Si la mayoría de las gentes no están dispuestas a ver la dificultad, ello se debe sobre todo a que, consciente o inconscientemente, suponen que serán ellas quienes arreglen para todos estas cuestiones, y a que están convencidas de su propia capacidad para hacerlo de un modo justo y equitativo. El pueblo inglés, quizá aún más que otros, comienza a comprender lo que significan estos proyectos cuando se le advierte que puede no ser más que una minoría en el organismo planificador y que las líneas fundamentales del futuro desarrollo económico de Gran Bretaña pueden ser determinadas por una mayoría no británica. ¿Cuántos ingleses estarían dispuestos a someterse a la decisión de un organismo internacional, por democráticamente constituido que estuviese, el cual tuviera poder para decretar que el desarrollo de la industria siderúrgica española tendría preferencia respecto a la del sur de Gales, que la industria óptica debería concentrarse en Alemania y excluirse de Gran Bretaña, o que Gran Bretaña sólo podría importar gasolina refinada, reservándose para los países productores todas las industrias relativas al refino?
Imaginarse que la vida económica de una vasta área que abarque muchos pueblos diferentes puede dirigirse o planificarse por procedimientos democráticos, revela una completa incomprensión de los problemas que surgirían. La planificación a escala internacional, aún más de lo que es cierto en una escala nacional, no puede ser otra cosa que el puro imperio de la fuerza; un pequeño grupo imponiendo al resto los niveles de vida y ocupaciones que los planificadores consideran deseables para los demás. Si hay algo cierto, es que el
Grossraumwirtschaft
de la especie que han pretendido los alemanes sólo puede realizarlo con éxito una raza de amos, un
Herrenvolk
, imponiendo brutalmente a los demás sus fines y sus ideas. Es un error considerar la brutalidad y el desprecio de todos los deseos e ideales de los pueblos pequeños, mostrados por los alemanes, simplemente como un signo de su especial perversidad; es la naturaleza de la tarea que se atribuyeron lo que hacía inevitable estas cosas. Emprender la dirección de la vida económica de gentes con ideales y criterios muy dispares es atribuirse responsabilidades que obligan al uso de la fuerza; es asumir una posición en la que las mejores intenciones no pueden evitar que se actúe forzosamente de una manera que a algunos de los afectados parecerá altamente inmoral
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Esto es cierto, aunque supongamos que el poder dominante es todo lo idealista y altruista que quepa imaginar. ¡Pero cuán escasas probabilidades hay de que sea altruista y a cuántas tentaciones estará expuesto! Creo que el nivel de honestidad y justicia, particularmente respecto a los asuntos internacionales, es tan alto en Inglaterra como en cualquier otro país, si no lo es más. Y, sin embargo, podemos ya oír que la victoria debe utilizarse para crear condiciones en las que la industria británica sea capaz de utilizar plenamente las instalaciones especiales que ha levantado durante la guerra; que la reconstrucción de Europa tiene que dirigirse de manera que se ajuste alas especiales exigencias de las industrias británicas y a la finalidad de asegurar a cada cual en Inglaterra la clase de ocupación para la que se considere a sí mismo más adecuado. Lo alarmante en estas sugerencias no es que se hayan hecho, sino que las hayan hecho con toda inocencia y considerado como cosa natural personas honestas que ignoraban por completo la enormidad moral implícita en el empleo de la fuerza para estos fines
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Quizá el más poderoso agente causal de la creencia en que es posible la dirección centralizada única de la vida económica de muchos pueblos diferentes, por medios democráticos, sea la fatal ilusión de creer que si las decisiones se entregaran al «pueblo», la comunidad de intereses de las clases trabajadoras superaría fácilmente las diferencias que existen entre las clases dirigentes. Hay sobrados motivos para esperar que, con una planificación mundial, la pugna de intereses que suscita ahora la política económica de cualquier nación adoptaría de hecho la forma de una lucha de intereses aún más violenta entre pueblos enteros, que sólo podría decidirse por la fuerza. Sobre las cuestiones en que tendría que decidir una autoridad planificadora internacional, habría, inevitablemente, tanto conflicto entre los intereses y opiniones de las clases trabajadoras de los diferentes países como entre las diferentes clases sociales de un país cualquiera, y aun habría entre aquéllas menos base de común acuerdo para un arreglo equitativo. Para el trabajador de un país pobre, la demanda de protección contra la competencia del salario bajo formulada por su colega de un país más afortunado, mediante una legislación de salario mínimo, protección que se afirma corresponder al interés del pobre, no es, frecuentemente, más que un medio de privar a éste de la única posibilidad de mejorar sus condiciones, superando las desventajas naturales con jornales inferiores a los de sus compañeros de otros países. Y para él, el hecho de tener que dar el producto de diez horas de su trabajo por el producto de cinco horas del hombre de otra parte que está mejor equipado con maquinaria es tanta «explotación» como la practicada por cualquier capitalista.
Es bastante seguro que en un sistema internacional planificado las naciones más ricas y, por ello, más poderosas serían, en un grado mucho mayor que en una economía libre, objeto del odio y la envidia de las más pobres; y éstas, acertada o equivocadamente, estarían convencidas de que su posición podría mejorarse mucho más rápidamente tan sólo con ser libres para hacer lo que quisieran. Si llegara a considerarse como deber de un organismo internacional la realización de la justicia distributiva entre los diferentes pueblos, la transformación de la lucha de clases en una pugna entre las clases trabajadoras de los diferentes países sería, sin duda, según la doctrina socialista, una evolución consecuente e inevitable.
Muchas tonterías se dicen ahora sobre la «planificación para igualar los niveles de vida». Es instructivo considerar con algún mayor detalle una de estas proposiciones para ver con precisión lo que encierra. El área por la que ahora muestran mayor afición en sus proyectos nuestros planificadores es la cuenca del Danubio y Europa sudoriental. No puede ponerse en duda la urgente necesidad de mejorar las condiciones económicas de esta región, por consideraciones humanitarias y económicas tanto como en interés de la futura paz de Europa, ni que ello sólo puede lograrse dentro de una estructura política diferente de la del pasado. Pero esto no es lo mismo que el deseo de ver la vida económica de esta región dirigida de acuerdo con un único plan general y de fomentar el desarrollo de las diferentes industrias conforme a un programa trazado de antemano, de tal manera que la iniciativa local sólo puede triunfar si logra la aprobación de la autoridad central y su incorporación al plan de ésta. No se puede, por ejemplo, crear una especie de
Tennessee Valley Authority
para la cuenca danubiana sin determinar previamente con ello, para muchos años, el grado de progreso relativo de las diferentes razas que habitan esta región y sin subordinar todas sus aspiraciones y deseos individuales a esta tarea.
La planificación de esta clase tiene necesariamente que comenzar por fijar un orden de preferencia para los diferentes objetivos. Planificar para la deliberada igualación de los niveles de vida significa que han de ordenarse las diferentes pretensiones con arreglo a sus méritos, que unos tienen que dar preferencia a otros y que aquéllos deben aguardar su turno, aunque quienes se ven así preteridos pueden estar convencidos, no sólo de su mejor derecho, sino también de su capacidad para alcanzar antes su objetivo sólo con que se les concediera libertad para actuar con arreglo a sus propios proyectos. No existe base que nos consienta decidir si las pretensiones del campesino rumano pobre son más o menos urgentes que las del todavía más pobre albanés, o si las necesidades del pastor de las montañas eslovacas son mayores que las de su compañero esloveno. Pero si la elevación de sus niveles de vida ha de efectuarse de acuerdo con un plan unitario, alguien tiene que contrapesar deliberadamente los merecimientos de todas estas pretensiones y decidir entre ellas. Una vez en ejecución este plan, todos los recursos del área planificada tienen que estar al servicio de aquél; y no puede haber excepción para quienes sienten que podrían hacerlo mejor por sí mismos. Si sus pretensiones han recibido un puesto inferior, tendrán que trabajar ellos para satisfacer con anterioridad las necesidades de quienes lograron preferencia. En semejante situación,
todos
se sentirían, justamente, peor que si se hubiera adoptado algún otro plan y, por la decisión y el poder de las potencias dominantes, condenados a un puesto menos favorable que el que pensaron que se les debía. Intentar tal cosa en una región poblada de pequeñas naciones, cada una de las cuales cree en su propia superioridad con igual fervor que las otras, es emprender una tarea que sólo puede realizarse mediante el uso de la fuerza. Lo que sucedería en la práctica es que las decisiones británicas y el poder británico tendrían que resolver si el nivel de vida de los campesinos macedonios o el de los búlgaros debería elevarse más rápidamente, o si el de los mineros checos o el de los húngaros debería aproximarse más deprisa a los niveles occidentales. No se necesita mucho conocimiento de la naturaleza humana y sólo, ciertamente, una ligera información sobre los pueblos de Europa central para comprender que, cualquiera que fuese la decisión impuesta, serían muchos, probablemente mayoría, los que considerasen como una suprema injusticia el orden particular elegido, y su común odio pronto se volvería contra la potencia que, por desinteresadamente que fuese, estaba determinando su suerte.
Aunque, sin duda, hay muchas personas que creen honradamente que si se les permitiera encargarse de la tarea serían capaces de resolver todos estos problemas de un modo justo e imparcial, y que se sorprenderían de verdad al descubrir sospechas y odios volviéndose contra ellas, éstas serían, probablemente, las primeras en aplicar la fuerza cuando aquellos a quienes se proponían beneficiar mostrasen resistencia, y las que actuarían con la mayor dureza para obligar a la gente a hacer lo que se presuponía era su propio interés. Lo que estos peligrosos idealistas no ven es que cuando asumir una responsabilidad moral supone recurrir a la fuerza para hacer que los propios criterios morales prevalezcan sobre los dominantes en otros países, al aceptar esta responsabilidad pueden colocarse en una situación que les impida una actuación moral. Imponer semejante imposible tarea moral a las naciones victoriosas es un seguro camino para corromperlas moralmente y desacreditarlas.
Asistamos por todos los medios posibles a los pueblos más pobres, en sus propios esfuerzos para rehacer sus vidas y elevar su nivel. Un organismo internacional puede ser muy recto y contribuir enormemente a la prosperidad económica si se limita a mantener el orden y a crear las condiciones en que la gente pueda desarrollar su propia vida; pero es imposible que sea recto o consienta a la gente vivir su propia vida si este organismo distribuye las materias primas y asigna mercados, si todo esfuerzo espontáneo ha de ser «aprobado» y nada puede hacerse sin la sanción de la autoridad central.
Después de lo dicho en los primeros capítulos, apenas es necesario insistir en que estas dificultades no pueden vencerse confiriendo a las diversas autoridades internacionales «solamente» poderes económicos específicos. La creencia en que ésta sería una solución práctica descansa sobre la falacia de suponer que la planificación económica es solamente una tarea técnica, que pueden desempeñarla de una manera estrictamente objetiva los técnicos, y que las cosas realmente vitales podrían quedar en manos de las autoridades políticas. Cualquier institución económica internacional no sujeta a un poder político superior, aunque quedase estrictamente confinada a un campo particular, podría fácilmente ejercer el más tiránico e irresponsable poder imaginable. El control con carácter exclusivo de una mercancía o servicio esencial (como, por ejemplo, el transporte aéreo) es, en efecto, uno de los más amplios poderes que pueden conferirse a cualquier organismo. Pues como apenas hay algo que no se pueda justificar por «necesidades técnicas», que nadie ajeno a la materia puede eficazmente discutir —o incluso por argumentos humanitarios, y posiblemente del todo sinceros, acerca de las necesidades de algún grupo especialmente mal situado que no podría recibir ayuda de otra manera—, apenas hay posibilidad de dominar aquel poder. La organización de los recursos del mundo en forma de instituciones más o menos autónomas, que ahora encuentra apoyo en los lugares más sorprendentes, un sistema de monopolios reconocidos por todos los gobiernos nacionales, pero no sometidos a ninguno, se convertiría, inevitablemente, en el peor de todos los bandidajes concebibles; y ello aunque todos los encargados de su administración demostrasen ser los más fieles guardianes de los intereses particulares colocados bajo su cuidado.
Basta considerar seriamente todas las consecuencias de unos proyectos al parecer tan inocentes como el control y distribución de la oferta de las materias primas esenciales, muy aceptados como base fundamental del futuro orden económico, para ver qué aterradoras dificultades políticas y peligros morales crearían. El interventor de la oferta de una materia prima tal como el petróleo o la madera, el caucho o el estaño, sería el dueño de la suerte de industrias y países enteros. Al decidir el consentimiento de un aumento de la oferta y una reducción del precio y de la renta de los productores, decidiría si permitir el nacimiento de alguna nueva industria en algún país o impedirlo. Dedicado a «proteger» los niveles de vida de aquellos a quienes considera como especialmente encomendados a su cuidado, privaría de su mejor y quizá única posibilidad de prosperar a muchos que están en una posición más desfavorable. Si todas las materias primas esenciales fueran así controladas, no habría, ciertamente, nueva industria ni nueva aventura en la que pudieran embarcarse las gentes de un país sin el permiso de los controladores, ni plan de desarrollo o mejora que no pudiera ser frustrado por su veto. Lo mismo es cierto de todo acuerdo internacional para la «distribución» de los mercados y aún más del control de las inversiones y de la explotación de los recursos naturales.