—Hermanos, que yo sepa, de los presentes Tekun es el único que se ha enfrentado a los mexicas en batalla. Propongo que sea él quien nos guíe mañana.
Sé que nuestros hombres estarán en buenas manos.
Todos asintieron. Supuse que era una cuestión que ya habían discutido y acordado.
Tekun se acuclilló a la derecha de Taxmar, y yo hice lo propio a la suya.
—Me preocupa que estemos en inferioridad numérica —dijo el
halach uinic
de Mayapán. Se trataba de un joven no mucho mayor que Taxmar, pero que ya debía de tener algo de experiencia en combate a juzgar por los tatuajes de sus brazos—. Nosotros no llegamos a los cuatro mil hombres, y ellos puede que pasen de los cinco mil si sumamos a los tutul xiúes.
—Mejor no pensar en lo que no tiene remedio.
—Pues hagámoslo en lo que sí lo tiene —propuso Namux Chel—. ¿Cómo les gusta pelear?
Tekun tomó la palabra.
—Suelen buscar espacios abiertos, donde los
calpulli
, como ellos llaman a sus escuadrones, puedan maniobrar a gusto. Normalmente empiezan el combate con una descarga de proyectiles.
—¿Usan arcos?
—Algunos, pero la mayoría usan
atlatl
como ése —dijo señalando un palo de madera tallada con un pezón en un extremo y dos anillos en el otro, que estaba entre el montón de armas regaladas por la embajada mexica—. Es un propulsor para lanzar jabalinas, más peligrosas que las flechas.
—¿Y luego?
—A la lluvia de dardos le suele seguir una carga frontal.
—Si cargan de frente y en masa, sólo entrarán en combate los guerreros de las primeras filas. Los de delante estorbarán a los de atrás.
Tekun esbozó una sonrisa de suficiencia.
—Suelen formar un frente muy amplio para que luchen la mayor cantidad posible de guerreros. De ese modo buscan, además, desbordar al contrario por los flancos.
—¿Y son disciplinados?
—En general sí, pero no hay nada más honroso para un guerrero mexica que capturar enemigos, así que en cuanto pueden los campeones buscan combates individuales. Su dios Huitzilipochtli les exige sacrificios ingentes, y ellos intentan complacerle.
—El
maquahuitl
es un arma poderosa —dije yo sopesando uno de los que habían enviado de regalo—, pero parece pensada más para herir que para matar.
—Ése es el comportamiento propio de un guerrero —afirmó muy digno el
nakón
de Mayapán.
—Sí —reconocí prudente después de evaluar los aditamentos del guerrero: tatuajes en los brazos, mechón de plumas de quetzal en la cintura, el turbante de un blanco impoluto—, pero eso quiere decir que muchos guerreros no combaten, se limitan a ejercer de sirvientes de sus campeones y a capturar a los vencidos.
Hice un pequeño inciso antes de continuar.
—He visto combatir a itzaes y xiúes, y sé que vosotros no actuáis de forma muy diferente —dije en tono de reproche—, pero mañana nos jugamos más que la cosecha de una milpa.
—No querrás que ofendamos a los dioses —replicó molesto el
nakón
de los couohes.
Me sorprendió el tono, y me puse en guardia frente a próximos ataques.
—Todo lo contrario —aduje intentando dulcificar mi intervención—, pero ¿qué mejor homenaje a Kukulkán que la derrota de los hijos de Tezcatlipoca, aquel que lo persiguió hasta el fin de la tierra? —Esperé a que mis palabras calaran y a que asintieran tímidamente antes de añadir—: Sólo digo que los sacrificios deben realizarse en el mismo campo de batalla. Debemos dar muerte al enemigo, y no perder tiempo, fuerza y energía haciendo prisioneros.
Por suerte, un barullo entre los guardias y un grupo de guerreros cocomes interrumpió la conversación antes de que ninguno replicase. Los cocomes empujaron hasta el centro del círculo a un hombre con la cara ensangrentada.
—Intentaba entrar en el campamento con esto —dijo uno entregando a su
nakón
dos bolas de tabaco, dos flechas manchadas de sangre y unas plumas de águila. Otro de los cocomes arrojó al suelo lo que me pareció un jubón grueso de algodón sin mangas, la coraza del guerrero capturado.
El
nakón
de los cocomes mostró los objetos a todos y luego se los pasó al
ah kim
.
—Es un maleficio —explicó éste—, un acto de brujería para debilitarnos. Las plumas de águila y las flechas son los símbolos de los guerreros águila y jaguar.
Seguramente su misión era colocarlos junto a la tienda de nuestro
nakón
.
El mexica no abrió la boca. Lo miré detenidamente. Tenía la cara cuadrada, la nariz recta y los pómulos salientes. Sus ojos eran como dos escarabajos, y en ellos brillaba una mirada de desprecio. Taxmar se limitó a hacer un pequeño gesto con la barbilla y los
holcanes
se llevaron al prisionero. Todos fuimos detrás.
En un momento clavaron un poste junto al fuego alrededor del que bailaban y jugaban al
colomché
, y colgaron de él al prisionero desnudo y atado de pies y manos. Un cocom le marcó una mano blanca sobre el pecho, a la altura del corazón. Entonces el
ah kim
se acercó murmurando una jaculatoria. Sin mediar palabra, le estiró el prepucio y le dio un tajo con una navaja. La sangre brotó clara empapándole los muslos, pero el mexica permaneció imperturbable. Los tambores reanudaron su son, las trompetas rasgaron el viento y los guerreros, esta vez armados de arcos y flechas, se apretaron en torno al prisionero girando a un ritmo cada vez más rápido. Andaban todos ellos medio inclinados, golpeando con fuerza el suelo para hacer sonar los cascabeles de los tobillos. De pronto, un couohe se irguió entre los demás bailarines y, a escasas dos varas de distancia, disparó su arco contra el prisionero. La flecha se le clavó cuatro dedos en el pecho, en el centro de la marca blanca. Acto seguido, un cocom hizo lo propio, y luego un chel. A medida que pasaban por delante los guerreros disparaban, de modo que en poco tiempo pareció que un cañaveral había brotado de su pecho.
A partir de la tercera flecha dejé de prestar atención y me concentré en algo que me pareció más importante. Levanté del suelo la coraza que le habían arrebatado al guerrero mexica, el
ichcahuipilli
. Estaba pensada para proteger el torso y parte de los muslos, y su aspecto acolchado se debía a que estaba hecha con varias capas de tejido de algodón con relleno vegetal. Me sorprendió su rigidez, así que lamí la superficie y noté un sabor ligeramente salado. El tejido debía de estar endurecido con salmuera, lo que le daba una especial resistencia. Además, los bordes llevaban refuerzos de cuero.
Coloqué la coraza en torno a un árbol y le pedí a Tekun que le disparara una flecha a cincuenta pasos. Rebotó. A treinta se clavó en la coraza, pero no la atravesó. A diez pasos, se clavó en el tronco. Al menos ya sabía que los arcos sólo eran eficaces a menos de diez pasos, es decir, cuando los mexicas estuvieran casi junto a la punta de las picas.
—¿Vienen de Xicalango? —pregunté a Tekun.
—No. Xicalango es una ciudad maya putún. Allí los mexicas cuentan con un puesto comercial, pero no hay ejército. Estos vienen de más al norte y del oeste.
—¿De la selva?
—No hay selva en su tierra.
—Entonces, el calor y la humedad juegan a nuestro favor. Hay que hacerlos moverse, lograr que se separen, meterlos en la jungla.
Poco después se reanudó el consejo, y cuando al fin nos separamos con el plan de batalla establecido, intenté dormir un poco. Fue inútil. Tan pronto cerraba los ojos, me atormentaban las dudas. Demasiadas cosas podían salir mal, desconocía al enemigo, no había podido preparar el campo de batalla, ni siquiera un terraplén o unos agujeros para hacer inseguro el terreno delante de nosotros.
Lo único que tenía claro era que mi escuadrón de
holcanes
ocuparía el centro del ejército maya.
De madrugada empezó a llover en respuesta a mis plegarias a Chac. Había rezado para que las armaduras mexicas estuvieran mojadas. Si la batalla era larga, como se preveía, un detalle como ése podía marcar la diferencia. Empecé entonces a rezar a Itzamná para que por la mañana hiciera un sol de justicia.
Antes del alba empezamos a prepararnos para el combate.
Los cheles se desnudaron por completo para untarse rostro, pecho y pulsos con tabaco molido. No era mal recurso, porque los dioses de la muerte, y en particular Pucuh, sienten una incontrolable aversión al tabaco. Luego se pusieron de nuevo el taparrabos y empezaron a liarse entorno al abdomen una larga tira de algodón trenzado que acabó cubriéndoles desde la cintura hasta las axilas.
Mientras los cheles se perfumaban, cestos con frutos de xagua recorrieron los escuadrones itzaes. Los hombres se restregaban la fruta por el cuerpo, de modo que en poco tiempo todos estuvieron teñidos de negro, salvo el rostro y los brazos, donde se alternaban los tatuajes con dibujos blancos y rojos. Tekun se ciñó el alto penacho de plumas rojas y verdes, el pectoral de placas de armadillo con el colgante de jade y la hombrera de la que pendían las cinco mandíbulas que exhibía como trofeo. En la última brillaba un diente de oro. Recordé a Valdivia, su vida, su muerte, y tan sólo sentí una ligera y lejana tristeza. Pensé con humor que a un hombre de acción como él le habría gustado estar allí, aunque no de ese modo.
En mi escuadrón de
holcanes
nos pintamos el cuerpo con arcilla ocre amarillenta, y luego, usando de molde un hueso hueco de caña cortado, nos estampillamos con carbonilla motas circulares como las de los jaguares. Los jóvenes se tiñeron las caras de negro, y los veteranos dejaron visibles sus tatuajes por debajo de las manchas blancas o rojas. Yo me dibujé una línea blanca por debajo de la nariz para resaltar la negra que me enmarcaba el mentón, y me pinté de negro la parte superior de la cara. Luego, me ajusté la hombrera con la mandíbula limpia del xiú que cobré en mi primer combate. Para los mexicas, el jaguar era la representación de su dios Tezcatlipoca. Espejo Humeante, dios de la fatalidad, el juez despiadado, y eso queríamos ser para ellos ese día: jueces y verdugos. No podía estar seguro de qué harían los demás, pero en mi escuadrón nadie iba a capturar enemigos.
Al mismo tiempo los cocomes se ciñeron sus justillos de algodón blancos, negros y rojos, y se ajustaron a los riñones los penachos de plumas de quetzal.
En la cabeza lucían sus clásicos paños a modo de turbantes, de los que colgaban una o dos vistosas plumas de guacamayo azules, rojas o amarillas.
Los couohes fueron los primeros en estar preparados. No acostumbraban a pintarse el cuerpo, aunque sí la cara, y a los habituales colores negro, rojo y blanco, añadían el amarillo, sobre todo en la frente y la boca. El cuerpo lo cubrían con una manta pintada o bordada en rojo y negro. A diferencia de las otras tribus, cuyo armamento se reducía a arcos, lanzas y mazas, los couohes esgrimían
cuauholollis
, unas macanas al estilo de los maquahuitl mexicas, pero más largas y hechas para ser manejadas con dos manos como nuestros montantes, y en vez de arcos, como el resto de las tribus, usaban hondas.
Mi escuadrón formó en cuadro sin dejarse ver, a la sombra de la selva. Por delante de nosotros se alinearon los cheles. Cocomes e itzaes ocuparon el ala derecha y los couohes la izquierda. Salvo nosotros, todos estiraron la formación lo más posible para presentar un frente amplio, como suponíamos que harían los mexicas. A nuestra espalda quedaron dos escuadrones de reserva, uno de itzaes y otro de cocomes. A los jefes se los distinguía por sus altos morriones de madera con adornos de plumas y papel.
Los cuatro
halach uinic
y sus guardias personales se colocaron entre nosotros y los guerreros de reserva. Todos llevaban coronas de oro, plata, diamantes, esmeraldas y perlas, y vestían, bajo las delicadas capas bordadas, justillos de piel de jaguar. No se ocultaban al enemigo, al contrario. El jade y el lapislázuli de sus pectorales y el oro y el ámbar de sus pendientes y bezotes, serían un reclamo seguro para los guerreros mexicas más valientes, aquellos que buscaran entre los enemigos una víctima de mérito para ofrendar a su dios.
Con las primeras luces del día, unos muchachos recorrieron las filas con cestones cargados de empanada de guajolote.
—Come —dijo Tekun tendiéndome un trozo.
Miré a Tekun y luego la comida. Sentía el estómago cerrado como un puño.
—No tengo hambre —respondí.
—No es necesario tener hambre para comer. Es la guerra; todos compartimos el mismo destino.
Vi que los
holcanes
me observaban. Cada uno sostenía un trozo de empanada en la mano. Tomé el mío y comí con ellos.
Mientras masticaba, miré a ambos lados de mi escuadrón. El aspecto de las distintas tribus infundía temor, como alguna vez había escuchado en un mesón de Nápoles que sucedía con los pueblos arios de la Germania en tiempos de los romanos. Puede que los bosques germanos no fueran comparables a estas selvas caribes, pero allí estaba nuestro ejército, agazapado como un jaguar hambriento.
Amaneció.
A una señal de Tekun, un grupo de itzaes salió de la selva cargando unos haces de carrizos. Anduvieron hasta el centro del futuro campo de batalla y los amontonaron en una pequeña pira. Cuando estuvo preparada, un ah men le añadió varias bolas de copal y le prendió fuego.
—Prepárate. En cuanto se apague el guimaro empezará la batalla —susurró Tekun a mi espalda.
Todos observamos cómo ascendía el humo hasta los dioses, buscando su protección. El ejército entero respiraba con la selva, empezando por los nakones, que se mantenían juntos en el centro de la formación en espera de los primeros movimientos del enemigo.
En el campamento mexica había aún más agitación que en el nuestro. Media docena de sacerdotes cubiertos con largas mantas negras se destacaron entre el revuelo. Avanzaron en fila hasta cerca de la fogata que habían prendido los nuestros, se desplegaron y depositaron en el suelo unos pebeteros de copal. Al mismo tiempo, otros levantaron en el límite de su campamento una especie de palio tras el que se colocó una hilera de tambores. Todo nuestro ejército se puso en movimiento en silencio para alinear mi escuadrón con el puesto de mando mexica. De inmediato, los itzaes y cocomes de la reserva empezaron a cavar agujeros de forma indiscriminada por delante de nosotros hasta una distancia de quince varas.