—¡Estoy a punto de morir de un infarto! —jadeó Maya, secándose el sudor de la frente.
—No es para tanto, además no llevamos ni mil metros. ¡Joder! Según este trasto, no hemos quemado ni cien calorías —dijo Trudy, señalando la pantalla de la máquina de correr.
—Lo siento, pero correr en un gimnasio no es lo mío.
Maya, exhausta, pulsó el botón de parada y la máquina comenzó a decelerar gradualmente hasta detenerse. Se bajó al suelo y bebió un trago de agua de una botella. Después, cogió el teléfono móvil y comprobó, irritada, que no había recibido ningún mensaje.
—Eres una blanda. A nuestra edad no queda otro remedio que entrenar duro si queremos estar en el mercado —dijo Trudy.
—Puede ser, pero aún no estoy preparada para esto.
—¿No será que ayer por la noche te cansaste más de la cuenta? —preguntó Trudy con una sonrisa pícara—. ¿Por qué no me cuentas de una vez lo que pasó con Paul? Estuvisteis todo el rato hablando en la fiesta, por no hablar de que os fuisteis juntos y muy sonrientes.
—Ya te lo he dicho, Tru. No pasó nada —dijo Maya—. Al salir de la fiesta nos fuimos a un pequeño café y estuvimos charlando hasta las tres de la mañana. Luego me acompañó hasta casa y nos despedimos.
—¿Así, sin más?
Maya asintió con la cabeza.
—¿No le invitaste a subir? —insistió Trudy.
—No me pareció apropiado. Era la primera noche, y además, es tu casa, no la mía —mintió Maya. Le hubiera encantado que Paul subiese, pero simplemente no se atrevió a pedírselo.
—¿Y él no dijo nada? ¿No te pidió que le invitases a una última copa? —dijo Trudy extrañada.
—No, tenía que trabajar al día siguiente —respondió Maya.
—Joder. —Trudy meneó la cabeza, incrédula.
En realidad, Paul no le había dicho que tuviese trabajo al día siguiente. Cuando salieron del café, Maya y él se fueron a casa dando un largo paseo por Manhattan. Al llegar al portal de Trudy, Maya había esperado que Paul le pidiese subir a tomar una copa o un café. Pero él no dijo nada, no dio ninguna muestra de estar interesado en subir o estar nervioso al menos.
—¿Y cómo os despedisteis? ¿Hubo contacto serio u os hicisteis los tontitos? —quiso saber Trudy.
—Déjalo ya, Tru. Ni siquiera sé lo que él piensa de todo esto.
Maya se secó con una tolla ocultando su expresión de enfado. No estaba molesta con Trudy, sino más bien con lo que había sucedido. Al ir a despedirse, Maya se acercó a Paul, nerviosa. Tenía la esperanza de que, al estar junto a él, Paul la estrechase entre sus brazos y la besase. Pero en lugar de eso, Paul le dio un sencillo beso en la mejilla.
«Me alegro mucho de que hayas vuelto a tu ciudad. Es un buen sitio para vivir», le había dicho el muy idiota.
Maya se quedó cortada, con una expresión bobalicona en la cara y con la palabra en la boca. Paul se marchó, dejándola aturdida y confusa, sin saber qué pensar sobre lo que acababa de suceder. Por su comportamiento de aquella noche, Maya estaba convencida de que algo había vuelto a surgir entre ellos, pero aquella despedida… Tal vez estuviese equivocada, al menos en lo que a él se refería. Quizá Paul no hubiese sentido nada en su reencuentro.
—Bueno, es posible que te toque trabajar con él más de lo que estás acostumbrada, princesita —dijo Trudy desde la cinta de correr—. Paul es un hombre muy guapo y ayer apareció en la fiesta muy bien acompañado por esa rubita. Era una auténtica monada y mucho más joven que t… que nosotras.
—Paul me dijo que era solamente una amiga del hospital, una compañera de trabajo —se limitó a contestar Maya.
—Pues para ser solo una compañera, no os quitó ojo en toda la noche. Y no se la veía muy contenta.
Maya también se había dado cuenta de ese detalle, pero Paul le había explicado que eran simplemente amigos y colegas, y ella le creía. Si su relación fuese más allá, no se habrían separado de esa manera ni Paul habría estado hablando con Maya toda la noche. Cindy no lo habría consentido. Pero eso no quitaba que pudiesen tener algún tipo de relación esporádica y estaba claro que Cindy sí estaba muy interesada en él. Y tampoco había duda de que la joven era realmente atractiva. Cualquier hombre estaría encantado de que una mujer así se interesara por él.
—No lo sé, Tru. Creo que Paul no tiene nada con ella. En realidad hay otra cosa que me preocupa más que esa chica.
Trudy paró la máquina casi en seco y la miró expectante.
—¿De qué se trata?
—No sé, tal vez sean imaginaciones mías. Pero creo que había algo extraño en la forma de comportarse de Paul. Era como si la mayor parte del tiempo se estuviese conteniendo. Es posible que me equivoque pero me dio la impresión de que varias veces se quiso acercar a mí, darme un abrazo, cogerme la mano o incluso besarme, pero nunca llegó a hacerlo.
—Bueno, ¿qué esperabas, que cayese rendido a tus pies sin más? No quiero ser dura, pero recuerda que su última experiencia contigo fue bastante traumática. Es posible que ahora quiera ir más despacio, que se quiera tomar mucho más tiempo y pensarse las cosas muy bien antes de lanzarse a tus brazos.
—Puede que tengas razón —convino Maya—. Pero sigue habiendo algo que me descoloca. En realidad…
Maya se quedó callada unos segundos.
—¿Por qué paras? ¿En realidad, qué?
—Creo que su comportamiento cambió a raíz de una llamada que recibió cuando estábamos en la terraza —dijo Maya—. Hasta ese momento se había mostrado más abierto y alegre. Pero después de que atendiese esa llamada, percibí un cambio en su actitud. Estaba como un poco más contenido, más distante. Y así se mantuvo toda la noche.
—¿Crees que esa llamada la hizo Cindy?
—Creo que no.
Maya recordó el nombre que vio en la pantalla del móvil. Sarah.
—Y si no, ¿quién? ¿Otra mujer, quizá? ¿Su mujer? ¿Su amante?
—No está casado, ni tiene pareja… o eso me dijo.
Cuando le hizo esa pregunta, Paul había tardado unos segundos en contestar. Pero la respuesta fue un no rotundo.
—Bueno, no tiene sentido preocuparse demasiado. Lo que tenga que ser será —sentenció Trudy blandiendo una botella de bebida isotónica—. Cambiando de tema, no estás interesada en John, ¿verdad?
—¿John? —preguntó Maya—. ¿John Walls?
—Sí, el príncipe azul al que ayer dejaste tirado en medio de la fiesta para irte con tu rana.
—Mierda, ¡John! —dijo Maya.
—El mismo.
Maya se había sentido muy mal al dejar de lado a John de aquella manera tan precipitada. No había tenido ocasión de decirle qué ocurría ni de despedirse de él. Al ver a Paul, todo lo demás había dejado de tener importancia, pero no era justo tratar así a John. Después le llamaría y le pediría disculpas.
—Por cierto, ¿cómo es que John apareció de repente en la fiesta? —preguntó Maya.
—Casualidades del destino, supongo —dijo Trudy con una sonrisa traviesa—. Aunque también ayudó el hecho de que el otro día, en el Bianca, alguien cogiese su tarjeta de tu bolso y le hiciera una pequeña llamada.
—Pues te agradecería que le digas a esa persona que deje de buscarme hombres como si yo fuese el cliente estrella de Meetic.
—Claro, se lo diré sin falta. Parece que sus servicios ya no son necesarios —dijo Trudy—. Pero no te desvíes del tema. ¿Te interesa o no te interesa John?
—Pues claro que no estoy interesada en él. Es un buen amigo, pero nada más.
—Excelente —dijo Trudy.
Maya la miró sorprendida.
—¿No me digas que…?
—¿Qué querías que hiciese? Le dejaste tirado en una fiesta en la que el pobre hombre no conocía a nadie. Alguien tenía que cuidar de él, ¿no? Al principio fue un poco aburrido, no paraba de hablar de ti, pero poco a poco se fue soltando. Es un encanto y tiene un cuerpazo —dijo Trudy guiñándole un ojo.
—Joder, Tru. ¿Te has acostado con él? —preguntó Maya.
—No… todavía. Pero dame unos días más y pregúntame de nuevo. Bueno, no hará falta que me lo preguntes, ya te llamaré yo desde su cama.
—Serás…
—No seas acaparadora. Tú estás trabajando otro mercado, el de los médicos cuarentones y aburridos —dijo Trudy—. Esta tarde continuaré con las prospecciones del mercado de hombres de negocios californianos. Suena mejor, ¿no? Además, ya tengo su tarjeta y su número de móvil.
—¡Su número de móvil! —dijo Maya—. Eso me recuerda algo.
Trudy la miró con gesto interrogador.
—Se trata de algo relacionado con Paul, algo que me tiene preocupada. Cuando nos estábamos despidiendo le di mi número de teléfono, pero él no se ofreció a darme el suyo. En ese momento no me di ni cuenta —dijo Maya cogiendo su propio móvil.
—Pero si ya lo tienes, ¿no? Decías que su teléfono estaba en todas las cartas que te escribía.
Trudy estaba en lo cierto, al menos en parte. Las últimas diez cartas que había recibido de Paul llevaban un número escrito al final de la hoja. Parecía un número de móvil y ella siempre había asumido que se trataba del teléfono particular de Paul. Había supuesto que lo ponía en cada carta por si ella cambiaba de opinión en algún momento y quería llamarle. Maya se sabía el número de memoria, aunque nunca lo había utilizado.
—Creo que ese número es el de su teléfono, pero no estoy segura —dijo Maya—. Nunca he llamado.
—Bueno, ¿y por qué no lo pruebas?
—No sé, tal vez no sea lo mejor —respondió Maya, dubitativa—. No llegué a pedirle el teléfono, pero lo normal es que al darle yo mi número él me hubiese dado el suyo, ¿no?
—¿Él te pidió tu número o se lo diste tú directamente?
—Se lo di yo —dijo Maya.
—Bueno, puede que el chico sea algo tímido.
—Hasta ahora no le había dado importancia —continuó Maya—. Pero que no me haya dado el teléfono no me parece una buena señal.
—No seas tremendista, Maya. Como te dije antes, es posible que Paul quiera ir con pies de plomo.
—No sé. Tengo un mal presentimiento.
—Deja de ser tan negativa. Si ayer estuvisteis tan bien, la cosa no va a haber cambiado en tan poco tiempo. No tiene sentido.
—No sé, Tru. Creo que no me va a llamar —insistió Maya, apesadumbrada.
En ese momento el teléfono móvil de Maya sonó con fuerza, sobresaltándola. Miró la pantalla y casi se le cae el móvil de la sorpresa. Maya contempló aturdida y nerviosa los números que bailaban sobre el cristal.
—Nunca te dediques a la adivinación, guapa —dijo Trudy, adivinando por su expresión quién la estaba llamando.
Y tenía razón. Se trataba del mismo número que aparecía en las cartas de Paul.
Maya terminó de retocarse el maquillaje, inquieta. En una hora tenía su primera cita formal con Paul y quería estar lo mejor posible. Cuando esa misma mañana, en el gimnasio, vio el número de Paul aparecer en su móvil, se puso muy nerviosa, tanto que estuvo a punto de no cogerlo. Trudy descolgó el teléfono por ella y no tuvo más remedio que contestar. En cuanto oyó la voz grave de Paul, Maya se tranquilizó un poco y logró hablar con algo de naturalidad. Cinco minutos más tarde era una de las mujeres más felices de Nueva York. Paul le había invitado a cenar esa noche en un pequeño restaurante de Tribeca y ella había aceptado sin pensárselo.
Habían quedado bastante pronto a petición de él, pero a Maya no le había importado en absoluto. Esa tarde salió pronto del trabajo y pasó por la peluquería. Para la cena eligió un vestido negro muy elegante y no demasiado clásico, a juego con unos zapatos de tacón y un pequeño bolso, también negros.
Al llegar encontró a Paul sentado en una mesita situada en un rincón del acogedor restaurante italiano. Había poca gente en las mesas cercanas y el local tenía una iluminación tenue que le daba un toque romántico. Todas las mesas tenían encendida una pequeña vela en medio, que oscilaba al paso de los camareros, resistiéndose con firmeza a apagarse.
Cuando Maya se acercó a Paul, este ni siquiera se dio cuenta de su presencia y siguió inmerso en su lectura. Estaba leyendo un informe médico de algún paciente con gesto de evidente preocupación. Al darse cuenta de que Maya estaba allí, Paul guardó los papeles en una carpeta y la apartó a un lado.
—Maya, estás muy guapa.
—Gracias, tú también estás muy bien, aunque te quedaba mucho mejor el color verde rana.
Paul se rio y le retiró la silla para que pudiera sentarse.
—Espero que el sitio te guste. No es el restaurante más fino de Nueva York, pero tiene la mejor lasaña de la ciudad —anunció Paul.