Esto se aplica a la posición relativa de los individuos, no menos que a las diferentes ocupaciones. Estarnos, en general, demasiado dispuestos a suponer más o menos uniformes los ingresos dentro de una determinada industria o profesión. Pero las diferencias entre los ingresos, no sólo del más y el menos próspero médico o arquitecto, escritor o actor de cine, boxeador o jockey, sino también del más y el menos próspero fontanero u hortelano, tendero o sastre, son tan grandes como las que existen entre las clases propietarias y las no propietarias. Y, aunque, sin duda, se intentaría reducirlas a un cierto número de categorías por un proceso de normalización, la necesidad de discriminación entre individuos sería la misma, tanto si se ejerciese fijando los ingresos individualmente como distribuyéndolos en determinadas categorías.
No necesitamos decir más acerca de las probabilidades de que los hombres de una sociedad libre se sometiesen a tal control, o de que permaneciesen libres sí se sometieran. Sobre toda esta cuestión, lo que John Stuart Mill escribió hace casi cien años sigue siendo igualmente cierto hoy:
Una norma inmutable, como la de la igualdad, podría aceptarse lo mismo que se aceptaría la suerte o una necesidad externa; pero que un puñado de personas pesara a todos en la balanza y diese más a uno y menos a otro sin más que su gusto y juicio, sólo podría aceptarse de seres considerados sobrehumanos y apoyados por terrores sobrenaturales
[43]
.
Estas dificultades no condujeron a conflictos abiertos en tanto el socialismo sólo fue la aspiración de un grupo limitado y perfectamente homogéneo. Salieron a la superficie cuando se intentó realmente una política socialista con el favor de muchos grupos diferentes que componían la mayoría de un pueblo. Pronto se plantea la candente cuestión de decidir cuál de los diferentes conjuntos de ideales será impuesto a todos, poniendo a su servicio los recursos enteros del país. La restricción de nuestra libertad respecto a las cosas materiales afecta tan directamente a nuestra libertad espiritual, porque el éxito de la planificación exige crear una opinión común sobre los valores esenciales.
Los socialistas, progenitores cultos de una bárbara casta, esperaban tradicionalmente resolver este problema por la educación. Pero, ¿qué signifíca la educación a este respecto? Bien hemos aprendido que la ilustración no puede crear nuevos valores éticos, que ninguna suma de conocimientos conducirá a la gente a compartir las mismas opiniones sobre las cuestiones morales que surgen de una ordenación expresa de todas las relaciones sociales. No es la convicción racional, sino la aceptación de un credo, lo que se requiere para justificar un particular plan. Y, como era lógico, los mismos socialistas fueron los primeros en reconocer por doquier que la tarea que se echaron sobre sí mismos exigía la general aceptación de una
Weltanschauung
común, de un conjunto definido de valores. En sus esfuerzos para producir un movimiento de masas, apoyado en una concepción uniforme del mundo, los socialistas fueron los primeros en crear la mayoría de los instrumentos de adoctrinación que con tanta eficacia han empleado nazis y fascistas.
En Alemania e Italia los nazis y los fascistas apenas tuvieron que inventar algo. Los usos de los nuevos movimientos políticos que impregnaron todos los aspectos de la vida habían sido ya introducidos en ambos países por los socialistas. La idea de un partido político que abrazase todas las actividades del individuo, desde la cuna a la tumba, que pretendía guiar sus opiniones sobre todas las cosas y que se recreaba en hacer de todos los problemas cuestiones de la
Weltanschanung
del partido, fue aplicada primero por los socialistas. Un escritor socialista austríaco, hablando del movimiento socialista de su país, refiere con orgullo que fue su «rasgo característico la creación de organizaciones especiales para todos los campos de actividad de los trabajadores y empleados»
[44]
. Pero aunque los socialistas austríacos puedan haber llegado más lejos en este aspecto, la situación no fue muy diferente en otros lugares. No fueron los fascistas, sino los socialistas, quienes comenzaron a reunir a los niños desde su más tierna edad en organizaciones políticas, para asegurarse que crecieran como buenos proletarios. No fueron los fascistas, sino los socialistas, quienes primero pensaron en organizar deportes y juegos, fútbol y excursionismo, en clubs de partido donde los miembros no pudieran infectarse con otras opiniones. Fueron los socialistas quienes primero insistieron en que el miembro del partido debe distinguirse del resto por los modos de saludar y los tratamientos. Fueron ellos quienes, con su organización de «células» y las medidas para la supervisión permanente de la vida privada, crearon el prototipo del partido totalitario.
Bolilla y Hitlerjugend, Dopolavoro y Kraft durch Freude
, uniformes políticos y formaciones militares del partido, son poco más que remedos de las viejas instituciones socialistas
[45]
.
En tanto el movimiento socialista de un país está estrechamente ligado a los intereses de un grupo particular, generalmente el de los trabajadores industriales más cualificados, el problema de crear una opinión común acerca de la condición deseable para los diferentes miembros de la sociedad es relativamente simple. El movimiento se preocupa inmediatamente de la condición de un grupo particular, y su propósito consiste en elevar su estatus por encima del de otros grupos. El carácter del problema cambia, por consiguiente, cuando en el curso del progresivo avance hacia el socialismo se hace a todos cada vez más evidente que sus ingresos y su posición general son determinados por el aparato coercitivo del Estado y que puede mantener o mejorar su posición sólo en cuanto miembro de un grupo organizado capaz de influir o dominar en su propio interés la máquina del Estado. En la lucha real entre los varios grupos porfiantes que surge en esta etapa no es seguro en modo alguno que prevalezcan los intereses de los grupos más pobres y numerosos. Ni es necesariamente una ventaja para los viejos partidos socialistas, que declaradamente representaron a los intereses de un grupo particular, el haber sido los primeros en el campo y haber proyectado toda su ideología para atraer a los trabajadores manuales de la industria. Su real éxito, y su insistencia en la aceptación del credo completo, lleva por fuerza a crear un poderoso contramovimiento, no de los capitalistas, sino de las clases muy numerosas e igualmente no propietarias que ven amenazada su posición relativa por el avance de la élite de los trabajadores industriales.
La teoría y la táctica socialistas, incluso cuando no estaban dominadas por el dogma marxista, se han basado en todas partes sobre la idea de una división de la sociedad en dos clases, con intereses comunes, pero en conflicto mutuo: capitalistas y trabajadores industriales. El socialismo contaba con una rápida desaparición de la vieja clase media y despreció completamente el nacimiento de una nueva: el ejército innúmero de los oficinistas y las mecanógrafas, de los trabajadores administrativos y los maestros de escuela, los artesanos y los funcionarios modestos y las filas inferiores de las profesiones liberales. Durante algún tiempo estas clases proporcionaron con frecuencia muchos de los dirigentes del movimiento obrero; pero, a medida que se hizo más claro que la posición de aquellas clases empeoraba relativamente a la de los trabajadores industriales, los ideales que guiaron a estos últimos perdieron mucho de su atractivo para los primeros. Si bien todos eran socialistas, en el sentido de aborrecer el sistema capitalista y desear una distribución deliberada de la riqueza de acuerdo con sus ideas de justicia, estas ideas resultaron ser muy diferentes de las incorporadas a la práctica de los primitivos partidos socialistas.
Los medios que emplearon, con buen éxito, los viejos partidos socialistas para asegurarse el apoyo de un grupo de ocupaciones —la elevación de su posición económica relativa— no se podían utilizar para asegurarse el apoyo de todos. Es forzosa entonces la aparición de movimientos socialistas rivales que soliciten el favor de quienes ven empeorada su situación relativa. Hay una gran parte de verdad en la afirmación, a menudo oída, de ser el fascismo y el nacionalsocialismo una especie de socialismo de la clase media; sólo que en Italia y Alemania los que apoyaron estos nuevos movimientos apenas eran ya, económicamente, una clase media. Fueron, en gran medida, la revuelta de una nueva clase preterida, contra la aristocracia del trabajo creada por el movimiento obrero industrial. Puede casi asegurarse que ningún factor económico aislado ha favorecido más a estos movimientos que la envidia de los profesionales fracasados, el ingeniero o abogado u otros universitarios, y, en general, el «proletariado de cuello v corbata», hacía el maquinista y el tipógrafo y otros miembros de los más fuertes sindicatos obreros, cuyos ingresos montaban a varias veces los suyos. Tampoco cabe apenas dudar que, en cuanto a ingresos en dinero, el simple afiliado del movimiento nazi, en los primeros años de éste, era, por término medio, más pobre que el promedio de los miembros de un sindicato o del viejo Partido Socialista; circunstancia tanto más acerba cuanto que los primeros, a menudo, habían visto días mejores v aún vivían con frecuencia en ambientes que correspondían a su pasado. La expresión «lucha de clases
à rebours
», frecuente en Italia en los tiempos del nacimiento del fascismo, apuntaba a un aspecto muy importante del movimiento. El conflicto entre el fascista o el nacionalsocialista y los primitivos partidos socialistas tiene que considerarse, en gran parte, como uno de aquellos que es forzoso surjan entre facciones socialistas rivales. No había diferencia entre ellos en cuanto a que la voluntad del Estado debía ser quien asignase a cada persona su propio lugar en la sociedad. Pero había, como las habrá siempre, las más profundas diferencias acerca de cuál fuere el lugar apropiado de las diferentes clases y grupos.
Los viejos dirigentes socialistas, que habían considerado siempre a sus partidos como la natural vanguardia del futuro movimiento general hacia el socialismo, no podían fácilmente comprender que con cada extensión del uso de los métodos socialistas se volviera contra ellos el resentimiento de extensas clases pobres. Pero, mientras los viejos partidos socialistas, o las organizaciones laborales dentro de ciertas industrias, no encontraban, generalmente, mayores dificultades para llegar a un acuerdo de acción conjunta con los patronos en sus respectivas industrias, clases muy amplias quedaban marginadas. Para ellas, y no sin alguna justificación, las secciones más prósperas del movimiento obrero parecían pertenecer a la clase explotadora más que a la explotada
[46]
.
El resentimiento de la baja clase media, en la que el fascismo y el nacionalsocialismo reclutaron una tan gran proporción de sus seguidores, se intensificó por el hecho de aspirar en muchos casos, por su educación y preparación, a posiciones directivas y considerarse ellos mismos con títulos para ser miembros de la clase dirigente. La generación más joven, con el desprecio por las actividades lucrativas fomentado por la enseñanza socialista, rechazaba las posiciones independientes que envolvían riesgo y se congregaba, en cantidades crecientes, en torno a las posiciones asalariadas que prometían seguridad. Pero, a la vez, demandaba puestos que procurasen los ingresos y el poder a que, en opinión suya, le daba derecho su preparación. Creían en una sociedad organizada, y esperaban en ésta un lugar muy diferente del que la sociedad regida por el trabajo parecía ofrecerles. Estaban prontos a apoderarse de los métodos del viejo socialismo, pero dispuestos a emplearlos en servicio de una clase diferente. El movimiento tenía atractivos para todos los que, conformes con la conveniencia de que el Estado dirigiese la actividad económica entera, discrepaban en cuanto a los fines a cuya consecución dirigía su fuerza política la aristocracia de los trabajadores industriales.
El nuevo movimiento socialista partía con algunas ventajas tácticas. El socialismo obrero se había desarrollado en un mundo democrático y liberal, adaptando a él sus tácticas y apoderándose de muchos ideales del liberalismo; sus protagonistas todavía creían que la implantación del socialismo resolvería por sí todos los problemas. El fascismo y el nacionalsocialismo, por otra parte, surgieron de la experiencia de una sociedad cada vez más regulada, consciente de que el socialismo democrático e internacional propugnaba ideales incompatibles. Sus tácticas se desarrollaron en un mundo ya dominado por la política socialista y los problemas que ésta crea. No se hacían ilusiones sobre la posibilidad de la solución democrática de unos problemas que exigen más acuerdo entre las gentes que lo que puede razonablemente esperarse. No se hacían ilusiones sobre la capacidad de la razón para decidir acerca de todas las cuestiones de relativa importancia que sobre las necesidades de los diferentes hombres o grupos inevitablemente surgen de la planificación, o sobre la respuesta que podría dar la fórmula de la igualdad. Sabían que el grupo más fuerte que reuniese bastantes seguidores en favor de un nuevo orden jerárquico de la sociedad y que prometiese francamente privilegios a las clases a que apelaba, obtendría probablemente el apoyo de todos los defraudados porque, después de prometérseles la igualdad, descubrieron que no habían hecho sino favorecer los intereses de una clase particular. Sobre todo, lograron éxito porque ofrecían una teoría, o
Weltanschauung
, que parecía justificar los privilegios prometidos a sus seguidores.
La sociedad entera se habrá convertido en una sola oficina y una sola fábrica, con igualdad en el trabajo y en la remuneración.
V. I. LENIN, 1917
En un país donde el único patrono es el Estado, la oposición significa la muerte por consunción lenta. El viejo principio «el que no trabaje no comerá» ha sido reemplazado por uno nuevo: el que no obedezca no comerá.
L. TROTSKY, 1937
Igual que la espuria «libertad económica», y con más justicia, la seguridad económica se presenta a menudo como una indispensable condición de la libertad efectiva. Esto es, en un sentido, tan cierto como importante. La independencia de criterio o la energía de carácter rara vez se encuentra entre quienes no confían en abrirse camino por su propio esfuerzo. Sin embargo, la idea de la seguridad económica no es menos vaga y ambigua que la mayoría de las expresiones sobre estas materias; y por ello la aprobación general que se concede a la demanda de seguridad puede ser un peligro para la libertad. Evidentemente, cuando la seguridad se entiende en un sentido demasiado absoluto, la general porfía por ella, lejos de acrecentar las oportunidades de libertad, se convierte en su más grave amenaza.