—¿Es Quetzalcóatl también dios de los itzaes? —pregunté.
—Aquí lo conocemos como Kukulkán, y nuestros antepasados fueron quienes le acompañaron hasta estas tierras. Vivió una temporada en Champotón y fundó las ciudades de Mayapán y Chichén. Pero Tezcatlipoca nunca le dio reposo. Por eso un día, desesperado. Quetzalcóatl disparó su arco contra una ceiba, se metió en la hendidura de la flecha y se dejó morir. Sus servidores tomaron su cuerpo y lo quemaron. Del humo dicen que surgió la gran estrella llamada Héspero.
El
chilam
calló y cerró el libro sagrado. Todos se quedaron mirándome en suspenso, como si yo tuviera que completar la historia.
—Si Quetzalcóatl ha muerto… —dije con precaución— ¿qué teme el
tlatoani
mexica?
—No todos coinciden en esa versión de su muerte —intervino el
ah kim
—.
Otros cuentan que cuando le llegó la hora, subió a una balsa hecha de culebras llamada
coatlapechtli
y desapareció navegando hacia levante. Pero antes prometió volver, y que entonces suya sería la venganza.
—Por eso los mexicas sienten temor ante toda novedad que proceda de oriente, porque la leyenda anuncia que de allí vendrá su destrucción —comentó Tekun—. De eso habló el mercader que conocimos en Zama.
—En el año 1-caña —volvió a hablar el
ah kim
—, dentro de tres años, se conmemorará el año del nacimiento de Quetzalcóatl, el año en que prometió a los hombres regresar cuando se fue navegando sobre su balsa de serpientes.
—¿Y bien? —volvió a preguntar Taxmar—. ¿Tienes algo que ver con Quetzalcóatl? ¿Eres acaso su mensajero? ¿Un heraldo?
Negué enérgicamente con la cabeza, y luego de palabra.
—No señor, no tengo nada que ver. Vengo del este, de muy lejos, eso es cierto, pero nunca he visto a ese Quetzalcóatl, ni Kukulkán ni ninguna barca hecha con serpientes.
—Quizás les preocupe que Ah Na Itzá tenga barba, como dicen que tenía el dios —comentó el
chilam
.
Tekun asintió lentamente, se rebulló en el suelo, estiró la espalda y se ajustó la manta sobre los muslos.
—Seguro que los regalos de los mexicas iban acompañados de un plazo y un lugar —dijo dirigiéndose al heraldo.
—En ocho días junto a la ciudad de Maní, salvo que entreguemos al
dzul
.
Me pregunté cuánto de fiar serían esos mexicas. Antes de la campaña del Garellano, enviados españoles y franceses se reunieron en Aquino para negociar el lugar de la inminente batalla. Antonio Colonna por parte de España y el marqués de Mantua por Francia acordaron celebrarla en las cercanías de Pontecorvo el viernes 21 de octubre, pero los franceses nunca aparecieron. En el último momento decidieron que aquél no era el lugar idóneo y pasaron a parapetarse al otro lado del río, a mayor altura que nosotros y en posición más ventajosa.
Taxmar dio orden a su guardia de atender al heraldo de los couohes, y esperó a que saliera de la sala para preguntar:
—Bien,
ah kim
, ¿y ahora qué?
—Debemos preguntar a los espíritus y seguir su consejo —respondió éste—.
Entre el humo y las fauces de la serpiente hallaremos la respuesta.
El
ah men
comenzó a tañer su pequeño atabal con un ritmo lento, y el
chilam
renovó el copal de los pebeteros mientras salmodiaba entre dientes una canción indescifrable. El ambiente se volvió aún más cargado.
A dos palmadas del
ah kim
acudieron tres jóvenes sacerdotes, uno de ellos con un núcleo de obsidiana negro como el azabache, de un palmo de largo y tan grueso como su pantorrilla. El sacerdote se lo encajó entre los pies, y usando un palo de gubia y otro de maza fue haciendo saltar lascas de filo limpio y agudo como cuchillas de acero. A medida que las extraía, otro de los ayudantes las colocaba respetuosamente sobre un paño, y el tercero las sahumaba con copal.
En cuanto tuvo nueve, repartió ocho entre los presentes no sacerdotes. Tan pronto las recibimos, nos sajamos con ellas las orejas.
Entretanto, los jóvenes sacerdotes, así como el
ah men
y el
chilam
se colocaron alrededor de Taxmar. El
ah men
dejó de tocar el tambor, y un silencio profundo se apropió de la sala. El
ah kim
se acercó al grupo con su andar inseguro y se colocó en medio del círculo frente al
ah men
. Este abrió la boca y sacó la lengua.
El sumo sacerdote se ayudó de la punta de su manta de algodón para sujetarla con dos dedos de la mano izquierda mientras con la derecha se la atravesaba con la última navaja recién tallada. La sangre fluyó a borbotones de su boca corriendo por el pecho hasta empapar el taparrabos.
El
ah kim
repitió la operación con todos y cada uno de los que formaban aquel círculo. Cuando todos tuvieron la lengua perforada, empezaron a enhebrarse unos cordeles de abajo hacia arriba para que se empaparan bien de sangre. Los jóvenes acólitos del
ah kim
y el propio
halach uinic
apretaban con fuerza los ojos para conjurar el dolor y retener las lágrimas. Yo observaba el sacrificio sobrecogido, sin querer siquiera imaginar lo que debían de estar soportando en silencio aquellos hombres. El
ah men
, con el rostro impasible, en vez de un cordel hizo pasar a través del agujero de su lengua un palo del grosor de un pulgar.
Al mismo tiempo, el
ah kim
sacó una pipa de la bolsa de cuero que llevaba en la cintura, y la cargó con el contenido de la que le colgaba del cuello como un medallón. No sé qué contenía exactamente, pero no era tabaco. Había hebras de color casi negro, verde claro y amarillo, y el aspecto era el de azafrán secado al sol. Luego se acercó al pebetero de Itzamná y echó en la cazoleta una brasa más o menos del diámetro de la boca. Aspiró fuerte tres o cuatro veces antes de sentarse en el centro de la habitación con las piernas cruzadas. Se quedó quieto, respiró profundamente como si tomara aire para sumergirse bajo el agua y luego volvió a chupar otra docena de veces. El humo lo envolvió entero, le rodeó la cabeza y ascendió al techo desde su pelo. En aquel momento me recordó una vela mal apagada. Después dejó la pipa en el suelo y ladeó la cabeza. Se le descolgó la mandíbula, pero no parecía salivar; tenía la boca seca, al menos hasta que cayó hacia delante y se quedó con la frente pegada al suelo.
Le dirigí a Tekun una mirada cargada de preguntas.
—El
ah kim
es un
uaycot
—murmuró él—, un brujo águila. Muy pocos tienen ese poder. Es un
nagual
capaz de convertirse en águila, y de esa forma tiene visiones. El dirá qué debemos hacer.
En el tiempo que duró el trance, nos hicimos un segundo y un tercer corte en las orejas con las cuchillas nuevas. Sólo se oían los murmullos de los orantes, interrumpidos a veces por toses y burbujeos. Yo mismo fui recogiendo los cordeles y los palos ensangrentados para arrojarlos junto a nuestros papeles a los fuegos que ardían delante de las estatuas de Itzamná, Kukulkán y Ek Chuah.
Temblaba. Mi futuro dependía de lo que dijera el sacerdote cuando volviese del trance, y no albergaba demasiadas ilusiones. Entregándome evitarían la guerra, y hasta hacía muy poco había sido un simple esclavo, no se podía decir que me debieran nada.
Se puso el sol antes de que el
ah kim
diera señal de querer incorporarse. Pidió agua, y sus acólitos, aún con la boca y el pecho manchados de sangre, corrieron a auxiliarle. Se metió un buche en la boca, pero no lo tragó. Bebió un segundo, y también lo escupió.
—Si les damos al
dzul
—dijo con voz profunda— nunca se irán del todo.
Respiré aliviado, y vi que Tekun hacía lo mismo.
—Los tutul xiúes no dejarán que se vayan, no al menos mientras no nos hayan destruido a nosotros.
—El pueblo itzá no se doblegará ante los tutul xiúes, aunque traigan aliados tan poderosos —dijo Tekun.
—¿Po…drem…mos dete…nerlos? —preguntó el
halach uinic
sin apenas abrir la boca.
Aunque ya había terminado el sacrificio, el dolor de la lengua debía de seguir siendo intenso.
—Los mexicas viven para la guerra y en el cuerpo a cuerpo son implacables —respondió Tekun midiendo sus palabras—. Poco podríamos hacer contra el ejército de la triple alianza, pero sólo nos enfrentamos a un destacamento.
Además, junto a nosotros lucharán couohes, cheles y cocomes.
—Mu…y bi…en,
nakón
, en tus… ma…nos… que…da.
Abandonamos el consejo como el torrente de un río de montaña. Tekun convocó a todos los guerreros itzaes, envió mensajeros a Cobá, Chichén, Mayapán y Tecoch. Yo recibí el encargo de ponerme cuanto antes al frente de mi escuadrón de cuatrocientos
holcanes
. Antes de partir, recordé los árboles llamados xagua, altos y rectos como fresnos, y di orden de cortar doscientos de esos troncos, de unos diez codos de largo. Si los mexicas eran invencibles cuerpo a cuerpo, habría que mantenerlos a distancia.
Esa misma madrugada, cuando estuvimos solos. Tekun y yo quemamos lentamente dos tubos de tabaco de mi cosecha. Me había pasado un poco prensando el mío y había momentos en que no tiraba todo lo bien que debería, pero me supo a gloria.
Al día siguiente partí con el ejército itzá encabezado por el
halach uinic
Taxmar y formado por tres escuadrones con guerreros de las ciudades de Zama, Xamanzama y Xcaret. Mis
holcanes
eran el blanco de todas las burlas, porque cargaban en grupos de tres las enormes y aparentemente inútiles picas con las puntas afiladas al fuego. Puede que lamentáramos el no haber tenido tiempo de fabricar mejores moharras ni regatones, pero siempre serían más eficaces que las habituales lanzas.
Aunque el viaje era largo, nos movimos deprisa siguiendo la calzada de Zama a Coba, donde se nos unió un escuadrón de cocomes, y luego la que comunica Coba con Yaxuná. Nuestro destino era la ciudad de Sotuta, donde llegamos pasados cinco días. Allí nos esperaban los guerreros cocomes de Yaxuná y Chichén. Al día siguiente partimos hacia Maní a reunimos con el escuadrón de Mayapán, y los couohes de Huaymil y Oxkintok.
De los cheles no habíamos recibido respuesta, pero Tekun confiaba en que su
halach uinic
Namux Chel acudiera a la llamada, a pesar de las diferencias que mantenía con algunas de las otras tribus de la coalición. Vivían en la costa, el territorio más expuesto, así que a ellos, más que a nadie, les interesaba expulsar a los mexicas de las tierras mayas.
Mis temores sobre la fiabilidad del enemigo eran totalmente infundados. A las afueras de la ciudad xiú de Maní, tranquilo y sesteando como un enorme mastín ahíto, esperaba acampado el ejército mexica.
Nos mantuvimos ocultos en la linde de la selva, aunque de sobra sabía el enemigo de nuestra presencia.
Pasado un tiempo prudencial, una delegación mexica, ataviada con ricas mantas ceremoniales cubiertas de coloridas plumas y acompañada por varios guerreros tutul xiúes, se apartó de su campamento para dirigirse hacia el terreno que los separaba de nosotros. Se detuvieron a un tiro de ballesta.
El cielo estaba cubierto de nubes grises de tormenta que ocultaban los últimos rayos del sol como una noche anticipada.
Varios de nuestros nobles se acicalaron y se acercaron a la embajada mexica para cumplir con el protocolo. A pesar de que todo estaba dicho, apuraron en cónclave el final de la tarde. Después cada grupo volvió con los suyos. A su regreso, los portadores de abanicos cargaban con un nuevo hato de mantas y armas, regalos de los mexicas para los
halach uinic
y sus consejeros.
Antes de que la oscuridad reinara del todo se encendieron los fuegos, y ambos campamentos estallaron como el chasquido de una oblea. Los tambores y los cuernos mexicas llenaron el aire de la ciudad de Maní, y los atabales, trompetas y cascabeles mayas anegaron la bruma de la selva. En ambos campos se respiraba confianza y se escondía el miedo.
Después de apurar las escuetas raciones de campaña que cada guerrero llevaba en su saco de piel, centenares de itzaes y cocomes empezaron a bailar el
holkanakot
, un baile de guerreros, en torno a un gran fuego en el centro del campamento. Muchos se habían atado cascabeles en los tobillos, y el estruendo de las patadas contra el suelo debía de sonar en la distancia como un latigazo. A poco de empezar, un joven itzá salió del grupo con un palo corto en cada mano y se puso en cuclillas a retar a los que estaban al otro lado del círculo. Uno de aquéllos se destacó de entre sus compañeros empuñando media docena de jabalinas finas, de esas que en Castilla llamábamos bohordos en los juegos de cañas. Por un momento me alarmé pensando que aquello podía acabar en un enfrentamiento real y alguna desgracia, sobre todo cuando el segundo empezó a lanzar los bohordos y el otro a esquivarlos con los palos sin siquiera ponerse en pie. Pero el resto de los guerreros reían y seguían saltando para hacer sonar los cascabeles, avanzando y girando al ritmo sincopado de los tambores. Cuando se acabaron los proyectiles ambos volvieron al círculo, y otra pareja tomó su lugar.
—El
colomché
es un buen juego para antes de una batalla —me dijo Tekun, que había advertido mi mirada de preocupación—. Afina la puntería y los reflejos. Ven. Los cheles han llegado.
Cerca de donde tenía lugar el baile, en un espacio limitado por cuatro enormes árboles, estaban reunidos los cabezas de nuestro ejército: Taxmar, Tekun, el
ah kim
de Xamanzama, los
halach uinic
de Huaymil y de Mayapán y sus
nakones
, y ahora también Namux Chel,
halach uinic
de Tecoch. Me alegró que fuera él quien encabezara el escuadrón de cheles porque era amigo de Tekun, y en ese momento necesitábamos a todos los amigos.
—¿Es a ti a quien buscan? —preguntó Namux Chel al verme.
Taxmar asintió por mí. Al parecer, los mexicas habían reiterado a la embajada la oferta de retirarse a cambio de la entrega del
dzul
.
—En caso de que mañana perdamos, no será a él a quien miles de familias culparán por su desgracia.
—No importa lo que pidan. Tekun —replicó Namux Chel con una sonrisa en la boca—, nadie viene a mi casa a darme órdenes.
Y luego, dirigiéndose a los otros
halach uinic
, añadió: