La distinción que antes establecimos entre la creación de una estructura legal permanente, dentro de la cual la actividad productiva es guiada por las decisiones individuales, y la dirección de la actividad económica por una autoridad central, es realmente un caso particular de la distinción más general entre el Estado de Derecho y el gobierno arbitrario. Bajo el primero, el Estado se limita a fijar normas determinantes de las condiciones bajo las cuales pueden utilizarse los recursos disponibles, dejando a los individuos la decisión sobre los fines para los que serán usados. Bajo el segundo, el Estado dirige hacia fines determinados el empleo de los medios de producción. Las normas del primer tipo pueden establecerse de antemano, con el carácter de
normas formales
que no se dirigen a los deseos y necesidades de ningún individuo en particular. Pretenden ser tan sólo instrumentos para la consecución de los diversos fines individuales de las gentes. Y se proyectan, o deben serlo, para tan largos períodos que sea imposible saber si favorecerán a alguien en particular más que a otros. Pueden casi describirse como un tipo de instrumento de la producción que permite a cualquiera prever la conducta de las gentes con quienes tiene que colaborar, más que como esfuerzos para la satisfacción de necesidades particulares.
La planificación económica de tipo colectivista envuelve necesariamente todo lo opuesto. La autoridad planificadora no puede confinarse a suministrar oportunidades a personas desconocidas para que éstas hagan de ellas el uso que les parezca. No puede sujetarse de antemano a normas generales y formales que impidan la arbitrariedad. Tiene que atender a las necesidades efectivas de la gente a medida que surgen, y para esto ha de elegir deliberadamente entre ellas. Tiene que decidir constantemente sobre cuestiones que no pueden contestarse por principios formales tan sólo, y al tomar estas decisiones tiene que establecer diferencias de mérito entre las necesidades de los diversos individuos. Cuando el Estado tiene que decidir respecto a cuántos cerdos cebar o cuántos autobuses poner en circulación, qué minas de carbón explotar o a qué precio vender el calzado, estas resoluciones no pueden deducirse de principios formales o establecerse de antemano para largos períodos. Dependen inevitablemente de las circunstancias del momento, y al tomar estas decisiones será siempre necesario contrapesar entre sí los intereses de las diversas personas y grupos. Al final, las opiniones de alguien decidirán cuáles de estos intereses son más importantes, y estas opiniones pasan así a formar parte de la ley del país: una nueva distinción de jerarquías que el aparato coercitivo del Estado impone al pueblo.
La distinción que hemos empleado entre ley o justicia formal y normas sustantivas es muy importante y a la vez sumamente difícil de expresar con precisión en la práctica.
Y, sin embargo, el principio general que interviene es bastante simple. La diferencia entre los dos tipos de normas es la misma que existe entre promulgar un código de la circulación u obligar a la gente a circular por un sitio determinado; o mejor todavía, entre suministrar señales indicadoras o determinar la carretera que ha de tomar la gente.
Las normas formales indican de antemano a la gente cuál será la conducta del Estado en cierta clase de situaciones, definidas en términos generales, sin referencia al tiempo, al lugar o a alguien en particular. Atañen a situaciones típicas en que todos pueden hallarse, y en las cuales la existencia de estas normas será útil para una gran variedad de propósitos individuales. El conocimiento de que en tales situaciones el Estado actuará de una manera definida o exigirá que la gente se comporte de un cierto modo es aportado como un medio que la gente puede utilizar al hacer sus propios planes. Las normas formales son así simples instrumentos, en el sentido de proyectarse para que sean útiles a personas anónimas, a los fines para los que estas personas decidan usarlos y en circunstancias que no pueden preverse con detalle. De hecho, el que
no
conozcamos sus efectos concretos, que
no
conozcamos a qué fines particulares ayudarán estas normas o a qué individuos en particular asistirán, el que reciban simplemente la forma en que es más probable que beneficien a todas las personas afectadas por ellas, todo esto constituye la cualidad más importante de las normas formales, en el sentido que aquí hemos dado a esta expresión. No envuelven una elección entre fines particulares o individuos determinados, precisamente porque no podemos conocer de antemano por quién y de qué manera serán usadas.
En nuestro tiempo, con su pasión por la intervención expresa sobre todas las cosas, puede resultar paradójico reclamar consideración de virtud para un sistema al hecho de conocerse menos en él que bajo la mayor parte de los demás sistemas los efectos particulares de las medidas que el Estado tome, y calificar como superior a un método de intervención social precisamente por nuestra ignorancia acerca de sus resultados concretos. Y sin embargo, esta consideración es, en realidad, la
razón de ser
del gran principio liberal del Estado de Derecho. Pero la aparente paradoja se deshace rápidamente cuando llevamos un poco más lejos la argumentación.
Este argumento es doble; por un lado es económico, y aquí sólo puede formularse brevemente. El Estado tiene que limitarse a establecer reglas aplicables a tipos generales de situaciones y tiene que conceder libertad a los individuos en todo lo que dependa de las circunstancias de tiempo y lugar, porque sólo los individuos afectados en cada caso pueden conocer plenamente estas circunstancias y adaptar sus acciones a ellas. Si los individuos han de ser capaces de usar su conocimiento eficazmente para elaborar sus planes, tienen que estar en situación de prever los actos del Estado que pueden afectar a estos planes. Mas para que sean previsibles los actos del Estado, tienen estos que estar determinados por normas fijas, con independencia de las circunstancias concretas que ni pueden preverse ni tenerse en cuenta por anticipado: por lo que los efectos particulares de aquellos actos serán imprevisibles. Si, de otra parte, el Estado pretendiese dirigir las acciones individuales para lograr fines particulares, su actuación tendría que decidirse sobre la base de todas las circunstancias del momento, y sería imprevisible. De aquí el hecho familiar de que, cuanto más «planifica» el Estado más difícil se le hace al individuo su planificación.
El segundo argumento, moral o político, es aún más directamente importante para la cuestión que se discute. Si el Estado ha de prever la incidencia de sus actos esto significa que no puede dejar elección a los afectados. Allí donde el Estado puede prever exactamente los efectos de las vías de acción alternativas sobre los individuos en particular, es el Estado quien elige entre los diferentes fines. Si deseamos crear nuevas oportunidades abiertas a todos, ofrecer opciones que la gente pueda usar como quiera, los resultados precisos no pueden ser previstos. Las normas generales, o leyes genuinas, a diferencia de las órdenes específicas, tienen que proyectarse, pues, para operar en circunstancias que no pueden preverse con detalle, y, por consiguiente, no pueden conocerse de antemano sus efectos sobre cada fin o cada individuo en particular. Sólo de este modo le es posible al legislador ser imparcial. Ser imparcial significa no tener respuesta para ciertas cuestiones: para aquella clase de cuestiones sobre las que, si hemos de decidir nosotros, decidimos tirando al aire una moneda. En un mundo donde todo estuviera exactamente previsto, le sería muy difícil al Estado hacer algo y permanecer imparcial. Allí donde se conocen los efectos precisos de la política del Estado sobre los individuos en particular, donde el Estado se propone directamente estos efectos particulares, no puede menos de conocer esos efectos, y no puede, por ende, ser imparcial. Tiene necesariamente que tomar partido, imponer a la gente sus valoraciones y, en lugar de ayudar a ésta al logro de sus propios fines, elegir por ella los fines. Cuando al hacer una ley se han previsto sus efectos particulares, aquélla deja de ser un simple instrumento para uso de las gentes y se transforma en un instrumento del legislador sobre el pueblo y para sus propios fines. El Estado deja de ser una pieza del mecanismo utilitario proyectado para ayudar a los individuos al pleno desarrollo de su personalidad individual y se convierte en una institución «moral»; donde «moral» no se usa en contraposición a inmoral, sino para caracterizar a una institución que impone a sus miembros sus propias opiniones sobre todas las cuestiones morales, sean morales o grandemente inmorales estas opiniones. En este sentido, el nazi u otro Estado colectivista cualquiera es «moral», mientras que el Estado liberal no lo es.
Quizá pueda decirse que todo esto no plantea un problema serio, pues por la naturaleza de las cuestiones sobre las que el planificador económico ha de decidir, éste no necesita guiarse, ni debe hacerlo, por sus prejuicios individuales, sino que debe sujetarse a la general convicción acerca de lo que es justo y razonable. Esta objeción recibe usualmente apoyo de quienes tienen experiencia sobre la planificación en una industria particular y encuentran que no hay una dificultad insuperable para llegar a una decisión que aceptarían como justa todos los inmediatamente afectados. La razón por la que esta experiencia no demuestra nada es precisamente la selección de «intereses» afectados cuando la planificación se limita a una industria en particular. Los más de cerca interesados en una cuestión particular no son necesariamente los mejores jueces sobre los intereses de la sociedad en general. Para recoger sólo el caso más característico: cuando el capital y el trabajo, dentro de una industria, convienen sobre alguna política de restricción y explotan así a los consumidores, no surge usualmente ninguna dificultad para la división del botín en proporción a los antiguos ingresos o según otro principio semejante. Por lo general, la pérdida que se reparte entre miles o millones se desprecia simplemente o se considera de manera por completo inadecuada. Si deseamos poner a prueba la utilidad del principio de lo «justo» para decidir en la clase de cuestiones que surgen en la planificación económica, tenemos que aplicarlo a alguna cuestión donde las ganancias y las pérdidas sean igualmente claras. En estos casos se reconoce sin dificultad que ningún principio general, tal como el de «lo justo», puede proveer una respuesta. Cuando tenemos que elegir entre sueldos más altos para las enfermeras o los médicos o una mayor extensión de los servicios sanitarios, más leche para los niños o mayores jornales para los trabajadores agrícolas, o entre ocupación para los parados o mejores jornales para los ya ocupados, se necesita para procurar una respuesta nada menos que un sistema completo de valores en que cada necesidad de cada persona o grupo ocupe un lugar definido.
De hecho, a medida que se extiende la planificación se hace normalmente necesario adaptar con referencia a lo que es «justo» o «razonable» un número creciente de disposiciones legales. Esto significa que se hace cada vez más necesario entregar la decisión del caso concreto a la discreción del juez o de la autoridad correspondiente. Se podría escribir una historia del ocaso de la supremacía de la ley, de la desaparición del
Rechtsstaat
, siguiendo la introducción progresiva de aquellas vagas fórmulas en la legislación y la jurisprudencia y la creciente arbitrariedad e incertidumbre de las leyes y la judicatura, con su consiguiente degradación, que en estas circunstancias no pueden menos de ser un instrumento de la política. Es importante señalar una vez más a tal respecto que el ocaso del Estado de Derecho había avanzado constantemente en Alemania durante algún tiempo antes de que Hitler llegara al poder, y que una política muy avanzada hacia la planificación totalitaria había ya realizado gran parte de la obra que Hitler completó.
No puede dudarse que la planificación envuelve necesariamente una discriminación deliberada entre las necesidades particulares de las diversas personas y permite a un hombre hacer lo que a otro se le prohíbe. Tiene que determinarse por una norma legal qué bienestar puede alcanzar cada uno y qué le será permitido a cada uno hacer y poseer. Significa de hecho un retorno a la supremacía del estatus, una inversión del «movimiento de las sociedades progresivas» que, según la famosa frase de sir Henry Maine, «hasta ahora ha sido un movimiento desde el estatus hacia el contrato». Sin duda, el Estado de Derecho debe considerarse probablemente, más que la primacía del contrato, como lo opuesto, en realidad, a la primacía del estatus. El Estado de Derecho, en el sentido de primacía de la ley formal, es la ausencia de privilegios legales para unas personas designadas autoritariamente, lo que salvaguarda aquella igualdad ante la ley que es lo opuesto al gobierno arbitrario.
Un resultado necesario, y sólo aparentemente paradójico, de lo dicho es que la igualdad formal ante la ley está en pugna y de hecho es incompatible con toda actividad del Estado dirigida deliberadamente a la igualación material o sustantiva de los individuos, y que toda política directamente dirigida a un ideal sustantivo de justicia distributiva tiene que conducir a la destrucción del Estado de Derecho. Provocar el mismo resultado para personas diferentes significa, por fuerza, tratarlas diferentemente. Dar a los diferentes individuos las mismas oportunidades objetivas no significa darles la misma
chance
subjetiva. No puede negarse que el Estado de Derecho produce desigualdades económicas; todo lo que puede alegarse en su favor es que esta desigualdad no pretende afectar de una manera determinada a individuos en particular. Es muy significativo y característico que los socialistas (y los nazis) han protestado siempre contra la justicia «meramente» formal, que se han opuesto siempre a una ley que no encierra criterio respecto al grado de bienestar que debe alcanzar cada persona en particular
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y que han demandado siempre una «socialización de la Ley», atacado la independencia de los jueces y, a la vez, apoyado todos los movimientos, como el de la
Freirechtsschule
, que minaron el Estado de Derecho.
Puede incluso decirse que para un eficaz Estado de Derecho es más importante que el contenido mismo de la norma el que ésta se aplique siempre, sin excepciones. A menudo no importa mucho el contenido de la norma, con tal que la misma norma se haga observar universalmente. Para volver a un ejemplo anterior: lo mismo da que todos tengamos que llevar la derecha o la izquierda en la carretera, en tanto que todos tengamos que hacer lo mismo. Lo importante es que la norma nos permita prever correctamente la conducta de los demás, y esto exige que se aplique a todos los casos, hasta si en una circunstancia particular sentimos que es injusta.