Caminarás con el Sol (7 page)

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Authors: Alfonso Mateo-Sagasta

Tags: #Histórico

BOOK: Caminarás con el Sol
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Pero ¿qué podía decir en contra de la esclavitud? Yo mismo había sido dueño de indios y había participado en varias partidas para reponer a los que fallecían en las encomiendas y minas de La Española. ¿Qué otra cosa podía haber hecho?

Cuando desembarqué en 1504, la mayor parte de la población nativa de la isla ya había sido exterminada.

—La codicia —decía fray Antonio de Montesinos a quien lo quisiera escuchar—, la codicia está acabando con los indios.

No me caía bien el pequeño dominico de cabeza rapada y dedos largos. Su mirada triste no engañaba a nadie: siempre al acecho, taimado, listo para soltar su sermón a cualquier hora y en cualquier lugar donde hubiese un grupo de encomenderos. El último que recuerdo fue en el bohío donde Francisco Hernández de Córdoba reclutaba hombres para hacer una nueva descubierta. La partida no era importante: una nao y un bergantín armados a sus expensas, y cuarenta o cincuenta hombres, lo justo para rescatar oro si encontrábamos en alguna isla y hacernos con una recua de esclavos. Su socio en la empresa era Cristóbal Morante, y el veedor de la Corona, el oficial que se aseguraba de que el rey cobrase su quinto. Bernardino Iñiguez. Al tal Iñiguez lo había impuesto el gobernador, no por su fidelidad al rey sino a él, que aunque sean pocos los que pagan, todos quieren sacar tajada.

Apurada la tarde, se incendiaba el cielo en una gloriosa puesta de sol en el Caribe. Don Andrés Muriel, el escribano, esperó a que su negro encendiera con una pajuela las mechas de los tres candiles que tenía sobre la mesa. Luego volvió a tomar asiento, depositó el volumen del
Amadís de Gaula
que estaba leyendo sobre el de
Tirante el Blanco
, reordenó los objetos que rodeaban los pliegos de papel para evitar las sombras, suspiró, mojó la pluma en el tintero y preguntó con voz cansada:

—¿Nombre?

En el bohío nos habíamos juntado una veintena de aventureros cargados con las armas y la impedimenta para firmar la recluta. Toda incursión en tierra ignota era una operación mercantil. Los marineros solían firmar por una cantidad fija, pero la paga de los soldados se ajustaba con el reparto de cargos y tierras conquistadas, si es que había alguna, y un porcentaje del botín calculado en función de las armas que aportaba cada uno: ballesteros y arcabuceros cobraban más que los rodeleros y alabarderos. La mayoría de los presentes eran simples soldados equipados con dagas y espadas y protegidos con coletos de cuero y brigantinas. El que no se tocaba con un morrión, lo hacía con una sencilla celada. Sobre una mesa se amontonaban varias rodelas de hierro y un par de adargas de cuero, y en una esquina descansaban cuatro alabardas limpias y engrasadas para evitar la herrumbre.

—¿Nombre? —repitió el escribano.

—Pedro Palomo —respondió el aludido con desgana, y mostrando el arma que traía colgando a la espalda añadió—: ballestero.

Se trataba de un tipo de más de cuarenta años, vestido con gregüescos y una camisa que fue blanca. Sobre ésta, llevaba sin atacar un coleto de piel de búfalo, y en la cabeza un papahígo de cuero que le cubría hasta el cogote.

—¿Traes el equipo?

Por toda respuesta. Pedro giró el torso y enseñó una aljaba de cuero cargada de virotes con aletas de cuero y pluma. El escribano sacó unos pocos para ver las puntas.

Era una precaución elemental. No era raro que los ballesteros, si se quedaban sin virotes, cosa frecuente dado lo difícil que resulta reponerlos en estas latitudes, rellenaran la aljaba con palos que diesen el pego, aunque luego no sirvieran para nada.

—Estos no te van a hacer falta —comentó el escribano al ver que algunos tenían la punta de acero cuadrada y plana, la que se usa para traspasar corazas.

—Algún indio habrá con la piel dura.

—¿Y el cranequín?

Pedro giró el cuerpo hacia el otro lado y mostró colgado de la cintura el aparato con mecanismo de cremallera que sirve para tensar la ballesta.

—¿Querrá también una prueba de puntería? —preguntó en tono chulesco.

—No hará falta. Palomo —dijo don Francisco Hernández de Córdoba, que entraba en ese momento en el bohío acompañado por su fiel alano Recio—.

Veterano de las guerras contra Boabdil, Canoabo, Cayacoa y Goacanagarix —añadió dirigiéndose al escribano—. Pero piénsalo bien antes de firmar. Palomo, porque no hay marcha atrás.

Las palabras de Hernández de Córdoba no eran una amenaza vana. Una vez firmada la recluta, la deserción se castigaba con la muerte.

—¡Don Francisco! —exclamó el ballestero sonriendo con la boca torcida—.

Siempre es un placer servir a sus órdenes. Supongo que la parte de la tropa será la habitual.

—Los dos tercios de ley.

—Una vez deducido el quinto real —aclaró Bernardino Iñiguez, que se mantenía de pie a la espalda del escribano.

—Desde luego. Cuente conmigo, capitán.

—Apúntelo para la nao capitana —indicó Hernández de Córdoba a don Rafael.

El escribano levantó la cabeza para mirar despacio al ballestero.

—Si luchaste en Granada, serías uno de los primeros en llegar a las Indias.

—Con el mismísimo almirante don Cristóbal Colón.

Las conversaciones se interrumpieron y todos miramos con curiosidad al ballestero. La mayoría de nosotros no había cumplido aún los veinticinco años, algunos ni los veinte, así que ninguno había combatido en las guerras de Granada. Yo había conocido veteranos de esas campañas a mi paso por Nápoles, pero para la mayoría aquélla era una oportunidad única de conocer a un testigo de unos hechos que empezaban a adornarse con el aura del mito.

Palomo guardó los virotes en la aljaba, y antes de retirarse echó un vistazo a los cestos que había sobre la mesa llenos de medallas, espejos, cuentas de vidrio verdes y azules, tijeras, cuchillos.

—¿Espera encontrar oro?

Hernández de Córdoba sonrió.

—Poco cuesta estar preparado.

Tendí a Palomo un vaso de vino y le invité a unirse a nuestro grupo. El veterano miró con desconfianza a varios de los jóvenes que llevaban el pelo corto a la veneciana, pero no lo rechazó. Bebió un primer trago largo. Todos seguimos el discurrir del vino por su garganta, y antes de que bajara el codo escuchamos la familiar voz del dominico precedida de dos ladridos secos de Recio. El perro había olido a indio.

—Ya veo, don Francisco, que os preparáis para llevar de nuevo la guerra a estas buenas gentes que están pacíficamente en sus tierras sin hacer daño a nadie. ¿Es que no os cansáis de propagar la muerte y la destrucción?

—Fray Antonio. No es día de sermones.

—¿Pacíficos? —saltó don Cristóbal—. Vamos, fraile, esos indios no son ningunos ángeles. Son flecheros, y en la punta de sus dardos ponen una ponzoña que causa una muerte muy dolorosa.

—Y además muchos de ellos comen carne humana y beben en los cráneos de sus víctimas —añadió un buboso con un chancro sifilítico en la punta de la nariz.

—Eso no es excusa para exterminarlos —protestó el fraile—. Ellos no vienen a robarnos a nuestras casas, protegen su tierra y su familia.

Don Francisco sonrió mientras acariciaba la cabeza del alano.

—La vida en las Indias no es fácil para nadie, padre. Muchos españoles han muerto desde que el Almirante divisara por primera vez estas tierras.

—¿Y cuántos indios lo han pagado? Nadie ha intentado siquiera contarlos.

—Es su naturaleza —replicó Hernández de Córdoba, incómodo—, no duran nada, son muy flojos.

—¡Flojos! Los hacéis trabajar de sol a sol y ni siquiera les dais de comer. Los tratáis peor que a animales. ¿Acaso no alimentáis a vuestros perros?

Al hacer esa pregunta estiró el brazo para señalar a Recio, y lo recogió de golpe con precaución. Luego prosiguió:

—Sin embargo, dejáis que vuestros indios mueran de hambre y enfermedades.

¡Pero son hombres!

—No diga disparates, fraile —comentó don Andrés Muriel—. Nunca se ha visto gente tan de natural viciosa.

—Puede estar seguro, escribano —intervino Palomo—. Los indios pagan por sus pecados, y visto el precio, grandes deben de ser las faltas. A nadie se le oculta que esos salvajes son idólatras y sodomitas, por no hablar de otros vicios.

—Escúchele, fraile, que sabe de lo que habla —comentó uno a quien le faltaba una oreja para anunciar su condición de ladrón—. Estuvo en la toma de Granada. Allí también se las gastaron con monstruos de semejante pelo. Todo es la misma guerra.

Los presentes asintieron con convicción.

—Sodomitas y suicidas —resumió el escribano—, ¿qué puede haber peor a los ojos de Dios? Los hay que hasta se han dado muerte con tal de no trabajar.

—Y eso de que prefieran matarse antes que serviros, ¿no os hace pensar en el dolor que causáis? —preguntó retórico el fraile—. Pecan porque no conocen a Dios, pero vosotros no ponéis ningún cuidado para que se corrijan, para enseñarles la doctrina, para bautizarlos.

—Conozco bien a los indios —dijo Hernández de Córdoba sentado en una de las mesas y con un pie sobre una banqueta. El borde superior de sus enormes botas de cuero dobladas por la rodilla le acariciaba los talones—. Son ociosos, melancólicos, vagos, cobardes, viles y mal inclinados. Se bautizarían con tal de no trabajar los domingos, y eso sería una burla al sacramento.

—Desde luego —añadió Morante—. Además de mentirosos, son de poca memoria y de ninguna constancia.

—¡Y débiles! —insistió Andrés Muriel—. De cualquier enfermedad mueren a los pocos días. Aún no he conocido a uno que sobreviva a las viruelas.

La calva de Montesinos adquirió un llamativo tono púrpura.

—¡Cómo podéis hablar así! ¿De verdad creéis que no son hombres?

—Pues ya que lo dice —respondió Hernández de Córdoba conteniendo una risita burlona—, no son pocos los doctores que se refieren a ellos como homúnculos, seres sin alma, y no como hombres. Y su opinión vale al menos tanto como la suya.

Montesinos se puso rígido y apretó los puños.

—Todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís por la crueldad y tiranía que usáis contra esta gente inocente.

Bernardino Iñiguez, representante de la Corona, veedor del quinto real, dio un paso al frente y descargó un puñetazo sobre la mesa.

—¡Hasta ahí podíamos llegar! Mide tu lengua, fraile, no sea que tengas que explicar tus herejías ante un tribunal. Cuando hablas así, lo haces contra el rey y el señorío que tiene en estas islas.

El exabrupto de don Bernardino cogió por sorpresa al fraile.

—Cómo que… —balbuceó Montesinos.

—¿Te atreves a decir que los encomenderos no tienen derecho a poseer indios, cuando es el mismo rey quien se lo ha dado? ¿Olvidas que en los repartimientos también entran caballeros y privados de la corte y miembros del Consejo General de Castilla? ¿Es que ignoras que más de un obispo ocupa esos puestos?

Tus palabras constituyen una acusación muy grave.

Montesinos negaba tímidamente con la cabeza.

—Fue el Almirante… —intentó decir.

—Sí, el Almirante se encargó del reparto y la encomienda de indios en estas islas, ¡pero en nombre del rey! —puntualizó el escribano.

Un marinero cargando un costillar de cerdo seco a la espalda interrumpió la conversación.

—¿Esto dónde lo dejo?

El escribano señaló con la mirada el vano que daba a una pequeña habitación.

En ella había barriles de buey y cerdo en salmuera, toneles de sardinas y anchoas saladas, sacos de harina de cazabe, cebollas, ajos, garbanzos secos y galletas saladas para evitar los gorgojos. Del techo colgaban decenas de tiras de tocino secado al sol y, sobre una mesa entre paños de algodón, un montón de quesos.

—¿Y el vino? —preguntó don Andrés.

—No ha llegado todavía.

—La codicia —murmuró el fraile, y recorrió la sala retando a los presentes con la mirada—. Decís tener derecho para esclavizar de forma tan cruel a estas pobres gentes, y os consta que la reina Isabel prohibió hace años el comercio de esclavos.

—El rey Fernando ha autorizado algunos envíos especiales —murmuró con sorna uno de los soldados.

Todos miramos de reojo al joven negro del escribano, que se mantenía quieto y callado junto a su amo.

—¿Quién habla de esclavizar indios? —protestó Hernández de Córdoba—.

Aquí nadie hace tal cosa. Nos limitamos a castigar a aquellos que se levantan contra la Corona y la ley.

—¿Qué ley? —preguntó el fraile, escandalizado.

—¡La ley de Dios! El mismo Papa nos ha otorgado el derecho y el deber de convertir a los naturales de las Indias a la fe de Cristo, y a reducir por las armas a aquellos que la rechacen.

—Fray Antonio, entiéndalo de una vez —dijo el veedor de la Corona—: tenemos todo el derecho a mandar sobre esta gente bárbara del Nuevo Mundo, seres tan inferiores en ingenio, virtud y humanidad a los españoles como niños a los adultos, o mujeres a los varones. Para ellos no puede haber mayor suerte que verse sometidos al imperio de nuestra prudencia, virtud y religión, gracias a lo cual podrán llegar a considerarse de verdad seres humanos, hombres, como usted proponía, fraile, porque lo que es ahora, apenas se diferencian de las bestias crueles y feroces. Pero tenga por seguro que si rehúsan nuestro buen y justo imperio, el rey y el Papa nos autorizan a que sean compelidos por las armas, y esa guerra es justa, como afirman grandes filósofos, teólogos y juristas y como la propia ley natural lo dicta.

El fraile agitó la cabeza, apesadumbrado.

—Ya veo que mi voz clama en el desierto —murmuró.

—Puede hablar de todo eso que tanto le preocupa con fray Alonso González, si es que se aviene a hablar con un franciscano. Él nos acompañará en el viaje.

Asomó entonces a la puerta un arcabucero con el arma al hombro y una baqueta en la mano derecha. Vestía un llamativo jubón con mangas acuchilladas de paño leonado y calzas de colores verde y rojo. Entremedias abultaba una bragueta de cuero que, por su volumen, debía de usar como bolsillo. De un hombro le colgaba cruzado un cuerno de pólvora gruesa, y del cuello, un frasco de cobre con pólvora fina. En una bolsa de cuero cosida al cinturón llevaba una docena de balas de plomo, pedernal, eslabón y dos mechas sin estrenar. A la altura de los riñones se veían un morrión y un cuello de acero.

—¿A dónde va la partida? —preguntó con precaución.

—Al infierno —dijo el fraile abandonando el bohío entre abucheos.

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