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Authors: Friedrich A. Hayek

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

Camino de servidumbre (16 page)

BOOK: Camino de servidumbre
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Se dice a veces, en respuesta a estos temores, que no habría motivo para que el planificador determinase las rentas de los individuos. Las dificultades políticas y sociales que lleva consigo decidir la participación de las diferentes personas en la renta nacional son tan evidentes, que incluso el planificador más inveterado dudaría mucho antes de cargar con esta tarea a cualquier autoridad. Probablemente, todo el que comprende lo que ello envuelve preferiría confinar la planificación a la producción, usarla sólo para asegurar una «organización racional de la industria», abandonando, en todo lo posible, la distribución de las rentas a las fuerzas impersonales. Aunque es imposible dirigir la industria sin ejercer alguna influencia sobre la distribución, y aunque ningún planificador desearía entregar enteramente la distribución a las fuerzas del mercado, todos ellos preferirían, probablemente, limitarse a vigilar para que esta distribución se conformase con ciertas reglas generales de equidad y justicia, para que se evitasen desigualdades extremas y para que la relación entre las remuneraciones de las principales clases de la población fuese justa, sin cargar con la responsabilidad de la posición de cada individuo en particular dentro de su clase o de las gradaciones o diferenciaciones entre pequeños grupos y entre individuos.

Ya hemos visto que la estrecha interdependencia de todos los fenómenos económicos hace difícil detener la planificación justamente en el punto deseado, y que, una vez obstruido allende cierto límite el libre juego del mercado, el planificador se verá obligado a extender sus intervenciones hasta que lo abarquen todo. Estas consideraciones económicas, que explican por qué es imposible parar el control deliberado allí justamente donde se desearía, se ven grandemente reforzadas por ciertas tendencias políticas y sociales cuya influencia se hace sentir crecientemente conforme se extiende la planificación.

A medida que se hace más cierto, y más se reconoce que la posición del individuo no está determinada por fuerzas impersonales, ni como resultado de los esfuerzos de muchos en competencia, sino por la deliberada decisión de la autoridad, la actitud de las gentes respecto a su posición en el orden social cambia necesariamente. Siempre existirán desigualdades que parecerán injustas a quienes las padecen, contrariedades que se tendrán por inmerecidas y golpes de la desgracia que quienes los sufren no han merecido. Pero cuando estas cosas ocurren en una sociedad deliberadamente dirigida, la reacción de las gentes será muy distinta que cuando no hay elección consciente por parte de nadie. La desigualdad se soporta, sin duda, mejor y afecta mucho menos a la dignidad de la persona si está determinada por fuerzas impersonales que cuando se debe al designio de alguien. En una sociedad en régimen de competencia no hay menosprecio para una persona, ni ofensa para su dignidad por ser despedida de una empresa particular que ya no necesita sus servicios o que no puede ofrecerle un mejor empleo. Cierto es que en los períodos de prolongado paro en masa el efecto sobre muchas personas puede ser muy diferente, pero hay otros y mejores métodos que la dirección centralizada para prevenir esta calamidad. Mas el paro o la pérdida de renta a que siempre se verá sometido alguien en cualquier sociedad es, sin duda, menos degradante si resulta de la mala suerte y no ha sido impuesto deliberadamente por la autoridad. Por amargo que sea el trance, lo sería mucho más en una sociedad planificada. En ella alguien tendría que decidir no sólo si una persona es necesaria en una determinada ocupación, sino incluso si es útil para algo y hasta qué punto lo es. Su posición en la vida le sería asignada por alguien.

Si bien la gente estará dispuesta a sufrir lo que a cualquiera le pueda suceder, no estará tan fácilmente dispuesta a sufrir lo que sea el resultado de la decisión de una autoridad. Será desagradable sentirse un simple diente en una máquina impersonal; pero es infinitamente peor que no podamos abandonarla, que estemos atados a nuestro sitio y a los superiores que han sido escogidos para nosotros. El descontento de cada uno con su suerte crecerá, inevitablemente, al adquirir conciencia de ser el resultado de una deliberada decisión humana.

Una vez el Estado se ha embarcado en la planificación en obsequio a la justicia, no puede rehusar la responsabilidad por la suerte o la posición de cualquier persona. En una sociedad planificada todos sabríamos que estábamos mejor o peor que otros, no por circunstancias que nadie domina y que es imposible prever con exactitud, sino porque alguna autoridad lo quiso. Y todos nuestros esfuerzos dirigidos a mejorar nuestra posición tendrían como fin, no el de prever las circunstancias que no podemos dominar y prepararnos para ellas lo mejor que supiéramos, sino el de inclinar en nuestro favor a la autoridad que goza de todo el poder. La pesadilla de todos los pensadores políticos ingleses del siglo XIX: el Estado en que «ningún camino para la riqueza ni el honor existiría, salvo a través del Gobierno»
[41]
, se convertiría en realidad hasta un grado que ellos jamás hubieran imaginado; pero que hoy es un hecho bastante familiar en algunos países que después entraron en el totalitarismo.

Tan pronto como el Estado toma sobre sí la tarea de planificar la vida económica entera, el problema de la situación que merece cada individuo y grupo se convierte, inevitablemente, en el problema político central. Como sólo el poder coercitivo del Estado decidirá lo que tendrá cada uno, el único poder que merece la pena será la participación en el ejercicio de este poder directivo. No habrá cuestiones económicas o sociales que no sean cuestiones políticas, en el sentido de depender exclusivamente su solución de quién sea quien disfruta el poder coercitivo, a quién pertenecen las opiniones que prevalecerán en cada ocasión. Creo que fue el propio Lenin quien introdujo en Rusia la famosa frase «¿Quién, a quién?», durante los primeros años del dominio soviético, frase en la que el pueblo resumió el problema universal de una sociedad socialista
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. ¿Quién planifica a quién? ¿Quién dirige y domina a quién? ¿Quién asigna a los demás su puesto en la vida y quién tendrá lo que es suyo porque otros se lo han adjudicado? Éstas son, necesariamente, las cuestiones esenciales, que sólo podrá decidir el poder supremo.

Más recientemente, un escritor político americano ha ampliado la frase de Lenin afirmando que el problema de todo Estado es: «¿Quién gana?, ¿qué, cuándo y cómo lo gana?» En cierto sentido, esto no es falso. Que todo gobierno influye sobre la posición relativa de las diferentes personas y que apenas hay un aspecto de nuestra vida que, bajo cualquier sistema, no sea afectado por la acción del Estado, es, sin duda, cierto. En cuanto el Estado hace algo, su acción provoca siempre algún efecto sobre «quién gana» y sobre «qué, cuándo y cómo lo gana».

Es preciso, sin embargo, sentar dos distinciones fundamentales: primero, pueden disponerse medidas particulares sin saberse cómo afectarán a personas en particular y sin proponerse particulares efectos. Ya hemos discutido este punto. Segundo, la amplitud de las actividades del Estado es lo que decide si todo lo que cualquier persona obtiene en cualquier momento depende del Estado, o si la influencia de éste se confina a que algunas personas obtengan algo, de alguna manera, en algún momento. En esto descansa toda la diferencia entre un sistema libre y uno totalitario.

Ilustra de manera característica el contraste entre un sistema liberal y uno totalmente planificado la común lamentación de nazis y socialistas por las «artificiales separaciones de la economía y la política» y su demanda igualmente común, del predominio de la política sobre la economía. Probablemente, estas frases no sólo expresan que ahora les está permitido a las fuerzas económicas trabajar para fines que no forman parte de la política del gobierno, sino también que el poder económico puede usarse con independencia de la dirección del gobierno y para fines que el gobierno puede no aprobar. Pero la alternativa no es simplemente que haya un solo poder, sino que este poder único, el grupo dirigente, domine todas las finalidades humanas y, en particular, que disponga de un completo poder sobre la posición de cada individuo en la sociedad.

Es evidente que un gobierno que emprenda la dirección de la actividad económica usará su poder para realizar el ideal de justicia distributiva de alguien. Pero, ¿cómo puede utilizar y cómo utilizará este poder? ¿Qué principios le guiarán o deberán guiarle? ¿Hay una contestación definida para las innumerables cuestiones de méritos relativos que surgirán y que habrán de resolverse expresamente? ¿Hay una escala de valores que pudiese contar con la conformidad de las gentes razonables, que justificaría un nuevo orden jerárquico de la sociedad y presentaría probabilidades de satisfacer las demandas de justicia?

Sólo hay un principio general, una norma simple, que podría, ciertamente, proporcionar una respuesta definida para todas estas cuestiones: la igualdad, la completa y absoluta igualdad de todos los individuos en todos los puntos que dependan de la intervención humana. Si la mayoría la considerase deseable (aparte de la cuestión de si sería practicable, es decir, si proporcionaría incentivos adecuados), daría a la vaga idea de la justicia distributiva un claro significado y proporcionaría al planificador una guía concreta. Pero está completamente fuera de la realidad suponer que la gente, en general, considera deseable una igualdad mecánica de esta clase. Ningún movimiento socialista que ha propugnado una igualdad completa ganó jamás un apoyo sustancial. Lo que el socialismo prometió no fue una distribución absolutamente igualitaria, sino una más justa y más equitativa. No la igualdad en sentido absoluto, sino una «mayor igualdad», es el único objetivo que se ha propuesto seriamente.

Aunque estos dos ideales suenen como muy semejantes, son lo más distinto que cabe, en lo que concierne a nuestro problema. Así como la igualdad absoluta determinaría con claridad la tarea del planificador, el deseo de una mayor igualdad es simplemente negativo, no más que una expresión del disgusto hacia el presente estado de cosas. Y, en tanto no estemos dispuestos a admitir que es deseable todo movimiento que lleve hacia la igualdad completa, difícilmente dará respuesta aquel deseo a ninguna de las cuestiones que el planificador tiene que resolver.

No es esto un juego de palabras. Nos enfrentamos aquí con una cuestión crucial que puede quedar oculta por la semejanza de los términos usados. Mientras que el acuerdo sobre la igualdad completa respondería a todos los problemas de mérito que el planificador tiene que resolver, la fórmula de la aproximación a una mayor igualdad no contestaría prácticamente a ninguno. El contenido de ésta es apenas más concreto que el de las frases «bien común» o «bienestar social». No nos libera de la necesidad de decidir en cada caso particular entre los méritos de individuos o grupos particulares y no nos ayuda en esta decisión. Todo lo que, de hecho, nos dice es que tomemos del rico cuanto podamos. Pero cuando se llega a la distribución del botín, el problema es el mismo que si no se hubiera concebido jamás la fórmula de una «mayor igualdad».

A la mayoría de la gente le es difícil admitir que no poseemos patrones morales que nos permitan resolver estas cuestiones, si no perfectamente, al menos con una mayor satisfacción general que la que consiente el sistema de competencia. ¿No tenemos todos alguna idea de lo que es un «precio justo» o un «salario equitativo»? ¿No podemos confiar en el firme sentido de la equidad que posee el pueblo? Y aun si no nos ponemos ahora de acuerdo plenamente sobre lo que es justo y equitativo en un caso particular, ¿no se consolidarían pronto en patrones más definidos las ideas populares si se diera a la gente una oportunidad para ver realizados sus ideales?

Por desgracia, hay poco fundamento para estas esperanzas. Los patrones que tenemos surgieron del sistema de competencia que hemos conocido, y desaparecerían, necesariamente, tan pronto como se perdiese la competencia. Lo que entendemos por un precio justo o un salario equitativo es, o el precio o salario usuales, la remuneración que la experiencia pasada ha permitido a la gente esperar, o el precio o salario que existiría si no hubiera explotación monopolista.

La única excepción importante a esto fue la pretensión de los trabajadores al «producto íntegro de su trabajo», en la que tanto de la doctrina socialista tiene su antecedente. Pero pocos socialistas de hoy creen que en una sociedad socialista el producto de cada industria debería repartirse enteramente entre los trabajadores de la misma; porque esto significaría que los obreros de las industrias que usan una gran proporción de capital dispondrían de unos ingresos mucho mayores que los empleados en las industrias poco dotadas de capital, lo cual considerarían muy injusto la mayoría de los socialistas. Y ahora se reconoce con bastante generalidad que esta pretensión particular se basa en una interpretación equivocada de los hechos. Pero, una vez que se rechaza la pretensión del trabajador individual a la totalidad de «su» producto, y que ha de dividirse todo el rendimiento del capital entre todos los obreros, el problema de cómo dividirlo plantea la misma cuestión fundamental.

Podría concebirse como objetivamente determinable el «precio justo» de una mercancía particular o la remuneración «equitativa» por un servicio particular, si las cantidades necesarias se fijasen independientemente. Si éstas fuesen ajenas a los costes, el planificador podría tratar de averiguar qué precio o salario es necesario para obtener tal oferta. Pero el planificador tiene que decidir también cuánto ha de producirse de cada clase de bienes, y, al hacerlo, determina cuál será el precio justo o el salario equitativo que se pague. Si el planificador decide que se necesitan menos arquitectos o relojeros y que la necesidad puede llenarse con aquellos que están dispuestos a permanecer en la profesión a pesar de una remuneración más baja, el salario «equitativo» disminuiría. Al decidir sobre la importancia relativa de los diferentes fines, el planificador decide también acerca de la importancia relativa de los diferentes grupos y personas. Como no se le supone autorizado a considerar a la gente como un simple medio, tiene que tener en cuenta estos efectos y contrapesar expresamente la importancia de los diferentes fines con los efectos de su decisión. Lo cual significa que ejercerá forzosamente un control directo sobre la situación de las diferentes personas.

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