Será bueno contraponer desde un principio las dos clases de seguridad: la limitada, que pueden alcanzar todos y que, por consiguiente, no es un privilegio, sino un legítimo objeto de deseo, y la seguridad absoluta, que en una sociedad libre no pueden lograr todos, y que no debe conceder se como un privilegio —excepto en unos cuantos casos especiales, como el de la judicatura, donde una independencia completa es de extraordinaria importancia—. Estas dos clases de seguridad son: la primera, la seguridad contra una privación material grave, la certidumbre de un determinado sustento mínimo para todos, y la segunda, la seguridad de un determinado nivel de vida o de la posición que una persona o grupo disfruta en comparación con otros. O, dicho brevemente, la seguridad de un ingreso mínimo y la seguridad de aquel ingreso concreto que se supone merecido por una persona. Veremos ahora que esa distinción coincide ampliamente con la diferencia entre la seguridad que puede procurarse a todos, fuera y como suplemento del sistema de mercado, y la seguridad que sólo puede darse a algunos y sólo mediante el control o la abolición del mercado.
No hay motivo para que una sociedad que ha alcanzado un nivel general de riqueza como el de la nuestra, no pueda garantizar a todos esa primera clase de seguridad sin poner en peligro la libertad general. Se plantean difíciles cuestiones acerca del nivel preciso que de esa manera debe asegurarse; hay, en particular, la importante cuestión de saber si aquellos que así dependerán de la comunidad deberán gozar indefinidamente de las mismas libertades que los demás
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. Una consideración imprudente de estas cuestiones puede causar serios y hasta peligrosos problemas políticos; pero es indudable que un mínimo de alimento, albergue y vestido, suficiente para preservar la salud y la capacidad de trabajo, puede asegurarse a todos. Por lo demás, hace tiempo que una considerable parte de la población británica ha alcanzado ya esta clase de seguridad.
No existe tampoco razón alguna para que el Estado no asista a los individuos cuando tratan de precaverse de aquellos azares comunes de la vida contra los cuales, por su incertidumbre, pocas personas están en condiciones de hacerlo por sí mismas. Cuando, como en el caso de la enfermedad y el accidente, ni el deseo de evitar estas calamidades, ni los esfuerzos para vencer sus consecuencias son, por regla general, debilitados por la provisión de una asistencia; cuando, en resumen, se trata de riesgos genuinamente asegurables, los argumentos para que el Estado ayude a organizar un amplio sistema de seguros sociales son muy fuertes. En estos programas hay muchos puntos de detalle sobre los que estarán en desacuerdo quienes desean preservar el sistema de la competencia y quienes desean sustituirlo por otro diferente; y es posible introducir bajo el nombre de seguros sociales medidas que tiendan a hacer más o menos ineficaz la competencia. Pero no hay incompatibilidad de principio entre una mayor seguridad, proporcionada de esta manera por el Estado, y el mantenimiento de la libertad individual. A la misma categoría pertenece también el incremento de seguridad a través de la asistencia concedida por el Estado a las víctimas de calamidades como los terremotos y las inundaciones. Siempre que una acción común pueda mitigar desastres contra los cuales el individuo ni puede intentar protegerse a sí mismo ni prepararse para sus consecuencias, esta acción común debe, sin duda, emprenderse.
Queda, por último, el problema, de la máxima importancia, de combatir las fluctuaciones generales de la actividad económica y las olas recurrentes de paro en masa que las acompañan. Éste es, evidentemente, uno de los más graves y acuciantes problemas de nuestro tiempo. Pero, aunque su solución exigirá mucha planificación en el buen sentido, no requiere —o al menos no es forzoso que requiera— aquella especial clase de planificación que, según sus defensores, se propone reemplazar al mercado. Muchos economistas esperan que el remedio último se halle en el campo de la política monetaria, que no envolvería nada incompatible incluso con el liberalismo del siglo XIX. Otros, es cierto, creen que el verdadero éxito sólo puede lograrse con la realización de obras públicas en gran escala emprendidas con la más cuidadosa oportunidad. Esto llevaría a mucho más serias restricciones de la esfera de la competencia, y al hacer experiencias en esta dirección tendremos que vigilar cuidadosamente nuestros pasos si queremos evitar que toda la actividad económica se haga cada vez más dependiente de la orientación y el volumen del gasto público. Pero no es éste ni el único ni, en mi opinión, el más prometedor camino que permite afrontar el peligro más grave para la seguridad económica. En todo caso, los muy necesarios esfuerzos para asegurar protección contra estas fluctuaciones no conducen a aquella clase de planificación que constituye un riesgo tan grande para nuestra libertad.
La planificación con fines de seguridad que tan dañinos efectos ejerce sobre la libertad es la que se dirige a una seguridad de clase muy diferente. Es la planificación destinada a proteger a individuos o grupos contra unas disminuciones de sus ingresos que, aunque de ninguna manera las merezcan, ocurren diariamente en una sociedad en régimen de competencia, contra unas pérdidas que imponen severos sufrimientos sin justificación moral, pero que son inseparables del sistema de la competencia. Esta demanda de seguridad es, pues, otra forma de la demanda de una remuneración justa, de una remuneración adecuada a los méritos subjetivos y no a los resultados objetivos de los esfuerzos de un hombre. Esta clase de seguridad o justicia parece irreconciliable con la libertad de elegir el propio empleo.
En todo sistema que confíe la distribución entre las diferentes industrias y ocupaciones a la propia elección de los hombres, las remuneraciones tendrán necesariamente que corresponder a la utilidad que los resultados aporten a los demás miembros de la sociedad, incluso si ellas no resultaran en proporción a los méritos subjetivos. Aunque los resultados logrados estarán a menudo en proporción con los esfuerzos e intenciones, no siempre será así, en cualquier forma de sociedad. En particular, no será cierto en los muchos casos en que la utilidad de alguna industria o especial cualificación se altera por circunstancias que no podían preverse. Todos conocemos la trágica situación de los hombres muy especializados, cuya destreza, de difícil aprendizaje, ha perdido repentinamente su valor por causa de algún invento que beneficia grandemente al resto de la sociedad. La historia de los últimos cien años está llena de hechos de esta clase, algunos de los cuales afectaron a la vez a cientos de miles de personas.
Ofende indudablemente a nuestro sentido de justicia el que alguien tenga que sufrir una gran disminución de sus ingresos y el amargo fracaso de todas sus esperanzas sin cometer por su parte ninguna falta y a pesar de un trabajo difícil y de excepcional destreza. Las demandas de ayuda del Estado de quienes así sufren, a fin de salvaguardar sus legítimas aspiraciones, reciben, sin duda, la simpatía y el apoyo popular. La aprobación general de estas demandas ha tenido por efecto que el Estado interviniera en todas partes, no sólo para proteger a las personas así amenazadas de duros sufrimientos y privaciones, sino para asegurarlas la percepción continuada de sus antiguos ingresos y guarecerlas de las vicisitudes del mercado
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No puede, sin embargo, darse a todos la certidumbre de unos determinados ingresos si ha de concederse alguna libertad a cada cual para que elija su ocupación. Y si se procura a algunos esta certidumbre, se convierte en un privilegio a costa de los demás, cuya seguridad disminuye con eso necesariamente. Fácil es demostrar que la seguridad de unos ingresos invariables sólo puede procurarse a todos mediante la abolición completa de la libertad en la elección del empleo de cada uno. Y, sin embargo, aunque esta garantía general de las legítimas esperanzas se considera frecuentemente como el ideal pretendido, no es cosa que se haya intentado en serio. Lo que constantemente se hace es conceder esta clase de seguridad de manera fragmentaria, a este grupo o al otro, con el resultado de aumentar constantemente la inseguridad de quienes quedaron abandonados a su suerte. No es maravilla que, en consecuencia, el valor atribuido al privilegio de la seguridad aumente constantemente y que su demanda sea cada vez más apremiante, hasta llegarse a que ningún precio, ni siquiera el de la libertad, parezca demasiado alto.
Si quienes ven reducida la utilidad de sus esfuerzos por circunstancias que no pueden ni prever ni dominar fueran protegidos contra las pérdidas inmerecidas, y si a quienes ven aumentada su utilidad social se les prohibiera, a su vez, conseguir una ganancia inmerecida, la remuneración dejaría en seguida de mantener una relación con la utilidad efectiva. Dependería de las opiniones sostenidas por alguna autoridad acerca de lo que una persona debía haber hecho, de lo que debía haber previsto y de la bondad o maldad de sus intenciones. Decisiones tales no podrían menos de ser arbitrarias en gran medida. La aplicación de este principio llevaría necesariamente a que gentes que hiciesen el mismo trabajo recibiesen remuneraciones distintas. Las diferencias de remuneración no serían ya un impulso adecuado para que las gentes realizasen los cambios socialmente deseables, y ni siquiera sería posible a los individuos afectados juzgar si un cambio particular merece las perturbaciones que causa.
Pero si los cambios en la distribución de los empleos entre las personas, que son constantemente necesarios en toda sociedad, no pueden ya provocarse mediante «premios» y «castigos» pecuniarios (que no están en necesaria conexión con los méritos subjetivos), tendrán que realizarse por órdenes directas. Cuando los ingresos de una persona están garantizados, no puede permitírsela, ni permanecer en su puesto sólo porque le guste, ni elegir otro trabajó que le agradaría hacer. Como no es ella quien logra la ganancia o sufre la pérdida dependiente de que cambie o no cambie de puesto, la elección tiene que hacerla para ella quien gobierne la distribución de la renta disponible.
El problema del incentivo adecuado, que aquí surge, se discute generalmente como si fuera sobre todo un problema de buena voluntad de la gente. Pero esto, aunque importante, no es todo el problema, y ni siquiera su más importante aspecto. No es sólo que si deseamos que las gentes pongan de su parte todo lo posible hemos de hacer que les merezca la pena a ellas. Lo más importante es que, si deseamos dejarles la elección a ellas, si han de poder juzgar sobre lo que deben hacer, es preciso darles algún metro fácilmente inteligible con el que midan la importancia social de las diferentes ocupaciones. Ni con la mejor voluntad del mundo sería posible a cualquiera elegir inteligentemente entre las diversas alternativas si las ventajas que se le ofrecieran no presentasen ninguna relación con su utilidad social. Para saber si, como resultado de una alteración de las circunstancias, un hombre debe dejar un oficio y un ambiente que se le han hecho gratos y cambiarlos por otros, es necesario que la variación del valor relativo de estas ocupaciones para la sociedad encuentre expresión en las remuneraciones que se le ofrecen.
El problema es, sin duda, todavía mucho más importante porque, tal como es el mundo, los hombres no están dispuestos de hecho a entregarse a algo durante largos períodos si no van en ello directamente envueltos sus propios intereses. Multitud de personas, al menos, necesitan alguna presión externa para entregar a algo todo su esfuerzo. El problema del incentivo es, en este sentido, muy real, tanto en la esfera del trabajo ordinario como en la de las actividades directivas. La aplicación de la técnica de la ingeniería a una nación entera —y esto es lo que la planificación significa— «plantea problemas de disciplina difíciles de resolver», como ha expresado acertadamente un ingeniero americano con gran experiencia en la planificación oficial, que ha visto con claridad el problema.
La ejecución de una tarea de ingeniería [explica] exige la existencia de un área externa relativamente amplia de actividad económica no planificada. Tiene que haber un lugar donde buscar los trabajadores, y cuando se despida a un obrero, éste tiene que desaparecer del trabajo y de la nómina. A falta de semejante depósito libre, sólo mediante el castigo corporal, como en el trabajo de los esclavos, puede mantenerse la disciplina
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En la esfera del trabajo directivo, el problema de las sanciones por negligencia surge en una forma diferente, pero no menos seria. Con acierto se ha dicho que mientras el último resorte de una economía en régimen de competencia es el alguacil, la sanción última en una economía planificada es el verdugo
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. Los poderes otorgados al director de cada empresa tendrían que ser considerables en todo caso. Pero en un sistema planificado la posición y los ingresos del director no pueden solamente depender, como no dependen los del obrero, del éxito o el fracaso del trabajo que dirige. Como ni el riesgo ni la ganancia son suyos, no puede ser su juicio personal lo que decida, sino que tendrá que hacer lo que le corresponda de acuerdo con alguna norma establecida. Un error que él «debía» haber evitado no es ya cuenta suya, sino un crimen contra la comunidad, y como tal debe tratarse.
Mientras se mantenga dentro del firme sendero del deber objetivamente reconocible, puede estar más seguro de sus ingresos que el empresario capitalista; pero el peligro que corre en el caso de un fracaso real es peor que la bancarrota. Puede estar económicamente seguro en tanto satisfaga a sus superiores; pero compra esta seguridad al precio de la garantía de la libertad y la vida.
Trátase, evidentemente, de un conflicto esencial entre dos tipos de organización social irreconciliables, que, por las formas más características en que aparecen, se han designado a menudo como sociedades de tipo comercial y militar. Fueron quizá expresiones desafortunadas, porque dirigen la atención hacia lo accesorio y hacen difícil ver que nos enfrentamos aquí con una alternativa real y que no hay una tercera posibilidad. O la elección y el riesgo corresponden al individuo, o se le exonera de ambos. El ejército es, sin duda, en muchos aspectos, la representación más ajustada y la que nos es más familiar, del segundo tipo de organización, donde trabajo y trabajador son igualmente designados por la autoridad, y donde, si los medios disponibles son escasos, todo el mundo es puesto a media ración. Es éste el único sistema en el que se puede conceder al individuo plena seguridad económica y que, extendido ala sociedad entera, permite otorgarla a todos sus miembros. Esta seguridad es, por consiguiente, inseparable de la restricción de la libertad y propia del orden jerárquico de la vida militar; es la seguridad de los cuarteles.