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Authors: Friedrich A. Hayek

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

Camino de servidumbre (9 page)

BOOK: Camino de servidumbre
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Y como jamás pueden conocerse plenamente todos los detalles de los cambios que afectan de modo constante a las condiciones de la demanda y la oferta de las diferentes mercancías, ni hay centro alguno que pueda recogerlos y difundirlos con rapidez bastante, lo que se precisa es algún instrumento registrador que automáticamente recoja todos los efectos relevantes de las acciones individuales, y cuyas indicaciones sean la resultante de todas estas decisiones individuales y, a la vez, su guía.

Esto es precisamente lo que el sistema de precios realiza en el régimen de competencia y lo que ningún otro sistema puede, ni siquiera como promesa, realizar. Permite a los empresarios, por la vigilancia del movimiento de un número relativamente pequeño de precios, como un mecánico vigila las manillas de unas cuantas esferas, ajustar sus actividades a las de sus compañeros. Lo importante aquí es que el sistema de precios sólo llenará su función si prevalece la competencia, es decir, si el productor individual tiene que adaptarse él mismo a los cambios de los precios y no puede dominarlos. Cuanto más complicado es el conjunto, más dependientes nos hacemos de esta división del conocimiento entre individuos, cuyos esfuerzos separados se coordinan por este mecanismo impersonal de transmisión de las informaciones importantes que conocemos por el nombre de sistema de precios.

No hay exageración en decir que si hubiéramos tenido que confiar en una planificación centralizada directa para el desarrollo de nuestro sistema industrial, jamás habría éste alcanzado el grado de diferenciación, complejidad y flexibilidad que logró. Comparado con esta solución del problema económico mediante la descentralización y la coordinación automática, el método más convincente de dirección centralizada es increíblemente tosco, primitivo y corto en su alcance. La extensión lograda por la división del trabajo, a la que se debe la civilización moderna, resultó del hecho de no haber sido necesario crearla conscientemente, sino que el hombre vino a dar con un método por el cual la división del trabajo pudo extenderse mucho más allá de los límites a los que la hubiera reducido la planificación. Por ende, todo posterior crecimiento de su complejidad, lejos de exigir una dirección centralizada, hace más importante que nunca el uso de una técnica que no dependa de un control explícito.

Existe, sin embargo, otra teoría que relaciona el crecimiento de los monopolios con el progreso tecnológico, y que emplea argumentos opuestos en su mayoría a los que acabamos de considerar; aunque a menudo no se formula con claridad, ha ejercido también considerable influencia. Afirma, no que la técnica moderna destruya la competencia, sino que, por el contrario, sería imposible utilizar muchas de las nuevas posibilidades tecnológicas, a menos de asegurarlas la protección contra la competencia, es decir, de conferirlas un monopolio. Este tipo de argumentación no es necesariamente falaz, como quizá sospechará el lector crítico; la respuesta obvia, a saber, que si una nueva técnica es realmente mejor para la satisfacción de nuestras necesidades debe ser capaz de mantenerse contra toda competencia, no abarca todos los casos a que se refiere esta argumentación. Sin duda, en muchas ocasiones se usa tan sólo como una forma especial de defensa de las partes interesadas. Pero más a menudo se basa, probablemente, sobre una confusión entre las excelencias técnicas desde un estrecho punto de vista de ingeniería y la conveniencia desde el punto de vista de la sociedad en su conjunto.

Queda, sin embargo, un grupo de casos en que el argumento tiene alguna fuerza. Es, al menos, concebible, por ejemplo, que la industria automovilística británica podría ofrecer un automóvil más barato y mejor que los usados en los Estados Unidos si a todos en Inglaterra se les obligara a utilizar el mismo tipo de automóvil; o que el uso de la electricidad para todos los fines pudiera resultar más barato que el carbón o el gas si a todos se les obligara a emplear solamente electricidad. En casos como éstos es, por lo menos, posible que pudiéramos estar todos mejor y prefiriésemos la nueva situación si cupiera elegir; pero nadie individualmente tiene la elección a su alcance, porque la alternativa es que tendríamos que usar todos el mismo automóvil barato (o usar todos solamente electricidad) o podríamos escoger entre las diversas cosas, pero pagando precios mucho más altos por cualquiera de ellas. No sé si esto es cierto en alguno de los casos citados; pero hay que admitir como posible que la estandarización obligatoria o la prohibición de sobrepasar un cierto número de variedades pudiese, en algunos campos, aumentar la abundancia más que lo suficiente para compensar las restricciones en la elección del consumidor. Cabe incluso concebir que un día pueda lograrse un nuevo invento, cuya adopción apareciese indiscutiblemente beneficiosa, pero que sólo podría utilizarse si se hiciese que muchos o todos estuvieran dispuestos a aprovecharlo a la vez.

Sea mayor o menor la importancia de estos casos, lo cierto es que no puede pretenderse de ellos legítimamente que el progreso técnico haga inevitable la dirección centralizada. Únicamente obligarían a elegir entre obtener mediante la coacción una ventaja particular o no obtenerla; o, en la mayoría de los casos, obtenerla un poco más tarde, cuando un posterior avance técnico haya vencido las dificultades particulares. Cierto es que en estas situaciones tendríamos que sacrificar una posible ganancia inmediata, como precio de nuestra libertad; pero evitaríamos, por otra parte, la necesidad de subordinar el desarrollo futuro a los conocimientos que ahora poseen unas determinadas personas. Con el sacrificio de estas posibles ventajas presentes preservamos un importante estímulo para el progreso futuro. Aunque a corto plazo pueda, a veces, ser alto el precio que pagamos por la variedad y la libertad de elección, a la larga incluso el progreso material dependerá de esta misma variedad, porque nunca podemos prever de cuál, entre las múltiples formas en que un bien o un servicio puede suministrarse, surgirá después una mejor. No puede, por lo demás, afirmarse que toda renuncia a un incremento de nuestro bienestar material presente, soportada para salvaguardar la libertad, vaya a ser siempre premiada. Pero el argumento en favor de la libertad es precisamente que tenemos que dejar espacio para el libre e imprevisible crecimiento. Se aplica no menos cuando, sobre la base de nuestro conocimiento presente, la coacción parece traer sólo ventajas, y aunque en un caso particular pueda, efectivamente, no provocar daño.

En la mayor parte de las discusiones actuales sobre los efectos del progreso tecnológico se nos presenta este progreso como si fuera algo exterior a nosotros, que pudiera obligarnos a usar los nuevos conocimientos con arreglo a un criterio determinado. Cuando lo cierto es que si bien las invenciones nos han dado un poder tremendo, sería absurdo que se nos sugiriese la necesidad de usar este poder para destruir nuestra más preciosa herencia: la libertad. Lo cual significa que si deseamos conservarla debemos defenderla más celosamente que nunca, y tenemos que prepararnos para hacer sacrificios por ella. Si bien no hay nada en el desarrollo tecnológico moderno que nos fuerce a una planificación económica global, hay, sin embargo, mucho en él que hace infinitamente más peligroso el poder que alcanzaría una autoridad planificadora.

Si escasamente puede ya dudarse que el movimiento hacia la planificación es el resultado de una acción deliberada, y que no hay exigencias externas que a él nos fuercen, merece la pena averiguar por qué tan gran proporción de técnicos milita en las primeras filas de los planificadores. La explicación de este fenómeno está muy relacionada con un hecho importante que los críticos de la planificación deberían tener siempre en la mente: apenas cabe dudar que casi todos los ideales técnicos de nuestros expertos se podrían realizar dentro de un tiempo relativamente breve, si lograrlo fuera el único fin de la Humanidad. Hay un infinito número de cosas buenas que todos estamos de acuerdo en considerar altamente deseables y a la vez posibles, pero de las cuales sólo al logro de unas cuantas podemos aspirar dentro de nuestra vida, o sólo hemos de aspirar a lograrlas muy imperfectamente. Es la frustración de sus ambiciones en su propio campo lo que hace al especialista revolverse contra el orden existente. A cualquiera le duele ver cosas sin hacer que todos consideramos deseables y posibles. Que todas estas cosas no puedan hacerse al mismo tiempo, que una cualquiera de ellas no pueda lograrse sin el sacrificio de otras, sólo se comprenderá si se tienen en cuenta factores que caen fuera de todo especialista y únicamente pueden apreciarse con un penoso esfuerzo intelectual; penoso, porque nos obliga a considerar sobre un fondo más amplio los objetos a los que se dirigen la mayor parte de nuestros esfuerzos y a contrapesarlos con otros que quedan fuera de nuestro interés inmediato y que, por esta razón, nos importan menos.

Cada uno de los múltiples fines que, considerados aisladamente, sería posible alcanzar en una sociedad planificada, crea entusiastas de la planificación, que confían en su capacidad para infundir a los directores de aquella sociedad su propio juicio de valor sobre un objetivo particular; y las esperanzas de algunos de ellos se cumplirían, indudablemente, pues una sociedad planificada perseguirá algunos objetivos más que la del presente. Locura sería negar que los ejemplos conocidos de sociedades planificadas o semiplanificadas suministran ilustraciones sobre este punto: que hay cosas que las gentes de estos países deben por entero a la planificación. Las magníficas autopistas de Alemania e Italia son un ejemplo a menudo citado, aunque no representan una clase de planificación que no sea igualmente posible en una sociedad liberal.

Pero no sería menor locura citar estos ejemplos de excelencia técnica en campos particulares como prueba de la superioridad general de la planificación. Sería más correcto decir que tan extremas excelencias técnicas, desproporcionadas con las condiciones generales, son prueba de una mala dirección de los recursos. A todo el que ha corrido por las famosas autopistas alemanas y ha observado que su tráfico es menor que el de muchas carreteras secundarias de Inglaterra le quedarán pocas dudas acerca de la escasa justificación de aquéllas, en lo que a finalidades pacíficas se refiere. Otra cuestión es si se trata de un caso en que los planificadores se decidieron en favor de los «cañones» y en contra de la «mantequilla»
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. Mas, para nuestros criterios, esto no es motivo de entusiasmo.

La ilusión del especialista, de lograr en una sociedad planificada mayor atención para los objetivos que le son más queridos, es un fenómeno más general de lo que la palabra especialista sugiere en un principio. En nuestras predilecciones e intereses, todos somos especialistas en cierta medida. Y todos pensamos que nuestra personal ordenación de valores no es sólo nuestra, pues en una libre discusión entre gentes razonables convenceríamos a los demás de que estamos en lo justo. El amante del paisaje, que desea, ante todo, conservar su tradicional aspecto y que se borren del hermoso rostro natural las manchas producidas por la industria, lo mismo que el entusiasta de la higiene, que pretende derribar todos los viejos caseríos pintorescos, pero malsanos, o el aficionado al automóvil, que aspira a ver cortado el país por grandiosas carreteras, y el fanático de la eficiencia, que ambiciona el máximo de especialización y mecanización, no menos que el idealista que, para el desarrollo de la personalidad, quiere conservar el mayor número posible de artesanos independientes, todos saben que sólo por medio de la planificación podría lograrse plenamente su objetivo; y todos desean, por este motivo, la planificación. Pero, sin duda, adoptar la planificación social por la que claman no haría más que revelar el latente conflicto entre sus objetivos.

El movimiento en favor de la planificación debe, en gran parte, su fuerza presente al hecho de no ser aquélla, todavía, en lo fundamental, más que una aspiración, por lo cual une a casi todos los idealistas de un solo objetivo, a todos los hombres y mujeres que han entregado su vida a una sola preocupación. Las esperanzas que en la planificación ponen, no son, sin embargo, el resultado de una visión amplia de la sociedad, sino más bien de una visión muy limitada, y a menudo el resultado de una gran exageración de la importancia de los fines que ellos colocan en primer lugar. Esto no significa rebajar el gran valor pragmático de este tipo de hombres en una sociedad libre, como la nuestra, que hace de ellos objeto de una justa admiración. Mas, por eso, los hombres más ansiosos de planificar la sociedad serían los más peligrosos si se les permitiese actuar, y los más intolerantes para los planes de los demás. Del virtuoso defensor de un solo ideal al fanático, con frecuencia no hay más que un paso. Aunque es el resentimiento del especialista frustrado lo que da a las demandas de planificación su más fuerte ímpetu, difícilmente habría un mundo más insoportable —y más irracional— que aquel en el que se permitiera a los más eminentes especialistas de cada campo proceder sin trabas a la realización de sus ideales. Además, la «coordinación» no puede ser, como algunos planificadores parecen imaginarse, una nueva especialidad. El economista es el último en pretender que posee los conocimientos que el coordinador necesitaría. Postula un método que procure aquella coordinación sin necesidad de un dictador omnisciente. Pero esto significa precisamente la conservación de algún freno impersonal, y a menudo ininteligible, de los esfuerzos individuales, del género de los que desesperan a todos los especialistas.

5. Planificación y democracia

El gobernante que intentase dirigir a los particulares en cuanto a la forma de emplear sus capitales, no sólo echaría sobre sí el cuidado más innecesario, sino que se arrogaría una autoridad que no fuera prudente confiar ni siquiera a Consejo o Senado alguno; autoridad que en ningún lugar sería tan peligrosa como en las manos de un hombre con la locura y presunción bastantes para imaginarse capaz de ejercerla.

ADAM SMITH

Los rasgos comunes a todos los sistemas colectivistas pueden describirse, con una frase siempre grata a los socialistas de todas las escuelas, como la organización deliberada de los esfuerzos de la sociedad en pro de un objetivo social determinado. Que nuestra presente sociedad carece de esta dirección «consciente» hacia una sola finalidad, que sus actividades se ven guiadas por los caprichos y aficiones de individuos irresponsables, ha sido siempre una de las principales lamentaciones de sus críticos socialistas.

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