las de los hombres del duque de Medina Sidonia o del de Arcos. Los grandes señores de esas tierras eran capaces de cualquier cosa para mantener expedita la ruta de los atunes hacia sus copos, y eso incluía destruir las almadrabas de los demás.
Los dos primeros años trabajé de atalaya, y en cuanto tuve fuerza suficiente pasaron a contratarme primero de pilero, que son los que almacenan las capturas, y luego de calonero, que son los que mantienen extendidas y caladas las redes con unas largas pértigas. Con dieciséis años me alisté como soldado.
¡Pensar que aprendí a usar la espada en una almadraba! Pero era tarea bien peligrosa; no había campaña en que no se libraran media docena de combates y otras tantas refriegas en burdeles y bodegones. Esa experiencia me valió luego para destacar en los alzamientos con que los moriscos recibieron el nuevo siglo en las Alpujarras y en la sierra de Ronda. A partir de entonces, firmé como soldado en las compañías del rey.
Entretanto, crecían los rumores de guerra en Italia.
La pugna por el reino de Nápoles se había complicado hasta el punto que Fernando de Aragón y Luis XII de Francia reclamaban la Corona frente al rey Fadrique, legitimado por el Papa, quien intentaba por todos los medios mantener su independencia. Los ejércitos de unos y otros se repartían el territorio, pero en 1502 los franceses se sintieron más fuertes y empezaron una nueva campaña para expulsar a las escasas tropas que el rey Fernando mantenía en Calabria bajo el mando de Gonzalo Fernández de Córdoba.
Con dieciocho años recién cumplidos desembarqué en Rijoles, cerca de Regio, en el reino de Nápoles, pensando que el mundo era un plato que me podía comer de una sentada. Corría ya la primavera de 1503, y largo y templado fue el día en que entré en combate contra el ejército de Francia a las órdenes de don Francisco de Andrade.
Seminara. Nunca olvidaré el lugar. No fui testigo del primer choque, cuando nuestra caballería ligera desbarató a la pesada de D'Aubigny, pero estaba entre los rodeleros que arremetieron contra los confiados cuadros de picas suizos. Sin darles tiempo a reaccionar nos colamos entre sus líneas y a fuerza de daga y espada provocamos su dispersión. Luego, la caballería hizo el resto.
Por suerte, fui uno de los tres correos que envió don Francisco para informar de la victoria a don Gonzalo Fernández de Córdoba, que esperaba acontecimientos acuartelado en Badetta con el grueso del ejército. Unos días más tarde, nuestro Gran Capitán dio orden de partir, y yo me fui con ellos enrolado en el cuadro de Diego García de Paredes. Nuestro destino era la ciudad de Ceriñola.
La victoria de Ceriñola fue importante, pero la guerra aún no había terminado. A continuación participé en los sitios de Castell Nuovo y Castell dell'Ovo, las fortalezas de la ciudad de Nápoles, y después marché con mis compañeros hasta el río Careliano, donde nos esperaba un renovado ejército francés. La campaña duró todo el otoño y parte del invierno, y no terminó hasta que cruzamos por sorpresa el río en diciembre provocando la retirada de los franceses en desorden hacia Gaeta. Su caballería pesada formó en retaguardia junto al puente de Mola di Gaeta para proteger los restos de su ejército, y aquel rasgo de honor les costó la vida a Pedro Bayardo, a Roger de Beart, a Perot de Payenne. Los últimos caballeros.
Conocí la guerra, sí, y sus efectos más allá de los campos de batalla. Fui testigo de cómo la violencia lo impregnaba todo, igual que el humo de los pebeteros de estos monstruos, y no puedo negar haber visto de cerca a la muerte, incluso haberle servido alguna vez de acólito. En un ejército se aprende pronto ese oficio, ira y venganza tienden a confundirse con justicia. He ahorcado y decapitado a hombres de mi condición, y también he degollado a algún que otro hidalgo confeso que suplicaba una muerte más honrosa que la soga.
Después de Ceriñola, cuando marchábamos en dirección a Nápoles, hicimos una parada a las afueras de Melfi. El descontento cundía entre la tropa porque no acababa de llegar la soldada, y muchos de los proveedores no nos fiaban ya ni la comida. La situación era especialmente injusta, considerando la entrega con que ejecutábamos el trabajo que se nos encomendaba. Antes de levantar de nuevo el campamento, cundió la rebelión, y de común acuerdo decidimos entrar en la plaza, saquearla y atrincherarnos en ella en espera de acontecimientos. Hubo robos, violaciones, asesinatos. Cuando volvimos a la obediencia, los cabecillas del motín fueron detenidos y a mí me tocó formar parte del piquete que les quitó la vida. Me queda el consuelo de que lo hicimos rápido, nos colgamos de sus cinturas para romperles el cuello y que no patalearan. En agradecimiento, nos dieron sus botas, sus armas, su última paga. Don Gonzalo no permitió siquiera que los enterráramos; sus cuerpos quedaron como juguete del viento para ejemplo de soldados.