Camino de servidumbre (13 page)

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Authors: Friedrich A. Hayek

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

BOOK: Camino de servidumbre
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El conflicto entre la justicia formal y la igualdad formal ante la ley, por una parte, y los intentos de realizar diversos ideales de justicia sustantiva y de igualdad, por otra, explica también la extendida confusión acerca del concepto de «privilegio» y el consiguiente abuso de este concepto. Mencionaremos sólo el más importante ejemplo de tal abuso: la aplicación del término privilegio a la propiedad como tal. Sería en verdad privilegio si, por ejemplo, como fue a veces el caso en el pasado, la propiedad de la tierra se reservase para los miembros de la nobleza. Y es privilegio si, como ocurre ahora, el derecho a producir o vender alguna determinada cosa le está reservado a alguien en particular designado por la autoridad. Pero llamar privilegio a la propiedad privada como tal, que todos pueden adquirir bajo las mismas leyes, porque sólo algunos puedan lograr adquirirla, es privar de su significado a la palabra privilegio.

La imposibilidad de prever los efectos particulares, que es la característica distintiva de las leyes formales en un sistema liberal, es también importante porque ayuda a aclarar otra confusión acerca de la naturaleza de este sistema: la creencia en que su actitud característica consiste en la inhibición del Estado. La cuestión de si el Estado debe o no debe «actuar» o «interferir» plantea una alternativa completamente falsa, y la expresión
laissez-faire
describe de manera muy ambigua y equívoca los principios sobre los que se basa una política liberal. Por lo demás, no hay Estado que no tenga que actuar, y toda acción del Estado interfiere con una cosa o con otra. Pero ésta no es la cuestión. Lo importante es si el individuo puede prever la acción del Estado y utilizar este conocimiento como un dato al establecer sus propios planes, lo que supone que el Estado no puede controlar el uso que se hace de sus instrumentos y que el individuo sabe con exactitud hasta dónde estará protegido contra la interferencia de los demás, o si el Estado está en situación de frustrar los esfuerzos individuales. El contraste oficial de pesas y medidas (o la prevención del fraude y el engaño por cualquier otra vía) supone, sin duda, una actuación, mientras que permanece inactivo el Estado que permite el uso de la violencia, por ejemplo, en las coacciones de los huelguistas. Y sin embargo, es en el primer caso cuando el Estado observa los principios liberales, y no en el segundo. Lo mismo ocurre con la mayoría de las normas generales y permanentes que el Estado puede establecer respecto a la producción, tales como las ordenanzas sobre construcción o sobre las industrias: pueden ser acertadas o desacertadas en cada caso particular, pero no se oponen a los principios liberales en tanto se proyecten como permanentes y no se utilicen en favor o perjuicio de personas determinadas. Cierto que en estos ejemplos, aparte de los efectos a la larga, que no pueden predecirse, habrá también efectos a corto plazo sobre determinadas personas, que pueden claramente conocerse. Pero en esta clase de leyes los efectos a corto plazo no son (o por lo menos no deben ser), en general, la consideración orientadora. Cuando estos efectos inmediatos y previsibles ganan importancia en comparación con los efectos a largo plazo, nos aproximamos a la frontera donde la distinción, clara en principio, se hace borrosa en la práctica.

El Estado de Derecho sólo se desenvolvió conscientemente durante la era liberal, y es uno de sus mayores frutos, no sólo como salvaguardia, sino como encarnación legal de la libertad. Como Immanuel Kant lo dijo (y Voltaire lo había expresado antes que él en términos casi idénticos), «el hombre es libre si sólo tiene que obedecer a las leyes y no a las personas». Pero como un vago ideal, ha existido por lo menos desde el tiempo de los romanos, y durante los siglos más próximos a nosotros jamás ha sido tan seriamente amenazado como lo es hoy. La idea de que no existe límite para el poder del legislador es, en parte, un resultado de la soberanía popular y el gobierno democrático. Se ha reforzado con la creencia en que el Estado de Derecho quedará salvaguardado si todos los actos del Estado están debidamente autorizados por la legislación. Pero esto es confundir completamente lo que el Estado de Derecho significa. Éste tiene poco que ver con la cuestión de si los actos del Estado son legales en sentido jurídico. Pueden serlo y, sin embargo, no sujetarse al Estado de Derecho. La circunstancia de tener alguien plena autoridad legal para actuar de la manera que actúa no da respuesta a la cuestión de si la ley le ha otorgado poder para actuar arbitrariamente o si la ley le prescribe inequívocamente lo que tiene que hacer. Puede ser muy cierto que Hitler obtuviera de una manera estrictamente constitucional sus ilimitados poderes y que todo lo que hace es, por consiguiente, legal en el sentido jurídico. Pero ¿quién concluiría de ello que todavía subsiste en Alemania un Estado de Derecho?

Decir que en una sociedad planificada no puede mantenerse el Estado de Derecho no equivale, pues, a decir que los actos del Estado sean ilegales o que aquélla sea necesariamente una sociedad sin ley. Significa tan sólo que el uso de los poderes coercitivos del Estado no estará ya limitado y determinado por normas preestablecidas. La ley puede y, para permitir una dirección central de la actividad económica, tiene que legalizar lo que de hecho sigue siendo una acción arbitraria. Si la ley dice que una cierta comisión u organismo puede hacer lo que guste, todo lo que aquella comisión u organismo haga es legal; pero no hay duda que sus actos no están sujetos a la supremacía de la ley. Dando al Estado poderes ilimitados, la norma más arbitraria puede legalizarse, y de esta manera una democracia puede establecer el más completo despotismo imaginable
[33].

Si, por consiguiente, las leyes han de permitir a las autoridades dirigir la vida económica, deben otorgarles poderes para tomar e imponer decisiones en circunstancias que no pueden preverse y sobre principios que no pueden enunciarse en forma genérica. La consecuencia es que cuando la planificación se extiende, la delegación de poderes legislativos en diversas comisiones y organismos se hace mayor cada vez. Cuando, antes de la Primera Guerra Mundial, en una causa sobre la que el difunto lord Hewart llamó recientemente la atención, el juez Darling dijo «que hasta el año pasado no ha decretado el Parlamento que el Ministerio de Agricultura, al actuar como lo hace, no será más impugnable que el Parlamento mismo», referíase todavía a un caso raro. Después se ha convertido en el hecho diario. Constantemente se confieren los más amplios poderes a nuevos organismos que, sin estar sujetos a normas fijas, gozan de la más ilimitada discreción para regular esta o aquella actividad de las gentes.

El Estado de Derecho implica, pues, un límite al alcance de la legislación. Restringe ésta a aquella especie de normas generales que se conoce por ley formal, y excluye la legislación dirigida directamente a personas en particular o a facultar a alguien en el uso del poder coercitivo del Estado con miras a esa discriminación. Significa, no que todo sea regulado por ley, sino, contrariamente, que el poder coercitivo del Estado sólo puede usarse en casos definidos de antemano por la ley, y de tal manera que pueda preverse cómo será usado. Un particular precepto puede, pues, infringir la supremacía de la ley. Todo el que esté dispuesto a negarlo tendría que afirmar que si el Estado de Derecho prevalece hoy o no en Alemania, Italia o Rusia, depende de que los dictadores hayan obtenido o no su poder absoluto por medios constitucionales
[34]
.

Importa relativamente poco que, como en algunos países, las principales aplicaciones del Estado de Derecho se establezcan por una Carta de derechos o por un Código constitucional, o que el principio sea simplemente una firme tradición. Pero será fácil ver que, cualquiera que sea la forma adoptada, la admisión de estas limitaciones de los poderes legislativos implica el reconocimiento del derecho inalienable del individuo, de los derechos inviolables del hombre.

Es lamentable, pero característico de la confusión en que muchos de nuestros intelectuales han caído por la contradicción interior entre sus ideales, ver que un destacado defensor de la planificación central más amplia, Mr. H. G. Wells, haya escrito también una ardiente defensa de los derechos del hombre. Los derechos individuales que Mr. Wells espera salvar se verán obstruidos inevitablemente por la planificación que desea. Hasta cierto punto, parece advertir el dilema, y por eso los preceptos de su «Declaración de los Derechos del Hombre» resultan tan envueltos en distingos que pierden toda significación. Mientras, por ejemplo, su Declaración proclama que todo hombre «tendrá derecho a comprar y vender sin ninguna restricción discriminatoria todo aquello que pueda legalmente ser comprado y vendido», lo cual es excelente, inmediatamente invalida por completo el precepto al añadir que se aplica sólo a la compra y la venta «de aquellas cantidades y con aquellas limitaciones que sean compatibles con el bienestar común». Pero como, por supuesto, toda restricción alguna vez impuesta a la compra o la venta de cualquier cosa se estableció por considerarla necesaria para «el bien común», no hay en realidad restricción alguna que esta cláusula efectivamente impida, ni derecho individual que quede salvaguardado por ella. Si se toma otra cláusula fundamental, la Declaración sienta que toda persona «puede dedicarse a cualquier ocupación legal» y que «está autorizada para conseguir una ocupación pagada y para elegirla libremente siempre que tenga abierta una diversidad de ocupaciones». Pero no se indica quién decidirá si un particular empleo está «abierto» a una persona determinada, y el precepto agregado, según el cual «puede procurarse ocupación por sí misma, y su pretensión tiene que ser públicamente considerada, aceptada o negada», muestra que Mr. Wells piensa en una autoridad que a aquel hombre «autoriza» para una particular posición; lo cual ciertamente significa lo opuesto a la libre elección de un empleo. En cuanto a cómo se puede asegurar en un mundo planificado la «libertad de trasladarse de lugar y de emigrar», cuando no sólo los medios de comunicación y las divisas están intervenidos, sino planificada también la localización de las industrias; o cómo puede salvaguardarse la libertad de prensa cuando la oferta de papel y todos los canales de la distribución están intervenidos por la autoridad planificadora, son cuestiones para las que Mr. Wells tiene tan escasa respuesta como otro planificador cualquiera.

A este respecto muestran mucha mayor coherencia los más numerosos reformadores que, ya desde el comienzo del movimiento socialista, atacaron la idea «metafísica» de los derechos individuales e insistieron en que, en un mundo ordenado racionalmente, no habría derechos individuales, sino tan sólo deberes individuales. Ésta, en realidad, es la actitud hoy más corriente entre nuestros titulados progresistas, y pocas cosas exponen más a uno al reproche de ser un reaccionario que la protesta contra una medida por considerarla como una violación de los derechos del individuo. Incluso un periódico liberal como
The Economist
nos echaba en cara hace pocos años el ejemplo de Francia, nada menos, que habría aprendido la lección en virtud de la cual

el gobierno democrático, no menos que la dictadura, debe tener siempre
[sic]
poderes plenarios
in posse
, sin sacrificar su carácter democrático y representativo. No existe un área de derechos individuales restrictiva que nunca puede ser tocada por el Estado por medios administrativos, cualesquiera que sean las circunstancias. No existe límite al poder de regulación que puede y debe emplear un gobierno libremente elegido por el pueblo, y al cual pueda criticar plena y abiertamente una oposición.

Esto puede ser inevitable en tiempo de guerra, cuando, además, hasta la crítica libre y abierta tiene necesariamente que restringirse. Pero el «siempre» del párrafo citado no sugiere que
The Economist
lo considere como una lamentable necesidad de los tiempos de guerra. Y, sin embargo, como institución permanente, aquella idea es, en verdad, incompatible con el mantenimiento del Estado de Derecho, y lleva directamente al Estado totalitario. Pero es la idea que tienen que compartir todos los que desean que el Estado dirija la vida económica.

La experiencia de los diversos países de Europa central ha demostrado ampliamente hasta qué punto incluso el reconocimiento formal de los derechos individuales o de la igualdad de derechos de las minorías pierde toda significación en un Estado que se embarca en un control completo de la vida económica. Se ha demostrado allí que es posible seguir una política de cruel discriminación contra las minorías nacionales mediante el uso de conocidos instrumentos de la política económica, sin infringir siquiera la letra del estatuto de protección de los derechos de la minoría. Facilitó grandemente esta opresión por medio de la política económica el hecho de que ciertas industrias y actividades estaban en gran medida en manos de una minoría nacional, de manera que muchas disposiciones orientadas aparentemente contra una industria o clase se dirigían en realidad contra una minoría nacional. Pero las casi ilimitadas posibilidades para una política de discriminación y opresión proporcionadas por principios tan inocuos aparentemente como el «control oficial del desarrollo de las industrias» son bien patentes para todo el que desee ver cuáles son en la práctica las consecuencias políticas de la planificación.

7. La intervención económica y el totalitarismo

El control de la producción de riqueza es el control de la vida humana misma.

HILAIRE BELLOC

La mayoría de los planificadores que han considerado en serio los aspectos prácticos de su tarea apenas dudan que una economía dirigida tiene que marchar por líneas más o menos dictatoriales. Una consecuencia de las ideas que fundamentan la planificación central, demasiado evidente para no contar con el asentimiento general, es que el complejo sistema de actividades entrecruzadas, si va a ser dirigido en verdad conscientemente, tiene que serlo por un solo estado mayor de técnicos, y que la responsabilidad y el poder últimos tienen que estar en manos de un general en jefe, cuyas acciones no puedan estorbarse por procedimientos democráticos. El consuelo que nos ofrecen nuestros planificadores es que esta dirección autoritaria se aplicará «sólo» a las cuestiones económicas. Uno de los más destacados planificadores americanos, Mr. Stuart Chase, nos asegura, por ejemplo, que en una sociedad planificada la «democracia política puede mantenerse si afecta a todo menos a las cuestiones económicas». A la vez que se nos ofrecen estas seguridades, se nos sugiere corrientemente que cediendo la libertad en los aspectos que son, o deben ser, menos importantes de nuestras vidas, obtendremos mayor libertad para la prosecución de los valores supremos. Por esta razón, las gentes que aborrecen la idea de una dictadura política claman a menudo por un dictador en el campo económico.

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