—Vaya —dijo John—. Eres una abogada de las agresivas. Es cierto que no necesitas que te defiendan.
—No, nunca lo he necesitado. Salvo en un avión —dijo Maya—. Pero aún no me has dicho qué estás haciendo aquí.
—Lo mismo que tú, he venido a divertirme a una fiesta de disfraces.
Maya le miró con cara de incredulidad.
—¿Y has venido a la misma fiesta que yo?
—Una amiga me invitó y no pude rechazar la propuesta.
—Claro. Ha sido una coincidencia, ¿no? —dijo Maya—. Esa amiga tuya se mueve en unos círculos muy parecidos a los míos.
John se rio.
—Eso parece. Es una gran mujer —dijo él.
Maya le miró fijamente, con el ceño fruncido.
—Vamos, Maya, sabes de sobra que quería verte. Desde el otro día en el restaurante no contestas a mis mensajes. Tu amiga me llamó por teléfono y me invitó a venir. Al principio no sabía quién era ni cómo había conseguido mi número, pero después me habló de ti y me dijo que tú también estarías por aquí. Me pareció que sería una ocasión perfecta para verte.
—Luego ajustaré las cuentas con Trudy.
—No seas muy dura con ella. No me lo dijo, pero se notaba que estaba preocupada por ti. Lo ha hecho con buena intención.
—Últimamente a todo el mundo le da por hacer de mi madre. Y la verdad es que ya me estoy cansando.
—Deberías estar contenta por tener tan buenas amigas.
—¿Debería? —dijo Maya, irritada.
—Ven, tomemos una copa —dijo John tomándola del brazo—. Con un Martini seco verás las cosas de otro modo.
—En eso no puedo estar más de acuerdo.
Maya y John cruzaron el salón en dirección a la pequeña barra que había instalada en uno de los laterales. Mientras caminaba, la mirada de Maya se cruzó con la de una mujer joven y muy guapa. Iba vestida de princesa Leia, pero pese al peinado, Maya supo que la había visto antes. Estaba bailando con un hombre que estaba de espaldas, vestido con un traje verde que le cubría desde los pies hasta el cuello. El hombre llevaba una máscara en la mano con la forma de la cabeza de una rana. Maya se volvió a fijar de nuevo en la sonriente mujer y una lucecita se encendió en su cabeza. Ahora recordaba dónde la había visto. Se trataba de la chica que estaba con Paul en la puerta del hospital. Maya dio un paso hacia ella para verla más de cerca. No había duda, era ella. En ese momento el hombre vestido con el traje de rana giró la cabeza hacia ella y Maya pudo verle perfectamente. Sus miradas se cruzaron y se quedaron enganchadas. El hombre rana era Paul.
Maya no sabía qué hacer, estaba completamente paralizada. No podía retirar la mirada ni mover un músculo, ni pronunciar una palabra. Paul estaba a menos de tres metros y la miraba directamente a los ojos. A su alrededor no existía nada. Era como si el mundo se hubiese detenido un instante dejándoles aislados de todo y de todos. Después de un tiempo que no supo precisar, John se acercó a ella por detrás, rompiendo el hechizo.
—Maya, ¿te ocurre algo? —preguntó.
—No… Sí. Discúlpame un instante —le pidió a John.
Maya dio un paso hacia Paul, pero se paró en seco.
Paul había dejado de mirarla y se había inclinado hacia su guapa acompañante. Le estaba hablando al oído. Maya estuvo a punto de girarse y huir de allí, pero antes de que pudiese hacerlo, Paul se volvió de nuevo hacia ella. La joven le dijo algo a Paul y se fue en dirección a la pequeña barra de bebidas. Paul avanzó hacia Maya entre la gente hasta quedar a menos de medio metro de distancia. Después de varios segundos contemplándola fijamente, alzó una mano y le rozó la mejilla con suavidad.
—Hola, Maya —dijo.
A Maya se le hizo un nudo en la garganta. Quería responder, pero sus cuerdas vocales se negaban a obedecerla. Se sentía como una marioneta manejada por unos hilos que no podía controlar. Después de varios segundos de lucha, logró articular una respuesta.
—Hola…, Paul.
Paul sonrió al escucharla. Aunque tenía algunas arrugas en torno a los ojos y en las comisuras de los labios, el rostro del hombre apenas había cambiado con la edad. A Maya le parecía que ahora estaba incluso más atractivo que antes. Tenía las sienes ligeramente plateadas y estaba mucho más moreno de piel de lo que Maya recordaba. Lo que no habían cambiado eran sus ojos verdes y chispeantes. Maya se quedó observándolos un buen rato sin decir nada más.
—Van a juego con el traje —dijo él.
—¿Cómo?
—Los ojos, van a juego con el traje de rana —dijo señalándose el disfraz.
Maya sonrió. Sabía que era absurdo, pero al escucharle hablar sentía como si no hubiese pasado ni un solo día desde la última vez que se vieron. Habían transcurrido quince largos años.
—Estás muy… divertido así vestido.
—Gracias. Quería ganar el premio al disfraz más ridículo, pero creo que también me llevaré el del más caluroso. —Paul se pasó la mano por la sudorosa frente—. Tú en cambio estás muy guapa.
Maya se ruborizó como una quinceañera y bajó la vista. Pasada su turbación, miró a Paul a los ojos.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó.
—¿En Nueva York? Vivo aquí.
Maya sonrió.
—Ya sabes a qué me refiero.
—¿En la fiesta? Hace un par de días recibí una llamada de una amiga tuya.
—¿Otra vez? ¿Pero es que Trudy se ha vuelto loca?
—No, no. No era Trudy. Me llamó Beth. Hemos mantenido algún contacto estos años aunque su llamada me pilló por sorpresa. Me dijo que habías vuelto a la ciudad.
—Sí, llevo una semana por aquí. Aún no me he instalado, con el cambio de trabajo no he tenido tiempo para casi nada.
Paul la miró sin decir nada. Maya se sintió incómoda por un instante. Le había sorprendido mucho que Beth invitase a Paul sin decirle nada y tampoco podía adivinar lo que su amiga le habría contado a él. Además, sentía la necesidad imperiosa de darle una explicación a Paul, pero no sabía que decir.
—¿Te importa que salgamos un rato a la terraza? —preguntó Paul rompiendo el silencio—. Me estoy asando de calor —añadió con una sonrisa.
—Claro.
La pareja avanzó entre la gente y salió a la terraza. En ese momento Maya fue consciente de que John se había quedado atrás y no le había dado ninguna explicación. Se dio la vuelta y le buscó con la mirada, pero no le encontró por ninguna parte.
—¿Estás buscando a tu príncipe? —preguntó Paul, sonriente.
—Eh…, sí. Es un amigo que conocí en el avión de vuelta a Nueva York —dijo Maya—. Pero no existe nada entre nosotros —añadió nerviosa—. Solo somos amigos.
Paul sonrió con la mirada y Maya se sintió una estúpida. Él no le estaba pidiendo explicaciones.
—¿Y esa chica tan guapa que te acompañaba? La princesa Leia —dijo ella.
—¿Cindy? Es una buena amiga —contestó Paul.
—¿Amiga, amiga, o …?
—¿O qué? —preguntó Paul sonriente.
—¿O algo más? —se atrevió a decir Maya.
—Es una buena amiga —contestó Paul—, nada más. Cindy trabaja conmigo en el hospital. Nos conocemos desde hace varios años.
—Claro. Es muy guapa. ¿Está casada? ¿Tiene novio?
Paul volvió a sonreír.
—Pues ni lo uno ni lo otro. O al menos eso me ha dicho. Pero olvidémonos un momento de Cindy, ¿no te parece?
Maya afirmó con la cabeza.
—¿Qué tal estás, Maya? —preguntó Paul.
—Bien. Es decir, todo lo bien que se puede estar cuando vuelves a casa después de quince años sin pisar tu ciudad. No sé, todo ha cambiado. Todo parece más nuevo y mejor. Yo en cambio me siento más vieja.
—Es normal. Tenemos un gran alcalde en Nueva York —dijo Paul—. En cambio nosotros nos hacemos un poco más viejos cada año. Aunque por ti no ha pasado el tiempo.
—Gracias.
—¿Y tú qué haces aquí? —le preguntó Paul, esta vez más serio—. Me refiero a por qué has vuelto a Nueva York —aclaró.
—¿La verdad?
—O algo parecido a ella.
—La verdad es que no tengo ni idea de qué hago aquí, ni la más remota idea —confesó Maya—. Solo sé que ya no pintaba nada en Los Ángeles, no podía seguir allí por más tiempo.
—¿Y tu vida allí? Tu trabajo, tus amigos, tu pareja…
Maya suspiró.
—Hacía mucho tiempo que el trabajo no me llenaba. Ocupaba casi todo mi tiempo, pero me sentía vacía. Los amigos los sigo manteniendo, aunque ahora tendré que utilizar a menudo el Skype y te aseguro que iré a verles cada invierno. No recordaba el frío que llegaba a hacer aquí —dijo con una sonrisa—. Y en cuanto a la pareja, hace tiempo que estoy divorciada.
Una sombra oscureció por un instante los ojos alegres de Paul.
—No sabía que te habías casado. De haberlo sabido no te habría mandado…
—No te preocupes —le interrumpió Maya—. Aquello no funcionó. Pero de eso hace ya mucho tiempo ¿Y tú? ¿Qué ha sido de tu vida? ¿Te has casado? ¿Tienes hijos?
—No —dijo Paul, muy serio.
—¿Y no… no tienes pareja? —preguntó Maya dubitativa.
Paul tardó varios segundos en contestar, demasiados para la tranquilidad de Maya.
—No.
El corazón de Maya dio un vuelco de alegría. Trató de esconder sus sentimientos pero no pudo reprimir una sonrisita que iluminó su cara. La melodía de un móvil sonó en alguna parte, dentro del traje de rana que vestía Paul. El hombre se bajó la cremallera del cuello e introdujo la mano enfundada en un guante verde por la abertura, tratando de localizar su teléfono.
—Dios —dijo él—. Con estos guantes es imposible. ¿Me puedes echar una mano?
Maya se acercó e introdujo su mano en el traje. El contacto directo con el cuerpo de Paul le produjo un ligero escalofrío en la nuca.
—Está un poco más abajo, en la derecha. A la altura de la cintura hay un pequeño bolsillo cosido al traje —le explicó Paul.
Maya movió el brazo tratando de localizarlo. Podía sentir el corazón de Paul latir bajo su piel y eso la ponía muy nerviosa. Después de varios segundos de búsqueda infructuosa logró encontrar el hueco y coger el teléfono.
—¡Ya lo tengo!
Maya tiró hacia arriba, pero el móvil estaba resbaladizo como una trucha recién pescada. Intentó retenerlo, pero se le escapó de las manos y cayó de nuevo hacia adentro.
—Oh, mierda. Se me ha escurrido.
Paul se dobló ligeramente y logró que el teléfono quedase aprisionado entre el traje y su cintura.
—Tranquila, no pasa nada. Se me ha quedado enganchado junto al estómago. Intenta cogerlo.
Maya tanteó de nuevo con la mano, bajando poco a poco por el pecho desnudo de Paul. Su exnovio se había conservado muy bien, a juzgar por la ausencia de grasa y la dureza de su torso. Finalmente, localizó el móvil junto a lo que creyó que era la tira del
slip.
Tiró con cuidado y logró sacar el teléfono sin ningún incidente.
—Muchas gracias —dijo Paul mientras miraba la pantalla de su Blackberry.
El teléfono había dejado de sonar hacía unos segundos. Al ver quién le había llamado, Paul se excusó y se alejó hacia el otro lado de la terraza. Al sacar el móvil del interior del traje, Maya había leído el nombre que parpadeaba en la pantalla. Sarah.
Paul estuvo hablando varios minutos con el gesto preocupado, paseando lentamente mientras charlaba. Cuando volvió con ella, la preocupación había desaparecido de su rostro, pero sus ojos aún parecían inquietos. Maya estuvo a punto de preguntarle, pero finalmente desistió.
—Veo que tu buena suerte no ha cambiado —dijo Paul.
—En efecto. Sigo siendo la persona más gafe de todo el estado —admitió Maya, sonriendo.
No tenía derecho a preguntarle por Sarah, ni siquiera tenía sentido, así que decidió no comportarse como una colegiala estúpida. Maya y Paul siguieron hablando mientras la fiesta se desarrollaba ajena a ellos dos. En una ocasión Maya vio a Cindy, la acompañante de Paul, contemplándoles fijamente desde una de las ventanas que daban a la terraza, pero la joven no se acercó. Paul le había dicho que no existía ninguna relación entre ellos, pero por la mirada que les había lanzado, Maya estaba convencida de que Cindy estaba molesta y muy celosa. Aun así, Maya no volvió a preguntarle acerca de su guapa compañera de trabajo.
Tres horas más tarde, ya de madrugada, Paul y Maya charlaban tranquilamente en torno a dos tazas de café humeante. Se habían marchado discretamente de la fiesta y habían ido a un pequeño bar abierto las veinticuatro horas. Al verles llegar con los disfraces, la camarera y los pocos clientes les había mirado con una expresión de extrañeza, pero ellos ni siquiera se habían percatado de ello. Seguían hablando de los viejos tiempos, como dos antiguos amigos del instituto que se reencontraban después de muchos años sin verse.
Maya estaba realmente feliz por haberse topado con Paul, pero algo se revolvía en su interior, inquietándola y haciéndole sentir punzadas de culpabilidad. Quería explicarle a Paul por qué no había contestado a ninguna de sus cartas, quería decirle que había deseado hacerlo muchas veces. No responderle había sido el segundo error más grande de su vida. El primero fue marcharse a Los Ángeles, abandonarle. Pero no tenía el valor suficiente para confesarse, no tenía coraje para reabrir las viejas heridas, por ahora le bastaba con disfrutar del momento. Se conformaba con el presente, con estar charlando amistosamente con Paul en la madrugada. Sin embargo, era consciente de que, antes o después, tendría que enfrentarse a su pasado.