Lo miré con extrañeza. El único juego de pelota que yo conocía era el que se jugaba contra los muros de las iglesias en mi tierra, y aunque admitía apuestas, nadie sensato recurriría a él para dirimir un tema como la guerra y la paz.
—¿De pelota., pelota? —pregunté incrédulo—. ¿Jugáis a la pelota?
—Es un antiguo rito, una conmemoración del juego en el que Hunahpú e Ixbalanqué derrotaron a los demonios del inframundo.
La explicación me dejó igual que antes.
—¿De qué trata el juego? —insistí tímidamente.
—Del principio del tiempo, de la lucha de la luz contra las tinieblas, el día contra la noche. En cada juego de pelota se reproduce el desenlace del enfrentamiento entre Oxlahuntikú y Bolontikú, lo que vive sobre la tierra y lo que mora bajo ella.
Seguía sin entender gran cosa, pero tan pensativo estaba Tekun, tan lejos de nuestra charla, que no quise insistir.
—¿Aceptará el
halach uinic
?
—Ya lo ha hecho. Consultó al
ah kim
, que se retiró al templo para arrancar una respuesta a los dioses. El espíritu que habita sobre las vigas del techo le ha dicho que nos son propicios, así que ya está fijada la fecha del encuentro.
Mantuvo un nuevo silencio, era su forma de subrayar algo.
—Formarás parte del séquito. Taxmar tiene confianza en ti.
Aquello era un gran honor, pero no dije nada. Tekun se sentía incómodo cuando alguien manifestaba alegría o gratitud.
—No me has dicho cuándo será el encuentro.
—Dentro de veintiséis días. A partir de mañana, el
ah kim
ha decretado continencia y ayuno.
Pensé que todo estaba dicho, e hice amago de volver a trabajar.
—También quiero pedirte un favor —dijo Tekun mirándome a los ojos—.
Verás, quiero encargar la talla de un ídolo, y me gustaría que lo hicieran con la madera de la ceiba de tu milpa.
Miramos juntos el árbol, que se veía desde donde estábamos. No era un monstruo como los que se prodigan en la selva, pero hacían falta dos hombres para abarcar su tronco. Pensaba dejarla para el final, para cuando la madera estuviera blanda e hinchada de agua.
—Por supuesto —dije sin pensar—. ¿Para cuándo la necesitas?
—Ya. Ahora mismo. Debo tenerlo preparado antes del viaje, y el tallista anda ya muy justo de tiempo.
—Pero…
—He venido dispuesto a ayudarte —dijo sacando su hacha de la bolsa de cuero que le colgaba a la espalda.
Trabajamos casi hasta el amanecer, seguido, sin hablar. Me moría de ganas de preguntar a qué tanta prisa para hacer un ídolo, pero en cosas de rituales me movía en aguas pantanosas y temía cometer algún error. Por la mañana nos sangraban las manos, pero aún tuvimos fuerza para arrastrar los dos codos de tronco seleccionado hasta la cabaña nueva donde se habían encerrado el
ah men
y el tallista. Cuando se manipulan objetos mágicos tan poderosos, toda precaución es poca.
Comí cuanto pude antes de que el
ah kim
diera comienzo el período de ayuno, y ya con el estómago saciado metí las manos en un cuenco de agua salada para que se limpiaran bien las llagas antes de untarlas con un poco de sebo y vendarlas con paños limpios de algodón.
Aquella noche la casa del
nakón
y la de los
holcanes
se llenaron de hombres que extendían su esterilla en el primer rincón libre que encontraban. El ayuno y la abstinencia se tomaban muy en serio, y los casados dejaban sus hogares en esos períodos para evitar tentaciones. Los sacerdotes se encerraron y todo el pueblo comenzó un período de sacrificios para conservar el favor de los dioses. En las casas comunes se abrieron unos paquetes de hollín de pino para que los penitentes nos ennegreciéramos el cuerpo y el rostro, y se dispusieron nuevas navajas y agujas de pastinaca para los sacrificios. Diariamente los hombres se agujereaban o sajaban lengua, orejas, mejillas, labios, brazos y penes, y con papeles empapados en sangre alimentaban los braserillos de los dioses. En cuanto al ayuno, nos arreglábamos con zapotes, jocotes y maíz seco, excepto los seis guerreros elegidos para el juego, que podían comer de todo excepto sal, chile y carne.
Muchos días son veinte, y largos, muy largos dado el estado de ánimo en que me encontraba antes de iniciar la penitencia, pero todo tiene un final, y vencido el plazo, nos pusimos en camino.
El viaje fue lento. Por lo que me habían contado, ninguna de las ciudades que conocía era comparable a Chichén Itzá, pero tendría que esperar seis días para darles la razón, seis largos días a ritmo de palanquín.
Chichén Itzá fue un sueño de los brujos del agua, que es como los itzaes se llaman a sí mismos, un sueño del que fueron despertados hacía siglos por los cocomes en una guerra ya olvidada. Chichén fue fundada por itzaes al servicio de Kukulkán, el Quetzalcóatl que vino del este como un viento de fuego, y como tuve oportunidad de comprobar, los descendientes de aquellos fundadores aún se sobrecogían cuando paseaban entre sus viejos muros.
La misma tarde de nuestra llegada, después de las ceremonias de bienvenida y antes del anochecer, pude darme una vuelta por la ciudad. Vi la enorme pirámide consagrada a Kukulkán, con las cabezas de serpiente enmarcando su escalinata, el templo rodeado de columnas, el edificio con la cúpula y el enorme zócalo donde exponen los cráneos de los sacrificados.
Los cocomes no comen carne humana, pero lo compensan con un gusto refinado en la exposición de los restos de sus víctimas. Al contrario que los itzaes, que clavan las cabezas en la punta de un palo, ellos las atraviesan por la sien y sujetan luego los palos con más de una veintena de cabezas a unos postes en los ángulos de la plataforma. El resultado es un desagradable muro de cabezas en distintos grados de descomposición.
Cuando ya me retiraba al palacio donde nos habían instalado nuestros generosos anfitriones, un golpe de viento barrió las empalizadas de cráneos y extendió su olor nauseabundo como el humo rebocado de una chimenea.
Los rituales previos al juego de pelota son complejos, así que antes del amanecer nuestras estancias bullían de actividad. Los sirvientes se apresuraban a calentar las piedras volcánicas y los cocimientos de hierbas para que los jugadores pudieran tomar un baño de vapor antes de la salida del sol. Mientras tanto, dos jóvenes sacerdotes peinaban y acicalaban a la niña que habíamos traído en la caravana rodeada de lujos junto al ídolo tallado con la ceiba de mi milpa. La muchacha era
zuhuy
, virgen como el agua de la cueva secreta que también habíamos cargado en vasijas selladas.
Terminado el baño, nos dirigimos al cenote sagrado que está al norte de la ciudad, donde ya nos esperaba el
halach uinic
, los sacerdotes y el resto de la comitiva.
Los habitantes de Chichén y de otras muchas aldeas del entorno llenaban la gran plaza central frente a la pirámide de Kukulkán, dispuestos a sumarse a nuestras oraciones. Sobre una de las dos enormes plataformas que se alzaban a ambos lados del camino hacia el cenote, tocaba una orquesta muy completa de tambores de madera y caparazón de tortuga, tamboriles, flautas, trompetas y caracolas, y sobre la otra un grupo de guerreros cocomes danzaban totalmente ataviados para la guerra, incluidos los turbantes y el penacho de plumas que se ataban a la cintura.
La niña esperaba de pie junto al
ah kim
, ajena al interés que despertaba entre los presentes. Iba vestida con un precioso huipil blanco con el pecho bordado en rojo y negro, sobre el que caía suelta y lacia su larga melena negra. En la cabeza lucía una diadema de plumas, y en los pies unas sandalias con suelas de bronce atadas con lazos rojos de algodón. La pequeña miraba a su alrededor con curiosidad, casi con alegría, en particular al disco de agua verde esmeralda que se veía al fondo de aquel agujero redondo de paredes escarpadas. Una mano del
ah kim
descansaba plácidamente en su hombro, y de no ser porque la niña tenía las muñecas atadas, parecería una escena casi familiar.
Los oficiantes se colocaron detrás de la plataforma donde estaban el
ah kim
y la niña: Taxmar y el
halach uinic
de Chichén en primer lugar, detrás los otros sacerdotes, luego los jugadores y los
holcanes
del séquito, entre los cuales me encontraba. El resto de los asistentes se fue colocando alrededor del cenote, lo más cerca del borde que podían.
El anciano
ah kim
cedió su sitio a un fornido sacerdote que abrazó a la niña por la espalda y la levantó en vilo. La niña miró nerviosa para uno y otro lado, y pareció calmarse en cuanto vio que el viejo
ah kim
se acercaba musitando una plegaria. Sin mirarla a la cara, el anciano le separó las manos del cuerpo, le estiró un dedito y con un rápido movimiento circular le arrancó una uña con la espina de una pastinaca. La niña dio un alarido y rompió a llorar con desesperación. Sobresaltado, miré alrededor. Todos seguían la ceremonia aparentemente satisfechos. El sacerdote esperó a que los gritos empezaran a bajar el tono, para humedecerse los dedos con los enormes lagrimones que rodaban por las mejillas de la niña y salpicar con ellos la superficie tersa del cenote. Entendí que aquella oración era para los dioses del agua, y que para llamarlos no había mejor reclamo que el agua derramada por un ser zuhuy. A los dioses de la lluvia les gustan los niños.
Luego, el sacerdote alzó un pebetero con forma de ciervo en el que ardía una gran bola de copal y lo arrojó al agua. Las brasas chisporrotearon, y al hundirse el recipiente ascendió una nube de humo como un velo de niebla. En ese momento, los otros sacerdotes abrieron las vasijas de agua virgen y las vertieron en el cenote, así como dos calabazas llenas de
balché
. Aquélla fue la señal para que todo el que quisiera arrojase su ofrenda a los dioses, en particular a Chac y a Itzamná. Según lo hacían, se acercaban a la aterrorizada niña para contarle sus deseos y los mensajes que querían que llevara al otro mundo.
La pequeña lloraba mientras caían al cenote idolillos de madera; manojos de flechas; cascabeles de todas las formas y tamaños; una placa de jade tallada, ofrenda de Taxmar, y decenas de objetos diminutos como pequeñas bandejas, vasijas, calabacitas rellenas con gotas de cacao. Me dejé llevar por la emoción del momento, pedí a Itzamná la victoria de los nuestros y cerré el trato con lo único que tenía de valor: las orejeras que me había regalado Tekun. Cuando las arrojé al agua no pude evitar mirarle a él. Había visto mi gesto y sonreía.
Entregadas las ofrendas, había que enviar al mensajero. El sacerdote se acercó al borde de la plataforma y dejó caer a la niña. El impacto de su pequeño cuerpo removió la superficie verdosa del agua provocando que pequeñas olas se precipitaran contra la enorme pared circular. Tras un breve forcejeo, el cuerpecito desapareció en las profundidades donde moran los dioses.
De vuelta a la ciudad tuvimos que pasar entre la plataforma de los músicos y la de los cráneos para acceder al espació destinado al juego de pelota. A duras penas podíamos avanzar, de la cantidad de gente que había llegado para ver en qué acababa el acuerdo de paz.
La cancha del juego de pelota de Chichén es un rectángulo cuyos lados más largos están cerrados por un muro alto sobre un zócalo en forma de talud de la altura de un hombre. En el centro de estos muros, y a la altura de cuatro hombres, casi al borde del remate superior, hay dos discos de piedra con un agujero en el centro de más de un palmo de diámetro. En la parte superior del muro oriental, además, se alza un templo con las puertas custodiadas por dos enormes serpientes. Los extremos del rectángulo, sus lados cortos, por así decirlo, están separados varias varas de los muros principales y cerrados sólo parcialmente por sendas gradas de un par de varas de altura sobre las que se levantan dos templos. A los jugadores y al séquito de los tutul xiúes les asignaron las gradas del que estaba en el sur, y a nosotros las del norte. Los tres
halach uinic
y los sacerdotes se instalaron en la del templo que está sobre el muro oriental, desde donde tenían una visión privilegiada del juego.
Las gruesas cortinas que habían colocado en las puertas del templo amortiguaban el ruido exterior y servían para que los jugadores pudieran recogerse un rato antes de irrumpir en la cancha. Seis
holcanes
entramos a ayudar a vestirse a los nuestros. Yo ceñí a Tekun el cinto grueso de piel de venado, el corselete, las rodilleras, los guantes con muñequeras, las coderas y el historiadísimo tocado de plumas y papel. El pelo lo llevaba recogido en una coleta de la que salían una docena de plumas de quetzal que bailaban como una crin verde esmeralda. Para la ocasión se colocó unas orejeras de filigrana de oro con figuras de jugadores de pelota, y unas sandalias nuevas primorosamente bordadas.
—Mira —dijo mostrándome la del pie derecho.
Me fijé en el dibujo, y vi que era un hombre con barba. Fruncí la frente, sin comprender, pero antes de que pudiera preguntar por su significado, señaló el muro con la mirada. En el centro de aquella pared erigida mucho antes de que yo naciera, se veía claramente el relieve de otro hombre con barba.
—En cuanto oí la propuesta de los tutul xiúes, recordé este lugar, y supe que teníamos que aceptar.
—¿Es Kukulkán? —pregunté tímidamente.
Tekun se encogió de hombros.
De fuera llegó el sonido bajo de las trompetas de madera convocando a los contendientes.
—Adiós, hermano.
No supe qué contestar. Tekun salió y yo me quedé clavado porque era la primera vez que me llamaba hermano, y tanto el tono como el momento me conmovieron.
Los seis jugadores itzaes se colocaron en línea cerrando su extremo de la cancha. De la misma forma y con similares aparejos lo hicieron enfrente los xiúes. Yo me senté junto a Kixan en la escalinata del templo norte. El hombre de las mil rayas estaba molesto por no haber sido elegido, pero Tekun lo había dejado al mando de la guardia del cortejo.
Al pie de cada grupo había unas cuantas pelotas de caucho macizo que los jugadores levantaron, botaron y sopesaron antes de que un nuevo toque de trompetas diera comienzo a la competición.
Uno de los xiúes lanzó botando una de las pelotas hacia los itzaes, y Tekun la devolvió golpeándola con la cadera. A cada golpe, la pelota botaba y rebotaba descontroladamente. Cada grupo la golpeaba una sola vez en dirección a los contrarios, y luego aguardaba la respuesta. Era un modo extraño de jugar, porque cuando la pelota botaba bajo, o se deslizaba por el suelo, los jugadores no dudaban en arrastrarse para golpearla con la cadera y elevarla de nuevo.