Camino a Roma (51 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

BOOK: Camino a Roma
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—Y a mí —respondió Fabiola al recordar cómo había matado a Pompeya, una prostituta que había intentado acabar con ella. Aunque lo había hecho en defensa propia, había actuado a sangre fría, al igual que había ordenado a los porteros que mataran a Jovina. Su decisión al respecto había cambiado por el mero hecho de que Antonio había hecho público su romance. Sin duda, todo aquello era tan malo como cualquier otra atrocidad que pudiera haber cometido la madama. Reprimiendo un sollozo de culpabilidad, Fabiola alzó la mano en señal de despedida.

Jovina hizo lo mismo.

Mientras corría pasillo abajo, Fabiola oyó voces y el sonido del yeso al romperse procedente de varias habitaciones. Le siguieron los golpes fuertes de la caída al suelo de los intrusos y corrió todavía más rápido. ¡No debían pillarla ahí! Los pasos se acercaban a las puertas a ambos lados y las manijas giraban. Al encontrarlas cerradas, los que estaban dentro empezaron a propinar golpes y patadas a las endebles planchas de madera y las astillaron enseguida. Ni siquiera tenía que haberse molestado en cerrar, pensó Fabiola. Sólo servía para retrasar lo inevitable. La resignación embargó todo su ser.

Oyó que Jovina vociferaba palabras desafiantes.

Inconscientemente, Fabiola aminoró la marcha para escucharlo. Los hombres de Scaevola se reían con desprecio de la vieja bruja; sin embargo, enseguida cambiaron de actitud. Gritando con todas sus fuerzas, Jovina se abalanzó sobre los intrusos. Se oyó un grito de dolor y luego el sonido de unos golpes amortiguados llegó hasta el pasillo. Jovina se quedó callada de inmediato. Fabiola cerró los ojos. No era la primera vez que oía el sonido de una espada descuartizando un cuerpo. «Que descanses en paz —pensó. A pesar de sus defectos, Jovina poseía un corazón guerrero—. Que los dioses recompensen tu valentía.»

Los dos porteros reaccionaron con sorpresa y respeto cuando Fabiola les contó lo sucedido.

—Quién sabe, quizás haya matado a alguno —masculló Vettius.

Durante un rato después de eso, Fabiola se preguntó si se equivocaba al dar la batalla por perdida. Era fácil defender un pasillo estrecho en el que sólo podía atacar un hombre a la vez, y sus seguidores se comportaban como verdaderos héroes para impedir que los matones del
fugitivarius
accedieran al patio. A pesar de haber perdido a dos hombres, ambos gladiadores, los defensores de Fabiola habían matado a más de una docena de enemigos. Había tantos cadáveres apilados en los pasillos que los atacantes se veían obligados a trepar por encima de ellos, lo cual los convertía en blancos fáciles.

Sin embargo, Scaevola no era ningún imbécil. Al final, hizo que sus hombres se echaran atrás y les vociferó una serie de órdenes, que Fabiola no fue capaz de comprender. Entonces se hizo el silencio.

Sintió entonces otro tipo de miedo: el de la incertidumbre.

—¿Se han marchado? —Miró a Benignus.

—Lo dudo.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Fabiola, atisbando por el pasillo más cercano.

Suspiró con fuerza.

—Si yo estuviera al mando de esos cabrones, iría a buscar unos cuantos arqueros o lanceros. Atacaría desde arriba.

Alarmada por sus palabras, Fabiola escudriñó los tejados que rodeaban el patio. Se sintió aliviada cuando no vio a nadie, pero lo que había dicho Benignus tenía sentido. Enseguida los abatirían uno a uno y no podrían defenderse. Como peces en un barril, pensó asqueada.

—Vamos a morir todos —susurró.

—La situación no pinta bien —convino Benignus—. De todos modos, tampoco preferiría estar en ningún otro sitio.

Vettius soltó un gruñido a su lado para mostrar que estaba de acuerdo.

Fabiola se quedó boquiabierta.

—Siempre nos has tratado como personas, no como animales. Es más de lo que han hecho los demás. —Benignus le dedicó una sonrisa agradable, que hizo que Fabiola se sintiera todavía peor por lo que iba a decir a continuación.

—Cuando llegue el fin… —Hizo una pausa porque le entraron náuseas. Se dio cuenta de que, a pesar de los pesares, no quería morir. ¡Qué tonta había sido al desear tales cosas para sí misma! Ahora, cuando notaba que se acercaba el fin a pasos agigantados, Fabiola sintió una humildad renovada—. Scaevola ha estado a punto de violarme en otra ocasión. No quiero que vuelva a suceder. —Los miró a los dos con expresión suplicante—. Os lo pido como amiga. ¿Me mataréis antes de que me apresen?

Los dos hombres contrajeron el rostro por la pena y el dolor. Se miraron el uno al otro y luego a Fabiola. Ella no habló, era incapaz de articular palabra. Por incongruente que pareciera, las lágrimas empezaron a surcar las mejillas de ambos hombres. Sin embargo, no eran unos cobardes y no iban a eludir su obligación. Primero asintió Benignus y luego Vettius.

—Gracias —dijo Fabiola, reprimiendo sus emociones. Tenía intención de preguntar a las demás mujeres si querían hacer lo mismo que ella, pero no llegó a tener la oportunidad.

Sin ser vistos hasta ese momento, varios hombres de Scaevola habían trepado por el tejado hasta el borde de las tejas que daban al patio. Armados con lanzas y arcos, lanzaron un ataque inmediato. Apuntaban sólo a los hombres y, desde tan cerca, era difícil errar el tiro. Primero, una lanza de cazador con la punta ancha alcanzó a Vettius en plena espalda hasta clavársele en la parte inferior de la cavidad pectoral. Se tambaleó a un lado por la fuerza del impacto con cara de asombro. Fabiola se quedó mirando horrorizada cómo la silueta de la punta de lanza quedaba tensa en contacto con la parte delantera de la túnica. Le había atravesado los pulmones, el diafragma y los intestinos y le salía por el vientre. A Vettius se le hincharon los ojos de la sorpresa cuando las piernas le cedieron.

—¡No! —gritó Fabiola.

Vettius intentó hablar, pero no podía. Cayó de costado exhalando un fuerte suspiro y dejó caer el garrote. La sangre le empapaba la túnica y empezó a encharcarse a su alrededor. Cerró los ojos agarrando con mano débil el asta de madera que le sobresalía por la espalda. Ni siquiera un hombre tan fuerte como él podía seguir luchando con tamaña herida. Lo único que le quedaba era desangrarse hasta morir.

Fabiola escudriñó el patio presa del pánico. Los matones de Scaevola estaban causando estragos con las lanzas y las flechas, apuntando primero a quienes tenían capacidad para luchar. Sin contar a Vettius, habían abatido a tres de sus hombres y los habían dejado heridos o muertos. Varías prostitutas también habían sido alcanzadas por proyectiles que se habían desviado de su trayectoria. Sus gritos de agonía no hacían más que aumentar el ambiente generalizado de caos y terror. Si bien Catus había recogido una lanza y la había arrojado a un rufián barbudo, los demás esclavos de la cocina se habían apiñado y sollozaban. Los gritos de ánimo de Fabiola no servían de gran cosa, lo cual no era de extrañar. Al fin y al cabo, apenas sabían cómo sujetar una espada, y mucho menos manejarla. El patio se había convertido en un baño de sangre que le recordaba a los campos de batalla que había visto. Aunque en comparación fuera minúsculo, los montones de cadáveres acribillados de flechas y la cantidad de sangre guardaban un horripilante parecido con Alesia. Lo único que faltaba eran las moscas y las cornejas carroñeras. «Tiempo al tiempo —pensó Fabiola con amargura—. Mañana también estarán aquí.»

Sólo quedaban ella, Benignus y tres guardas para seguir luchando. No obstante, aparte de encogerse detrás de los caídos, apenas podían hacer nada contra la lluvia de proyectiles que caía desde arriba. De vez en cuando, recogían lanzas sueltas y las arrojaban, pero no eran suficientes. Ya había más de una docena de matones en el tejado y Fabiola había perdido a otro hombre. Fabiola veía que apartaban los cadáveres del pasillo. Enseguida unas siluetas llenaron ambos umbrales y rápidamente irrumpieron en el patio.

Benignus ordenó a los demás que contuvieran la amenaza y se colocó junto a Fabiola. Se le veía traumatizado.

—¿Ha llegado el momento? —preguntó.

Fabiola tenía la boca completamente reseca y sentía un frío intenso. Bajó la mirada hacia el garrote de Benignus y vio que el extremo estaba lleno de pelo apelmazado, sangre y materia gris. Cuando le diera la orden, sus propios restos se añadirían a ellos. La hiel le subió a la boca y Fabiola se vomitó en las sandalias. Odiaba su debilidad y estaba a punto de hablar cuando un grito ahogado le llamó la atención. Se volvió hacia la puerta más cercana. El último de sus guardas acababa de ser abatido con una espada clavada en la columna. Scaevola, el hombre que lo había matado, la miraba fijamente. Antes de arrancar el arma, formó un círculo con el índice y el pulgar de la mano derecha. Humedeciéndose los labios, introdujo el índice de la mano izquierda una y otra vez por el interior del círculo como clara demostración de lo que le esperaba a Fabiola.

—He prometido a todos mis hombres que podrán endiñártela —gritó.

Fabiola ya no podía soportar más el miedo. Cualquier cosa era mejor que dejar que ese monstruo la forzara otra vez, sin contar con sus seguidores trogloditas.

—Sí —musitó. Dejó caer el
gladius
al suelo—. Hazlo. Ahora mismo.

Benignus la miró fijamente durante un buen rato para asegurarse de que hablaba en serio. Entonces alzó el garrote al máximo.

—Volveos, señora —dijo con voz queda—. Cerrad los ojos.

Fabiola obedeció intentando no pensar en lo que estaba a punto de ocurrir. Una sucesión de imágenes se le pasó rápidamente por la cabeza, la mayoría tristes o dolorosas. Su vida no había sido más que una pérdida de tiempo, pensó. Entonces se le apareció una imagen de su hermano Romulus en la que sonreía orgulloso mientras le contaba que Gemellus le había encomendado que entregara un mensaje importante en casa de Craso. Al ser uno de los pocos recuerdos felices que tenía, se echó a llorar desconsoladamente. «Mitra, concédeme que Romulus esté aún sano y salvo —rezó—. Dale larga vida, y que sea mejor que la mía.»

Detrás de ella se oyó un grito ahogado y algo pesado chocó contra el suelo. Fabiola, asombrada de seguir con vida, miró a su alrededor. Benignus seguía allí, aunque con una flecha clavada en el bíceps del brazo derecho. El ruido lo había producido el garrote al caer de sus dedos flojos.

—Lo siento, señora —dijo con voz entrecortada, encorvándose de forma extraña para recuperarlo con la mano izquierda. Antes de que lo lograra, dos flechas bien dirigidas silbaron en el aire y se le clavaron en las piernas. Bramando de dolor, el portero consiguió recoger su arma—. Acercaos —musitó—. Lo haré de todos modos.

Secándose las lágrimas, Fabiola se acercó a él arrastrando los pies.

Entonces los acontecimientos se sucedieron muy rápidamente. Unas figuras armadas aparecieron detrás de Benignus y le asestaron un sinfín de golpes con las lanzas y las espadas. Lentamente y con una expresión de disculpa en el rostro ancho y sin afeitar, se deslizó hasta el suelo. Indefensa, Fabiola se quedó paralizada al captar el resto de la escena. Todos sus hombres habían sido abatidos, y más de quince matones de Scaevola ocupaban el patio. Bajo la mirada indefensa de los esclavos domésticos, estaban rasgando la ropa de las prostitutas. Los gritos y chillidos que tal acción provocaba parecían intensificar el frenesí de los matones. Esposando o amenazando a sus cautivas para someterlas, la mayoría de los hombres se pusieron a endiñársela entre las piernas a alguna mujer de las que gritaban. A Fabiola volvió a encogérsele el estómago, pero ya no le quedaba nada a lo que recurrir. Percibió vagamente a dos hombres que tenía delante, los que habían matado a Benignus. La lujuria retorcía las facciones de ambos y Fabiola levantó una mano en vano para apartarles. Se echaron a reír y se le acercaron todavía más.

—¡No la toquéis! —gritó una voz conocida—. ¡Es mía!

Se apartaron lentamente y entonces apareció Scaevola, que parecía encantado consigo mismo.

—Esta vez no tienes escapatoria —rugió—. Vas a sufrir durante horas. Para cuando termine, me suplicarás que te mate.

De repente, Fabiola se mareó y se le doblaron las rodillas. Cayó de lado desmayada y fue a parar encima de Benignus. Lo último que oyó fue la voz del
fugitivarius.

—Llevadla a una cama de dentro. Mejor follarla con comodidad.

Entonces la negrura se apoderó de ella.

A Romulus, el camino de vuelta al Lupanar le pareció más largo que cualquier marcha de las que había hecho jamás. Aquejado de un fuerte dolor en la cabeza y molesto por la presión de la muchedumbre, mantuvo la mente difusa centrada en una sola persona: Fabiola. Tras diez largos años separados, por fin sabía dónde estaba su hermana melliza, y ella le necesitaba. Urgentemente. Esa constatación concedía a Romulus la fuerza necesaria, aunque el hacha de Tarquinius resultara una muleta útil. Cada vez que el golfillo se paraba, Romulus le hacía continuar con impaciencia. «Mitra, haz que llegue a tiempo —rezaba, obligándose a colocar una pierna delante de la otra—. Por favor.» En esos momentos, agradecía aún más no haber matado a Gemellus. Así demostraba al dios guerrero que era un hombre honrado. Que Mitra decidiera ayudar, por supuesto, era harina de otro costal, y eso le hacía sentir nuevas oleadas de pánico. «Respira —se dijo Romulus—. Respira hondo.» Recordó el método que le había enseñado Cotta, su entrenador, y llenó lentamente el pecho de aire mientras contaba los latidos de su corazón. «Uno. Dos. Tres. Cuatro. Retén el aire. Empieza a exhalar. Uno. Dos. Tres. Cuatro.» Repitió el proceso una y otra vez para mitigar el pánico creciente que notaba en el pecho.

Fueron aproximándose poco a poco, atravesando las diminutas callejuelas para evitar así los bloqueos de los matones. Al final llegaron a la calle del Lupanar. Había cinco escaleras apoyadas contra el alto muro, lo cual ponía de manifiesto por dónde habían entrado los agresores. Desde la puerta principal, que estaba entreabierta, se veían claramente varios cadáveres, pero no había ni rastro de personas vivas. A Romulus se le cayó el alma a los pies. Tarquinius y los veteranos no habían llegado todavía. El golfillo, que iba por delante de él, echó a correr. Movido por una voluntad férrea, Romulus se obligó a trotar arrastrando los pies. Se tomó un breve respiro al llegar a los primeros cadáveres ensangrentados, consciente de que necesitaría hasta la última brizna de fuerza que tuviera en el cuerpo en cuanto entraran. La breve pausa le permitió estudiar la carnicería. Era difícil distinguir a los hombres de uno y otro bando. Aparte de un par de gladiadores, parecían los típicos canallas.

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