Camino de servidumbre (14 page)

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Authors: Friedrich A. Hayek

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

BOOK: Camino de servidumbre
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Los argumentos usados apelan a nuestros mejores instintos y a menudo atraen a las mentes más finas. Si la planificación nos liberase realmente de los cuidados menos importantes y con ello facilitara nuestra vida material y elevara la espiritual, ¿quién querría empequeñecer este ideal? Si nuestras actividades económicas realmente concernieran sólo a los aspectos inferiores o incluso más sórdidos de la vida, sin duda tendríamos que empeñarnos a toda costa en la busca de un medio que nos relevara de la excesiva atención a los fines materiales y, entregados éstos al cuidado de alguna pieza de la máquina utilitaria, dejase libres nuestras mentes para las cosas más elevadas de la vida.

Por desgracia, la seguridad con que la gente cree que el poder ejercido sobre la vida económica es tan sólo un poder sobre materias de secundaria importancia, a lo cual se debe la ligereza con que se recibe la amenaza contra la libertad de nuestros actos económicos, carece completamente de fundamento. Es en gran parte una consecuencia de la errónea convicción de la existencia de fines estrictamente económicos separados de los restantes fines de la vida. Pero, aparte del caso patológico del avaro, no hay tal cosa. Los fines últimos de las actividades de los seres razonables nunca son económicos. Estrictamente hablando, no hay «móvil económico», sino tan sólo factores económicos que condicionan nuestros afanes por otros fines. Lo que en el lenguaje ordinario se llama equívocamente el «móvil económico», sólo significa el deseo de una oportunidad general, el deseo de adquirir poder para el logro de fines no especificados
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. Si nos afanamos por el dinero, es porque nos ofrece las más amplias posibilidades de elección en el goce de los frutos de nuestros esfuerzos. Como en la sociedad moderna sentimos a través de la limitación de nuestros ingresos en dinero las restricciones que nuestra relativa pobreza nos impone todavía, muchos han llegado a odiar al dinero, símbolo de estas restricciones. Pero esto es confundir la causa con el medio a través del cual se hace sentir una fuerza. Sería mucho más acertado decir que el dinero es uno de los mayores instrumentos de libertad que jamás haya inventado el hombre. Es el dinero lo que en la sociedad existente abre un asombroso campo de elección al pobre, un campo mayor que el que no hace muchas generaciones le estaba abierto al rico. Comprenderíamos mejor la significación de este servicio del dinero si considerásemos lo que realmente supondría que, como muchos socialistas característicamente proponen, el «móvil pecuniario» fuera largamente desplazado por «incentivos no económicos». Si todas las remuneraciones, en lugar de ser ofrecidas en dinero, se ofrecieran bajo la forma de privilegios o distinciones públicas, situaciones de poder sobre otros hombres, o mejor alojamiento o mejor alimentación, oportunidades para viajar o para educarse, ello no significaría sino que al perceptor no le estaba ya permitido elegir, y que quien fijase la remuneración determinaba no sólo su cuantía, sino también la forma particular en que había de disfrutarse.

Una vez que comprendemos que no hay móviles económicos separados y que una ganancia o una pérdida económica es simplemente una ganancia o una pérdida que no nos impide decidir cuáles de nuestras necesidades o deseos han de ser afectados, es más fácil ver el importante núcleo de verdad que encierra la creencia general en que las cuestiones económicas sólo afectan a los fines menos importantes de la vida, y comprender el desdén en que a menudo se tienen las consideraciones «simplemente» económicas. En cierto sentido, esto se justifica por entero en una economía de mercado; pero sólo en esa economía libre. En tanto podamos disponer libremente de nuestros ingresos y de todo lo que poseemos, la pérdida económica sólo nos podrá privar de los que consideremos como menos importantes entre los deseos que podíamos satisfacer. Una pérdida «simplemente» económica es de tal suerte que podemos hacer recaer sus efectos sobre nuestras necesidades menos importantes; pero cuando decimos que el valor de algo que hemos perdido es mucho mayor que su valor económico, o que no puede estimarse en términos económicos, significa que tenemos que soportar la pérdida allí donde ha recaído. Y lo mismo sucede con una ganancia económica. Los cambios económicos, en otras palabras, sólo afectan generalmente al borde, al «margen» de nuestras necesidades. Hay muchas cosas más importantes que ninguna de las que probablemente serán afectadas por las pérdidas o las ganancias económicas, cosas que para nosotros están muy por encima de los placeres e incluso por encima de muchas de las necesidades de la vida afectadas por las alzas y bajas económicas. Comparado con ellas, el «inmundo lucro», la cuestión de si estamos económicamente algo mejor o peor, parece de poca importancia. Esto hace creer a muchas gentes que una cosa que, como la planificación económica, afecta tan sólo a nuestros intereses económicos, no puede interferir seriamente con los valores más fundamentales de la vida.

Esto, sin embargo, es una conclusión errónea. Los valores económicos son menos importantes para nosotros que muchas otras cosas, precisamente porque en las cuestiones económicas tenemos libertad para decidir qué es para nosotros lo más y qué lo menos importante. O, como también podemos decir, porque en la sociedad actual somos
nosotros
quienes tenemos que resolver los problemas económicos de nuestras propias vidas. Estar sometidos a control en nuestra actividad económica significa estar siempre controlados si no declaramos nuestro objetivo particular. Pero como, al declararlo, éste tiene que someterse también a aprobación, en realidad estamos intervenidos en todo.

La cuestión que plantea la planificación económica no consiste, pues, solamente en si podremos satisfacer en la forma preferida por nosotros lo que consideramos nuestras más o menos importantes necesidades. Está en si seremos nosotros quienes decidamos acerca de lo que es más y lo que es menos importante para nosotros mismos o si ello será decidido por el planificador. La planificación económica no afectaría sólo a aquellas de nuestras necesidades marginales que tenemos en la mente cuando hablamos con desprecio de lo simplemente económico. Significaría de hecho que, como individuos, no nos estaría ya permitido decidir qué es lo que consideramos como marginal.

La autoridad directora de toda la actividad económica intervendría no sólo la parte de nuestras vidas que afecta a las cosas inferiores: intervendría en la asignación de los medios limitados con que contamos para todas nuestras finalidades. Y quien controla toda la vida económica, controla los medios para todos nuestros fines y, por consiguiente, decide cuáles de éstos han de ser satisfechos y cuáles no. Ésta es realmente la cuestión crucial. El control económico no es sólo intervención de un sector de la vida humana que puede separarse del resto; es el control de los medios que sirven a todos nuestros fines, y quien tenga la intervención total de los medios determinará también a qué fines se destinarán, qué valores serán calificados como más altos y cuáles como más bajos: en resumen, qué deberán amar y procurarse los hombres. La planificación central significa que el problema económico ha de ser resuelto por la comunidad y no por el individuo; pero esto implica que tiene que ser también la comunidad, o, mejor dicho, sus representantes, quienes decidan acerca de la importancia relativa de las diferentes necesidades.

La supuesta liberación económica que los planificadores nos prometen significa precisamente que seremos relevados de la necesidad de resolver nuestros propios problemas económicos, y que las penosas elecciones que éstos a menudo exigen serán hechas para nosotros. Como, bajo las condiciones modernas, para casi todas las cosas dependemos de los medios que nuestros semejantes nos suministran, la planificación económica exigiría la dirección de casi todo en nuestra vida. Difícilmente se encontrará un aspecto de ella, desde nuestras necesidades primarias hasta nuestras relaciones con la familia y los amigos, desde la naturaleza de nuestro trabajo hasta el empleo de nuestro ocio, en el que el planificador no ejercería su «intervención expresa»
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.

El poder del planificador sobre nuestras vidas privadas no sería menos completo si decidiera no ejercerlo por un control directo de nuestro consumo. Aunque una sociedad planificada tendría probablemente que emplear con cierta extensión el racionamiento y otros expedientes análogos, el poder del planificador sobre nuestras vidas privadas no depende de esto, y difícilmente sería menos efectivo si el consumidor fuera nominalmente libre para gastar sus ingresos conforme a sus gustos. La fuente de su poder sobre todo el consumo, que en una sociedad planificada poseería la autoridad, radicaría en su control sobre la producción.

Nuestra libertad de elección en una sociedad en régimen de competencia se funda en que, si una persona rehúsa la satisfacción de nuestros deseos, podemos volvernos a otra. Pero si nos enfrentamos con un monopolista, estamos a merced suya. Y una autoridad que dirigiese todo el sistema económico sería el más poderoso monopolista concebible. Si bien no tendríamos probablemente que temer de esta autoridad que explotase su poder como un monopolista privado lo haría, si bien su propósito no sería presumiblemente la consecución de la máxima ganancia financiera, gozaría, sin embargo, de completo poder para decidir sobre lo que se nos diera y en qué condiciones. No sólo decidiría las mercancías y servicios disponibles y sus cantidades; podría dirigir su distribución por distritos y grupos, y podría, si lo quisiera, discriminar entre personas hasta el grado en que lo pretendiese. Si recordamos por qué defiende mucha gente la planificación, ¿podría quedar mucha duda de que este poder sería utilizado para los fines que la autoridad aprobase y para impedir la consecución de los fines que desaprobase?

El poder conferido por el control de la producción y los precios es casi ilimitado. En una sociedad en régimen de competencia, los precios que tenemos que pagar por una cosa —es decir, la relación en que podemos cambiar una cosa por otra— dependen de las cantidades de aquellas otras cosas de las cuales privamos a los demás miembros de la sociedad por tomar nosotros una. Este precio no está determinado por la voluntad consciente de nadie. Y si un camino para la consecución de nuestros fines nos resulta demasiado caro, tenemos libertad para intentar otros caminos. Los obstáculos en nuestra vía no son obra de alguien que desaprueba nuestros fines, sino la consecuencia de desearse en otra parte los mismos medios. En una economía dirigida, donde la autoridad vigila los fines pretendidos, es seguro que ésta usaría sus poderes para fomentar algunos fines y para evitar la realización de otros. No nuestra propia opinión acerca de lo que nos debe agradar o desagradar, sino la de alguna otra persona, determinaría lo que hiciésemos. Y como la autoridad tendría poder para frustrar todos los esfuerzos encaminados a eludir su guía, casi con tanta eficacia intervendría en lo que consumimos como si directamente nos ordenase la forma de gastar nuestros ingresos.

La voluntad oficial conformaría y «guiaría» nuestras vidas diarias, no sólo en nuestra capacidad de consumidores y aun ni siquiera principalmente en cuanto tales. Lo haría mucho más en cuanto a nuestra situación como productores. Estos dos aspectos de nuestra vida no pueden separarse; y como para la mayoría de nosotros el tiempo que dedicamos a nuestro trabajo es una gran parte de nuestra vida entera, y nuestro empleo también determina comúnmente el lugar donde vivimos y la gente entre quien vivimos, cierta libertad en la elección de nuestro trabajo es, probablemente, de mucha mayor importancia para nuestra felicidad que la libertad para gastar durante las horas de ocio nuestros ingresos. Es cierto, sin duda, que hasta en el mejor de los mundos estaría muy limitada esta libertad. Pocas gentes han dispuesto jamás de abundantes opciones en cuanto a ocupación. Pero lo que importa es contar con alguna opción; es que no estemos absolutamente atados a un determinado empleo elegido para nosotros o que elegimos en el pasado, y que si una situación se nos hace verdaderamente intolerable, o ponemos nuestro amor en otra, haya casi siempre un camino para el capacitado, que al precio de algún sacrificio le permita lograr su objetivo. Nada hace una situación tan insoportable como el saber que ningún esfuerzo nuestro puede cambiarla; y aunque jamás tuviéramos la fuerza de ánimo para hacer el sacrificio necesario, bastaría saber que podría mos escapar si pusiéramos en ello el esfuerzo suficiente, para hacer soportables situaciones que de otro modo son intolerables.

No es esto decir que a tal respecto todo marche a la perfección en nuestro mundo actual, o que marchó así en el pasado más liberal, y que no pueda hacerse mucho para mejorar las oportunidades de elección abiertas a la gente. Aquí y en todas partes, el Estado puede hacer mucho para ayudar a la difusión de los conocimientos y la información y para favorecer la movilidad. Pero lo importante es que la especie de acción oficial que en verdad aumentaría las oportunidades es precisamente casi la opuesta a la «planificación» que ahora más se defiende y practica. La mayoría de los planificadores, es cierto, prometen que en el nuevo mundo planificado la libre elección de empleo será escrupulosamente mantenida y hasta aumentada. Pero en esto prometen mucho más que lo que pueden cumplir. Si quieren planificar tienen que controlar el ingreso en las diferentes actividades y ocupaciones, o las condiciones de remuneración, o ambas cosas. En casi todos los ejemplos de planificación conocidos, el establecimiento de estas intervenciones y restricciones se contó entre las primeras medidas tomadas. Y si este control se practicara umversalmente y lo ejerciera una sola autoridad planificadora, no se necesita mucha imaginación para ver en qué vendría a parar la «libre elección de empleo» prometida. La «libertad de elección» sería puramente ficticia, una simple promesa de no practicar discriminación, cuando la naturaleza del caso exige la práctica de la discriminación y cuando todo lo que uno podría esperar sería que la selección se basase sobre lo que la autoridad considerara fundamentos objetivos.

Poca diferencia habría en que la autoridad planificadora se limitase a fijar las condiciones de empleo e intentase regular el número ajustando aquellas condiciones. Determinando la remuneración, no habría de hecho en muchos empleos menos gentes impedidas de entrar que si específicamente se las excluyera. Una muchacha tosca, que desea vehementemente hacerse dependienta de comercio; un muchacho débil, que ha puesto su corazón en un empleo para el cual su debilidad es un obstáculo, y, en general, los al parecer menos capaces o menos adecuados no son necesariamente excluidos en una sociedad en régimen de competencia. Si ellos desean suficientemente el puesto, pueden con frecuencia obtenerlo mediante un sacrificio económico y triunfar más tarde gracias a cualidades que al principio no eran patentes. Pero cuando la autoridad fija la remuneración para toda una categoría y la selección de los candidatos se realiza con arreglo a pruebas objetivas, la fuerza del deseo de una ocupación cuenta muy poco. La persona cuyas cualificaciones no son del tipo estándar o cuyo temperamento no es de la clase común, no será ya capaz de lograr condiciones especiales de un patrono cuyas preferencias se ajusten a las especiales necesidades de aquél. La persona que a un trabajo rutinario prefiere una jornada irregular o una existencia bohemia, con menores y quizá inciertos ingresos, no tendrá ya elección. Las condiciones serán, sin excepción, lo que en cierta medida son inevitablemente en una organización numerosa, o aún peores, porque no permitirán ninguna posibilidad de escape. No seremos ya libres para conducirnos racional y eficientemente tan sólo donde y cuando nos parezca oportuno, tendremos que ajustamos todos a las normas que la autoridad planificadora deberá fijar para simplificar su tarea. Para poder desempeñar esta inmensa tarea tendrá que reducir la diversidad de las capacidades e inclinaciones humanas a unas cuantas categorías de unidades fácilmente intercambiables y deliberadamente despreciará las diferencias personales menores. Aunque el fin declarado de la planificación fuese que el hombre deje de ser un simple medio, de hecho —como sería imposible tener en cuenta en el plan todas las preferencias y aversiones individuales— el individuo llegaría a ser más que nunca un simple medio, utilizado por la autoridad en servicio de abstracciones tales como el «bienestar social» o el «bien común».

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